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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El Umbral del Poder (25 page)

BOOK: El Umbral del Poder
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—Al Abismo —intervino Tanis.

—En efecto —confirmó el aprendiz—. Era ya demasiado tarde cuando los hechiceros se dieron cuenta de los peligros que entrañaba el hallazgo, de su magnitud. Tras interminables asambleas, dedujeron que si alguien de nuestra órbita vital se infiltraba en el Abismo y volvía a través del Portal propiciaría la introducción en el mundo de la Reina de la Oscuridad, le abriría la brecha que ella acecha durante siglos. Así, con el concurso de los clérigos de Paladine los exponentes de las Tres Túnicas tomaron medidas, que juzgaron infalibles, para que nadie se catapultara a los dominios de la soberana. No estaba en su mano clausurar el paso. De modo que exigieron como condición insoslayable que sólo un ente de arraigadas virtudes maléficas, que hubiera hipotecado su alma a tan temible señora, entrara en el secreto de los esotéricos encantamientos destinados a franquearle la entrada en el más allá. Y aún fueron más lejos en sus requerimientos. Decidieron que quien mantendría despejado el puente entre ambas esferas sería alguien puro en el Bien, capaz de confiar en su contrapunto perverso, pese a ser éste el único mortal que no merecía tal honor.

—Raistlin y Crysania —apuntó el otro.

—En su infinita sabiduría —prosiguió Dalamar esbozando una cínica sonrisa—, los magos y los clérigos pasaron por alto la posibilidad de que el amor, un sentimiento vulgar, diera al traste con sus magnos designios. Te he contado toda esta historia para convencerte, semielfo, de que estoy obligado a detener a Raistlin cuando intente volver al mundo, ya que la Reina de la Oscuridad estará en la retaguardia.

Ninguna de las plausibles aclaraciones del acólito, sin embargo, disipó las dudas de Tanis. Era evidente que el elfo oscuro estaba alerta y se hacía cargo del riesgo, que actuaba con plena serenidad, pero…

—¿Podrás imponerte a él? —insistió.

Prendió su mirada, sin premeditación, en el pecho de su interlocutor, donde había visto cinco estigmas grabados al fuego en la carne. Al reparar en el instintivo gesto del semielfo, el hechicero se llevó, también en un impulso reflejo, la mano al torso. Sus iris se ensombrecieron, como embrujados por una presencia que sólo él percibía.

—Semielfo —dijo, una invocación que prologaba una nueva parrafada—, voy a ser sincero contigo. Si mi
shalafi
conservara intactas, íntegras sus facultades en el instante de acometer el Portal, he de admitir que no, nada podría hacer para obstaculizar su avance. Ni yo ni nadie. Pero, no será ésa la circunstancia, dado que Raistlin habrá invertido una parte de sus energías en destruir a los esbirros de la Reina y en forzarla a ella a un combate singular. Estará débil, quizá malherido. Su única esperanza residirá en embaucar a su adversaria de tal modo que ella descienda a su plano. El nigromante hará entonces acopio de poder y la soberana, por el contrario, se encontrará en inferioridad. El maestro prevalecerá en la contienda. Pero a consecuencia del detrimento que habrá sufrido durante su odisea, yo tendré la oportunidad de vencerlo. Podré y querré hacerlo —subrayó.

Al detectar, todavía, un amago de incertidumbre en la expresión de Tanis, el aprendiz mudó su sonrisa en una mueca y planteó el argumento definitivo.

—Escúchame, semielfo —apostilló—, me han ofrecido lo suficiente para que ponga en tal misión todo mi empeño.

Y, concluida esta frase, murmuró la fórmula de un hechizo y desapareció. Pero, después incluso de esfumarse, su insinuante voz de elfo resonó en el apacible ambiente nocturno.

—Has contemplado el sol por vez postrera —sentenció—. Raistlin y Su Oscura Majestad se preparan. Ella reúne sus ejércitos espectrales, él la incita a la liza. Estalla el conflicto. No habrá un nuevo amanecer.

Capítulo 10

La última jugada


Volvemos a encontrarnos, Raistlin
.

—Así es, mi Reina.


¿Te inclinas ante mí, mago?

—Te rindo un último homenaje.


También yo te saludo con respeto.

—Es un honor excesivo el que me concedes. Majestad.


Al contrario. He observado tu juego con el más vivo placer y he constatado que respondías a cada uno de mis movimientos mediante otro igualmente certero. En más de una ocasión, has arriesgado todo cuanto poseías a cambio de cobrar una sola pieza. Has demostrado ser un contrincante habilidoso, y la partida me ha aportado un inesperado entretenimiento. Pero ahora, digno rival, ha llegado la hora del jaque. Te queda en el tablero el rey, remedo de tu persona, y en el lado opuesto se alinean mis peones, mis tropas, investidas de su máximo poder. Aunque mis legiones te superan, me satisface tu actuación y he resuelto concederte una gracia.

«Regresa junto a la sacerdotisa. Yace moribunda, sola, azotados su mente y su cuerpo por una tortura como las que nadie, sino yo, puede infligir. Vuelve a su lado, arrodíllate, tómala en tus brazos y estréchala entre ellos. El manto del olvido se desplegará sobre ambos, os cubrirá con tanta dulzura que, arropado en él, te abandonarás al vacío y hallarás descanso eterno.

—Mi Señora…


Niegas con la cabeza. ¿Rehúsas acaso?

—Takhisis, Gran Soberana, agradezco tan generoso ofrecimiento. Pero participo en este juego, como tú lo llamas, para ganar. Llegaré hasta el final, sea cual fuere.


¡Uno muy cruel para ti, no lo dudes! Te he dado la oportunidad a la que te hacían acreedor tu sapiencia y tu osadía. ¿Te obstinas en despreciarla?

—Su Majestad es demasiado desprendida. No merezco tan delicada atención.


¿Te burlas de mí, insensato? Adopta esa mueca, grotesca réplica de una sonrisa, mientras puedas, porque cuando cometas un desliz o incurras en un fallo, por leve que éste sea, me abalanzaré sobre ti. Hincaré las uñas en tu carne y, al sentir su contacto, mendigarás el alivio de la muerte. No lo obtendrás. Los días duran eones en mis dominios, Raistlin Majere, y no pasará uno solo en el que no venga a visitarte en tu mazmorra, la de tu propio pensamiento, para que sigas divirtiéndome como has hecho hasta ahora. Te atormentaré en materia y en espíritu. Y seré tan despiadada, que al concluir cada sesión perecerás a causa de los insoportables dolores sin embargo, no llegará la noche infinita, porque te devolveré a la vida en el instante del tránsito. No conciliarás el sueño, guardarás vela en escalofriante anticipación de la próxima jornada. En cuanto claree, tras el intervalo de oscuridad que en nada ha de beneficiarte, será mi rostro lo primero que veas.

»Advierto que palideces, mago. Tu frágil cuerpo se estremece, tus manos tiemblan y tus ojos se dilatan de miedo. ¡Póstrate ante mí y suplica el perdón!

—Mi Reina…


¿Cómo? ¿Aún no te has arrodillado?

— Mi Reina, te toca a ti jugar.

Capítulo 11

La ciudadela flotante

—¡Cuan encapotado está el cielo! —refunfuñó Gunthar—. Si hemos de tener tormenta, ojalá se desate cuanto antes y acabemos de una vez.

«Vientos de pésimo augurio», barruntó Tanis. Pero prefirió no exteriorizar sus pensamientos, como tampoco había comunicado a nadie su entrevista con Dalamar, sabedor de que el coronel no creería una palabra de lo explicado por el aprendiz.

El semielfo tenía los nervios de punta. Hallaba cierta dificultad en tratar con paciencia al caballero, quien, aunque protestaba por el tiempo, parecía en plena forma. Parte de su desazón se debía al extraño aspecto del cielo. Aquella mañana, según preconizara el hechicero, no despuntó mediante lo que cabe designar como un amanecer. En lugar del alba, tiñó la bóveda celeste un cúmulo de nubes entre el escarlata y el azul, que, salpicado de matices verdosos y el intermitente relumbrar de los relámpagos, bullía sobre sus cabezas en un multicolor vaivén. El viento que trajo tan densa borrasca se disipó en cuanto la hubo depositado y, al no caer una gota de lluvia, la atmósfera se enrareció hasta hacerse tórrida y agobiante. Mientras efectuaban su ronda a través de las almenas de la Torre del Sumo Sacerdote, los centinelas, enfundados en sus pesadas cotas de malla, se secaban el sudor de las sienes e intercambiaban reniegos contra las tempestades primaverales.

Sólo dos horas antes, Tanis estaba en Palanthas, dando incesantes vueltas entre las sedosas sábanas del lecho que presidía el aposento de huéspedes de la mansión de Amothus, mientras ponderaba los augurios de Dalamar. Había pasado despierto casi toda la noche, abstraído en tales meditaciones y con la mente puesta, también, en Elistan.

En efecto, poco después de la medianoche había llegado a palacio la noticia de que el clérigo de Paladine había dejado este mundo para volar a otro plano de existencia, incorpóreo e inundado de luz. Había expirado en paz, acunado por un afable pero estrafalario anciano, que, tras personarse en circunstancias misteriosas, se había evaporado de un modo no menos singular. Preocupado a causa de las advertencias del pupilo de Raistlin, diciéndose también que había visto perecer a demasiadas personas poseedoras de su estima, el semielfo fue víctima del insomnio.

Acababa de zambullirse en un exhausto sopor, ya de madrugada, cuando arribó un emisario a sus dependencias. El mensaje que portaba era conciso y apremiante. Rezaba así:

«Tu presencia es requerida de inmediato. Torre del Sumo Sacerdote.

«Caballero Gunthar uth Wistan.»

Tanis se refrescó mediante un somero aseo. Luego despidió a uno de los obsequiosos criados del Señor de la ciudad, que pretendía ajustar las hebillas de su pectoral, y se vistió él mismo. Dando tumbos, recorrió después los corredores del edificio, rehusando con la mayor cortesía posible el ofrecimiento de Charles de improvisarle un desayuno. En el exterior, le aguardaba un joven Dragón Broncíneo, que se presentó como ígneo Resplandor, aunque, entre los reptiles, su nombre secreto era Khirsah.

—Conozco a dos de tus amigos, Tanis el Semielfo —dijo el animal mientras sobrevolaban la dormida urbe, impulsados por sus membrudas alas—. Tuve el privilegio de participar en la batalla de las Montañas de Vingaard portando sobre mi grupa a Flint Fireforge, el enano, y al kender Tasslehoff Burrfoot.

—Flint murió —respondió el jinete con tono de tribulación, empañadas sus pupilas. Al evocar a su compañero, no pudo por menos que repetirse que había asistido a excesivas muertes, todas deplorables.

—Fui informado de tan triste suceso —corroboró el Dragón, respetuoso—, y me apené al enterarme. No obstante, el enano gozó de una vida rica en afectos y peripecias. Imagino que el ocaso debe de ser el último honor para una criatura como él.

«He aquí la filosofía del conformista —caviló Tanis—. Quizá sería aplicable al caso que se refiere, pero ¿y a Tasslehoff? El kender fue un ser jovial, ingenuo y bondadoso, que lo único que pedía a la existencia era alguna que otra aventura y un saquillo repleto de tesoros. Si es verdad, como Dalamar me dio a entender, que Raistlin le eliminó, ¿qué tuvo su muerte de honorable? Y Caramon —prosiguió en una alusión inevitable—, infeliz borrachín, ¿vio en su horrible final a manos de su gemelo una gracia o la puñalada que coronaba sus miserias?»

Sumido en tales elucubraciones, en antiguas nostalgias, le venció el cansancio. Cayó, fláccido, sobre el lomo de Khirsah y no salió de su letargo hasta que el reptil descendió sobre el patio de la Torre. Oteó entonces el recinto, y su ánimo no renació precisamente al recapacitar que había cabalgado con la muerte para descubrir, ya en su destino, que ésta aún le escoltaba. En el paraje estaba sepultado Sturm, otro «honroso» cadáver.

En tal estado de cosas, es superfluo mencionar que el semielfo no exhibía su mejor humor cuando le introdujeron en las cámaras privadas de Gunthar, situadas en uno de los elevados torreones que flanqueaban la mole. Desde aquella atalaya, se divisaba un espléndido panorama, tanto del cielo como de las tierras colindantes. Al asomarse a la ventana y contemplar las nubes, con la creciente sensación de que vaticinaban ominosos eventos, quedó tan impresionado que tardó unos segundos en percibir que el dignatario había entrado en la antecámara donde aguardaba y se dirigía a él.

—Disculpa, estaba distraído —se excusó, dando media vuelta hacia su anfitrión.

—¿Te apetece un té con canela? —le ofreció éste, al mismo tiempo que le tendía un cuenco donde borboteaba el sabroso brebaje.

—Te lo agradezco —aceptó Tanis sin remilgos y lo ingirió de una sentada. Estaba tan necesitado de un tónico que calentara su estómago, que ni siquiera se percató de que se había quemado la lengua.

Aproximándose a su huésped, fija la mirada en la conflagración meteorológica que se perfilaba en las alturas, Gunthar sorbió su té, con una calma que exasperó al semielfo hasta infundirle el deseo de arrancarle los mostachos.

—¿Por qué me has mandado llamar? —inquirió el visitante en tono perentorio, aunque sabía de sobra que el caballero no renunciaría a cumplir con la ancestral prosopopeya propia de su Orden antes de abordar la cuestión—. Elistan ha cesado de existir —rectificó, rendido a la evidencia.

—Sí, anoche enviaron una nota desde Palanthas —asintió el mandatario—. Mi hermandad celebrará unas exequias en su memoria, si nos es posible hacerlo.

Tanis tragó saliva, de forma tan precipitada que se atragantó. Sólo un acontecimiento podía impedir a los Caballeros de Solamnia consagrar una ceremonia fúnebre a un sacerdote de Paladine, su dios: la guerra.

—¿Permiten? —recalcó—. Si empleas semejante término, es porque algo muy grave está ocurriendo en Sanction. ¿Acaso los espías…?

—Nuestros espías han sido asesinados —le interrumpió Gunthar, desapasionado su acento, como si, por una paradoja nada infrecuente, ocultara una tremenda emoción.

—¡No puede ser! —se horrorizó el héroe.

—Sus cuerpos mutilados fueron transportados por Dragones Negros a la fortaleza de Solanthus y arrojados sobre su patio —resumió el adalid humano—. Fue ayer por la tarde, antes de que cubriera el cielo este banco nuboso que constituye un perfecto escudo protector para los reptiles y…

Enmudeció, arrugando el entrecejo y ojeando la extensión de mullida textura que les oprimía.

—¿Y quién? —le instó su interlocutor, con el alma en vilo.

En su mente comenzaba a tomar cuerpo un presentimiento. Se sirvió un poco más de té, que derramó a causa de su vacilante pulso. Inseguro, depositó el tazón en la repisa interior de la ventana.

BOOK: El Umbral del Poder
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