—De manera que una nueva solicitud…
—La nueva solicitud empezaría a tramitarse dentro de unos nueve años. Como ya les he dicho a ustedes, ésta es la Agencia Central de Inteligencia.
Roscoe fue quien le dio la idea.
Se hallaban sentados a la barra del O'Toole's, un mugriento antro irlandés situado en el centro comercial McLean, cerca del cuartel general de la CÍA (y, por tanto, lugar de reunión de agentes secretos), cuando Roscoe le preguntó, con una sonrisa astuta, por la solicitud de información que él mismo le había enviado a Dunphy aquella misma tarde.
—¿A cuál te refieres? —dijo, sin prestarle demasiada atención.
Estaba examinando minuciosamente una fotografía colgada en la pared junto a otros recuerdos, a todos los cuales les hacía falta una buena limpieza. Había una bandera descolorida del IRA, un tablero de dardos con la fotografía de Saddam Hussein, algunas postales de La Habana y una espada ceremonial japonesa que parecía tener restos de sangre seca. Pegados a la pared había algunos titulares de periódicos amarillentos («JFK envía asesores a Vietnam») junto a fotografías firmadas y enmarcadas de George Bush, William Colby y Richard Helms.
Pero la foto que le llamaba la atención a Dunphy era una instantánea en la que se veía a tres hombres de pie en un claro de la jungla, riéndose. En el suelo, ante ellos, se encontraba la cabeza de un asiático que al parecer habían decapitado (en realidad, el hombre se hallaba enterrado de pie); tenía los ojos vidriosos, pero se notaba que aún estaba vivo. Debajo se veía escrito a máquina el siguiente pie de foto: «MAC/SOG. 25-12-66. Laos. ¡Feliz Navidad!»
—La de los implantes dentales. —Dunphy se encogió de hombros sin dejar de mirar la fotografía. Roscoe insistió—: ¿No te acuerdas?
Dunphy se volvió hacia su amigo.
—¿Qué?
—Te preguntaba por la solicitud de información que te he enviado sobre los procedimientos de implantes dentales que se les han estado practicando a los cadetes navales en Annapolis desde 1979 hasta el presente.
—Ah, sí —contestó Dunphy—. La he recibido esta tarde. Pero ¿por qué demonios iba a tener la Agencia información de un asunto así? —quiso saber—. ¿Qué se le ha metido a ese tipo en la cabeza? Al solicitante, quiero decir.
Roscoe se encogió de hombros.
—Pues, verás… es probable que yo pueda contestarte a eso; es uno de nuestros más asiduos solicitantes.
—Vale. Pues venga, suéltalo —le pidió Dunphy.
—Verás, tiene algo que ver con el control mental. El señor McWillie está obsesionado con eso; le pasa a mucha gente.
Dunphy inclinó la cabeza hacia un lado y levantó las cejas.
—No sé si me he perdido algo, pero pensaba que hablábamos de odontología.
—Pues sí, en cierto modo, sí. Ese tipo solicita historiales dentales, pero no tiene ninguna obligación de decirnos por qué. No debe comunicarnos qué es lo que sospecha exactamente. Pero al cabo de un tiempo, cuando se han procesado tantas solicitudes como he procesado yo, uno llega a comprender los motivos que mueven a la gente. Y a juzgar por la clase de cosas sobre las que el señor McWillie ha solicitado información en el pasado, yo diría que lo que sucede es que cree que estamos instalando receptores de radio en miniatura…
Dunphy estuvo a punto de atragantarse con la cerveza.
—¿En las muelas de la gente?
Roscoe asintió con la cabeza.
—Sí.
—Pero… ¿por qué?
—Eso no lo sé. Mensajes subliminales, cosas así. Quién sabe lo que sospecha ese tipo… Es evidente que se trata de un esquizofrénico. ¿Por casualidad te has fijado en el remite de la carta?
—No. La verdad es que no la he mirado todavía —respondió Dunphy.
—Bueno, pues si no se ha trasladado, la dirección es un vehículo, un Impala del 86, aparcamiento A, Fort Ward Park, Alexandria.
Dunphy puso los ojos en blanco.
—Tengo que dejar este trabajo. Es el más estúpido que he tenido en mi vida.
—Puede ser. Pero si lo piensas bien, es posible que no lo sea tanto —señaló Roscoe.
—Pues créetelo. Lo tengo muy claro —le aseguró Dunphy. Hizo una pausa y después continuó—: ¿Sabes por qué ingresé en la Agencia?
—Por patriotismo —asintió Roscoe.
Dunphy soltó una risita.
—No, no fue por eso. El patriotismo no tuvo nada que ver.
—Entonces… ¿porqué?
—Entré en la Agencia porque, hasta entonces, yo quería ser historiador. Y descubrí que… lo que aprendí en la facultad fue… que hoy en día ya no es posible ser historiador.
Roscoe lo miró sorprendido.
—¿Por qué dices eso?
—Porque los historiadores se dedican a reunir hechos y a leer documentos. Llevan a cabo una investigación empírica y analizan la información que han recabado. Luego publican sus hallazgos. Lo llaman método científico y es algo que ahora ya no puede hacerse en las universidades.
—¿Por qué no?
—Porque los estructuralistas, o los postestructuralistas, o los poscolonialistas, o comoquiera que se hagan llamar esta semana, han adoptado una postura que consiste en afirmar que la realidad es inaccesible, que los hechos son fungibles y el conocimiento imposible, lo cual reduce la historia a una mera ficción y al simple análisis de textos. Y todo ello nos conduce a…
—¿A qué? —preguntó Roscoe.
—A estudios sobre el género, estudios culturales. Lo que yo considero cosas borrosas.
Roscoe atrajo la atención del barman y dibujó un círculo con el dedo índice por encima de los vasos.
—De manera que… ¿entraste en la CÍA porque pensabas que los estudios sobre el género son borrosos? ¿Eso es lo que intentas decirme?
—Bueno, ése fue uno de los principales motivos. Comprendí que nunca encontraría trabajo en la enseñanza, o por lo menos en ninguna universidad buena: los postestructuralistas dirigen el cotarro en casi todas partes. Otra de las razones fue que me había especializado en historia militar moderna. Estudié en Wisconsin, y una de las cosas que se me hizo evidente allí fue el hecho de que gran parte del material que se suponía debía estar disponible, a disposición de los estudiantes… no lo estaba.
—¿De qué hablas? —preguntó Roscoe.
—De información. Los datos no se encontraban al alcance de los estudiantes.
—¿Por qué?
—Porque era material secreto. Y como historiador principiante, yo no tenía derecho a saber. Ninguno de nosotros lo tenía. Y eso me cabreó porque… bueno, es como vivir en una criptocracia en lugar de hacerlo en una democracia.
Roscoe parecía impresionado.
—Criptocracia —repitió—. Eso está bien. Me gusta. —Dunphy se echó a reír y luego Roscoe comentó—: Así que por eso entraste en la Agencia. El postestructuralismo y la criptocracia te empujaron a ello.
—Exactamente —convino Dunphy—. Aunque, en realidad, también hubo otro motivo.
Roscoe lo miró con escepticismo.
—¿Cuál?
—Estaba decidido a vivir mi vida. —Roscoe se echó a reír mientras el barman les servía otra ronda—. Ese tipo del que hablabas antes… ¿cómo se llama…?
—McWillie.
—Eso. Hablábamos de McWillie y de los implantes; ahora que lo pienso, suena como un grupo de rock: El Chiflado y los Molares. Bueno, en mi opinión, y, digas lo que digas, yo soy el ayudante de ese tipo en sus investigaciones, y eso es todo cuanto soy: simplemente el A. P. de un esquizofrénico cualquiera…
—¿Qué es un A. P?
—Un ayudante personal. Soy el ayudante personal de cualquier esquizofrénico que tenga dinero para comprar un sello. ¿Y sabes qué? No es casualidad. Alguien me está jodiendo bien. Alguien quiere que tire la toalla y me vaya.
Roscoe asintió y bebió un sorbo de cerveza.
—Probablemente uno de esos postestructuralistas.
Dunphy frunció el ceño.
—Hablo en serio.
Roscoe rió entre dientes.
—Ya lo sé.
—Y eso me recuerda una cosa. ¿Cómo ha llegado hasta mí esa solicitud?
—¿Qué quieres decir? Te la he mandado yo. En eso consiste mi trabajo.
—Ya lo sé, lo que quiero decir es…
—Soy el oficial de enlace. Distribuir las solicitudes de información a los agentes encargados de revisar la información como tú es la misión que tengo en la vida.
—No me refiero a eso. Lo que me extraña es… ¿cómo es que la has procesado tan de prisa? Yo creía que las solicitudes tenían que esperar nueve años. Recibiste la carta del señor McWillie el martes y me la enviaste a mí el mismo día. ¿Cómo es eso?
Roscoe gruñó.
—Porque el señor McWillie siempre pide en sus cartas que sus solicitudes se tramiten con la mayor rapidez posible. Si la solicitud es lo bastante estúpida, del estilo de la que has recibido hoy, la envío urgente con mucho gusto, porque eso mejora nuestras estadísticas.
—¿Y puedes hacer eso?
—¿A qué te refieres?
—Enviar solicitudes urgentes.
—Claro, si me lo piden y si considero que hay una buena razón para dar el visto bueno.
Dunphy bebió un sorbo de cerveza con aire pensativo. Al cabo de un rato sonrió y se volvió hacia Roscoe.
—Hazme un favor —dijo.
—Tú dirás.
—Si te llega alguna solicitud de información de un tipo llamado… no sé… ¡Eddie Piper! Cualquier solicitud que recibas de alguien llamado Eddie Piper, quiero que la tramites de urgencia, ¿vale?
Roscoe lo pensó unos instantes.
—Vale.
—Y mándamela a mí. Cualquier asunto por el que pregunte Eddie Piper quiero llevarlo yo.
Roscoe asintió y luego le dirigió una cautelosa mirada a su amigo.
—¿Quién es Eddie Piper? —quiso saber.
—No sé —respondió Dunphy, negando con la cabeza—. Acabo de inventármelo, pero eso no importa… ¿Lo harás?
—Sí. ¿Por qué no? No tengo mucho que perder, ¿no te parece?
Alquilar un apartado de correos con nombre falso resultó más difícil de lo que Dunphy esperaba, pero era algo esencial para el plan que había trazado. Aunque no tenía intención de hacer público ni un solo documento, era inevitable que existiera correspondencia entre la Agencia y Edward Piper. Toda solicitud de información tenía que tramitarse por escrito, y toda negativa requería una explicación o una relación de los motivos por los que la Agencia se reservaba el derecho de no dar a conocer dicha información. Esas cartas tendrían que enviarse por correo, y si luego se devolvían con la anotación de «Destinatario desconocido», los de la Oficina del Coordinador de Información sentirían curiosidad y empezarían a hacer preguntas.
No obstante, para concederte un apartado de correos en la estafeta te exigirían que presentaras el pasaporte o el permiso de conducir. Incluso las empresas privadas de correos exigían alguna clase de identificación «para protegernos…», aunque nunca explicaban para protegerse de qué. Dunphy pensó que hacían falta menos requisitos para constituir una empresa en Panamá o para abrir una cuenta en algún banco de la isla de Man.
Sin embargo, ése no era un problema que no pudiera solventarse. Dunphy mecanografió una etiqueta con una dirección falsa a nombre de Edward A. Piper y la pegó en un sobre usado. Luego se dirigió a Kinko's Copies, en Georgetown, por la autopista George Washington en dirección al puente Key.
Era uno de esos días resplandecientes, bastante raros en Washington, en que sopla el aire del norte y una brisa tonificante agita las aguas del río Potomac. Las torres de aguja de la Universidad de Georgetown destacaban altas al borde de lo que Dunphy sabía era un mar de boutiques de dudosa reputación, y se veía una regata en la que varios equipos de ocho hombres remaban río arriba.
Aquellos remos cortos le recordaron sus días de universidad, cuando él también remaba en el lago Mendota. Y antes de que pudiera darse cuenta se encontró tarareando la canción de su equipo de remo («Yooo raah raah Wisconnnsin») y preguntándose qué habría sido de su chaqueta, la que llevaba la letra de la universidad bordada en la espalda. En Kinko's pagó cuarenta y cinco dólares por un juego de quinientas tarjetas de visita, para las que eligió letra cursiva de tipo Times Román y en las que se leía:
E. A. Piper Asesor
Con el sobre falso y una de las tarjetas en la mano, volvió por donde había venido. Hizo una parada en la biblioteca del condado de Fairfax y utilizó el sobre para obtener la tercera identificación: una tarjeta de socio de la biblioteca.
A última hora de la tarde, el ficticio Eddie Piper tenía un apartado de correos en Great Falls, una suite que medía —Dunphy estaba seguro de ello— diez centímetros de alto, diez de ancho y treinta de hondo.
Redactar la solicitud de información le resultó aún más fácil. A esas alturas, Dunphy se sabía de memoria la terminología y los formulismos que se utilizaban en dichos impresos. Y aunque no era prudente pedir su propio expediente 201, no había nada que le impidiera requerir detalles sobre el difunto profesor Schidlof. De ese modo, quizá pudiese hallar alguna pista que le aclarase en qué situación se encontraba. Así pues, aquella misma tarde rellenó la primera solicitud y la echó al correo. Tres días después, ésta llegó a su propio escritorio, adonde la había mandado su nuevo compañero de casa, el complaciente R. White, de la Oficina del Coordinador de Información e Intimidad.
Logrado así el propósito de encomendarse a sí mismo la investigación de las causas que lo habían hecho caer tan bajo, Dunphy se sintió contento por primera vez desde hacía meses. Con la carta de Edward Piper en la mano, cogió el ascensor y bajó al Registro Central. Aunque no silbaba mientras caminaba por el pasillo, no podía reprimir una amplia sonrisa de satisfacción.
Al llegar al registro, firmó con rúbrica en el libro de visitantes y se sentó ante una terminal de ordenador para obtener los números de referencia del archivo que necesitaba. A pesar de que gran parte de los asuntos cotidianos de la CÍA dependían del procesador de datos, la mayoría de los archivos con los que se trabajaba continuaban almacenándose en papel, igual que siempre. Y aunque se habían dado argumentos poderosos para que se informatizasen todos los datos en el sistema de la Agencia, la Oficina de Seguridad había vetado la idea. La dificultad radicaba en que, si bien era imposible piratear los ordenadores de la Agencia desde el exterior, no se podía asegurar la inviolabilidad de los mismos frente a los ataques internos. Y como la doctrina del derecho a saber, del derecho a estar informado, se consideraba algo de importancia capital, los archivos operacionales seguían donde siempre habían estado: cerrados bajo llave y metidos en carpetas de color marrón de mayor o menor grosor, con o sin fuelle, en mejores o peores condiciones. Para recuperar un expediente era necesario obtener previamente el número de referencia pertinente en el ordenador; después se entregaba a un funcionario de recuperación de datos (los llamados Zánganos), cuyo trabajo consistía en localizar los archivos y dárselos a los agentes encargados de revisar la información, como Dunphy. Aunque ambos empleos se encontraban bastante lejos de los altos cargos, los agentes encargados de revisar la información y los Zánganos eran en la práctica los únicos empleados de la CÍA que tenían acceso directo a los ordenadores del Registro Central y a los archivos operacionales que se guardaban en la bóveda subterránea de seguridad de la Agencia.