El Umbral del Poder (46 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: El Umbral del Poder
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Estiró la mano hacia el guerrero. Ignoraba cómo se había obrado el milagro, pero su gemelo estaba allí, a la expectativa, aguardando como hizo siempre, para respaldarlo en su más trascendental aventura.

—¡Caramon! —insistió, jadeante—. Ayúdame, hermano.

El agotamiento, las secuelas del severo castigo al que había sido sometido, dificultaban la actividad de su cerebro y su habitualmente espléndida concentración. La magia ya no borboteaba en sus entrañas como el azogue, sino que, perezosa, se demoraba en los escollos que encontraba en su curso y le negaba el riego que sus órganos precisaban.

—Caramon, ven junto a mí. No puedo andar solo.

El recio luchador no se movió. Permaneció inmóvil cual una pétrea estatua, equilibrado el acero en su mano y examinándole con una mezcla de amor y pesadumbre, una tristeza a la vez hosca y acusadora, que, tras rasgar el velo de su dolorido cuerpo, expuso a la luz su alma vacua, estéril. Aprehendió entonces el hechicero el porqué de su presencia.

—Obstruyes mi avance, hermano —le dijo con frialdad.

—No me cuentas nada nuevo —repuso el otro.

—Si no quieres ayudarme, lo que me parece obvio, apártate al menos.

La voz del archimago brotaba de su garganta en quiebros airados.

—No.

—Morirás si no lo haces —siseó Raistlin, cínico.

—Sí —aceptó Caramon sin arredrarse—, pero no creas que tú vas a sobrevivir.

La atmósfera, monótona y al mismo tiempo flamígera, se sumió en un tenebroso ocaso. En el paraje se acumuló una niebla densa que absorbió los ya opacos fulgores y, a medida que éstos se extinguían, un frío invernal se propagó por los contornos. Sólo quedó un punto de calor, la vasta llama que alimentaba la inquina de la Reina.

El miedo revolvió los intestinos del nigromante, la rabia enardeció su mente. Los términos del arte arcano hostigaron sus músculos, se agolparon en sus labios con un sabor dulzón, similar al de la sangre. Comenzó a arrojar tales proyectiles contra el guerrero, pero le sobrevino la tos y se atragantó. Encorvado, acuclillado, se exhortó a la calma, repitiéndose que la magia que siempre le amparara no se había esfumado, que no tenía más que invocarla y ella, dócil, consumiría a su oponente en un incendio semejante a aquel otro que carbonizó a su réplica, años atrás, en la Torre de la Alta Hechicería. Una bocanada y recobraría el temple.

Pasó el virulento acceso. Se aposentaron los salmos en su intelecto y, alzando la vista con un grotesco remedo de sonrisa, desplegó los brazos para cantarlos y arrancarles sus virtudes.

Su gemelo no mudó la postura. Erguido, bien pertrechado, le contemplaba con un asomo de conmiseración en sus ojos pardos.

«¡Me tiene lástima!» Esta constatación vapuleó a Raistlin con el vigor de cien mazos, más punzante que el filo de una espada. No consentiría que aquella insolente criatura sucumbiese sin antes eliminar los sentimientos que inspiraban esta actitud.

Con el soporte del bastón, el hechicero se afirmó en el suelo y se desembarazó de la negra capucha para que Caramon leyera, en sus doradas pupilas, la condena que sobre él pesaba.

—Así que te compadeces de mí, ¡botarate con cabeza de mosquito! —le insultó—. Tú que estás totalmente incapacitado para atisbar siquiera la magnitud de mi poder, los suplicios a los que he debido sobreponerme, los combates que he librado en la senda del triunfo, osas humillarme mediante la vil piedad. Si no te he matado todavía, y te aseguro que ansío hacerlo, es porque he decidido que no fenezcas sin adquirir primero plena conciencia de que voy a irrumpir en el mundo a fin de instituirme en divinidad.

—Estoy al corriente, Raistlin —contestó Caramon y, lejos de atenuarse, aquella hiriente misericordia se acentuó—. Por eso me das tanta pena, ya que he visto el futuro y he asistido al desenlace.

El nigromante le examinó, sospechando que la Señora del Abismo le tendía una trampa. Los resplandores rojizos del cielo no cesaban de diluirse en la creciente neblina, pero la palma extendida se había inmovilizado y el personaje arcano sintió que la soberana titubeaba, alerta frente a la intromisión del guerrero y llena de aprehensiones que no acertaba a disimular. El recelo de que su hermano fuera un espejismo destinado a entorpecer su empresa, una de las apariciones de las que usaba y abusaba Takhisis, se disipó.

—¿Has visto el futuro? —parafraseó el comentario del luchador—. ¿Cómo? ¿En qué dimensión?

—Cuando, en nuestro último encuentro, atravesaste el Portal, el campo magnético que generaste afectó al ingenio. Tasslehoff y yo fuimos catapultados a una época ulterior al presente al que pretendíamos retornar.

—¿Qué sucederá? —inquirió el mago, sus ojos tan exageradamente abiertos que de haber sido fauces habrían devorado al interpelado.

—Que vencerás —resumió éste en lenguaje llano, sin enigmas—. Y no sólo a la Reina de la Oscuridad, sino a todos los otros dioses mayores o menores. Tu constelación será la única que brillará en las alturas, durante un tiempo.

—¿Durante un tiempo? —repitió Raistlin, a quien no había pasado inadvertido el énfasis con que el narrador recalcó estas palabras—. ¿Quién me amenaza? ¿Quién me destrona? ¡Vamos, no te interrumpas!

—Tú mismo —murmuró el guerrero, afligido por la crueldad de este aserto—. Gobernarás un mundo periclitado, muerto, un universo de cenizas, de ruinas informes y cadáveres mutilados. Nadie te acompañará en tu palacio celeste y, aunque tratarás de crear, no quedará ni un soplo en tu interior que puedas insuflar en los nuevos moldes o purificar en tu propio beneficio. Te nutrirás de las estrellas hasta que, exprimidas, estallen, y una vez agotada la fuente nada quedará a tu alrededor, nada en tu alma…

—¡Mientes! —se rebeló el oyente—. ¡Maldito seas, todo eso es una sarta de embustes!

Desechando el bastón en un arrebato, el nigromante se abalanzó sobre su gemelo y le zarandeó con sus ganchudas manos. Sobresaltado, Caramon enarboló la espada en un acto reflejo. Pero, antes de que el arma iniciara el descenso, salió despedida por orden del hechicero y cayó en el intrincado terreno. El forzudo humano, al saberse inerme, aferró a su adversario entre sus brazos. «Podría partirme en dos —reflexionó éste—, pero no lo hará. Es débil, noto las convulsiones de sus brazos, su incertidumbre, su inquietud. Está perdido, y yo conoceré la verdad a su costa.»

Ejerció presión con sus ensangrentados dedos en las sienes del guerrero, de tal manera que las experiencias que acababa de referirle se desplazasen allí donde él pudiera analizarlas, a su propia inteligencia.

El preclaro archimago presenció todos los episodios del devenir. Vislumbró la osamenta de Krynn, el fango viscoso y ceniciento, las rocas segmentadas, el humo elevándose en volutas, los putrefactos despojos de los muertos.

Se observó a sí mismo, suspendido en la nada y cercado por un vacío que, no sólo exterior, había anidado también en su espíritu y le apretujaba, le aplastaba y le roía, presto a engullirle. Culebreó en un círculo vicioso, eterno, sobre su persona, en una búsqueda desesperada de un indicio vital, una gota de sangre o una pizca de dolor. No lo había, nunca hallaría este consuelo. Al contrario, seguiría enroscándose cual un áspid sin clavar los colmillos ni siquiera en su carne. Sus introspecciones le conducirían, invariablemente, a los vestigios inanimados de una antigua entidad.

Ladeóse su cabeza como si fuera de plomo, la mano que había aplicado a la frente de Caramon cayó, erizada, hasta su costado. Había intuido que así ocurriría. Se lo gritaba cada fibra de su magullado cuerpo pues, a qué engañarse, el vértigo de la negación ya asomaba entre sus poros, lo había acunado durante años. Todavía no había socavado los recovecos, pero se lo representaba arrinconando su alma hasta dejarla, doblegada e infecunda, en un pozo sin nombre.

Exhalando un amargo aullido, se deshizo de su hermano y estudió los alrededores. Las sombras habían aumentado, la Reina ultimaba los preparativos sin que las previas vacilaciones hubieran mermado su poderío.

Raistlin se esforzó en meditar. Era imprescindible que resurgiera su furia, que se alumbrara el candil de su magia para avasallar a la soberana. Al comprobar que incluso los últimos resquicios de sus facultades le abandonaban, le dominó el pánico y se dio a la fuga aunque, endeble como estaba, se desmoronó al primer paso. Postrado sobre manos y pies, le azotó el miedo e inició un frenético tanteo hasta topar con algo sólido, capaz de socorrerle.

Sus dedos se cerraron en derredor de un tejido blanco, tocó carne viva, cálida, mientras oía en la proximidad un gemido ahogado.

—Bupu —identificó la voz, la textura.

Sollozante, el hechicero se volcó sobre la enana gully, que, desorbitados los ojos por el terror, con las huellas del hambre y la agonía en sus desencajados rasgos, retrocedió al verle.

—¡Bupu! —insistió él, tan falto de cordura que la zarandeó salvajemente—. Bupu, ¿no te acuerdas de mí? En una ocasión me regalaste un libro, un libro y una esmeralda. —Hurgó en uno de sus bolsillos y extrajo la gema verde, de bellísimas irisaciones—. Te devuelvo la «piedra bonita», como tú la llamabas, para que te salvaguarde de todo mal.

La mujer hizo ademán de asirla, pero las yemas de sus dedos se endurecieron con el rigor de la muerte.

—¡No! —bramó el mago, y notó en su hombro la contundente palma de Caramon.

—¡Déjala en paz! —le conminó el guerrero con tono áspero, y tiró de él para apartarlo de la infortunada gully—. ¿No le has hecho aún bastante daño?

Sostenía en la mano la espada que Raistlin le arrebatase, y los destellos de su inmaculada superficie deslumbraron a éste. Bajo tales resplandores, de misterioso origen, se esbozó ante el nigromante la efigie no de Bupu, sino de Crysania, renegrida y marchita, patética en su ceguera.

El vacío se agrandaba, casi insondable. ¿No había nada dentro de él? Sí, algo remoto y nimio, pero algo a fin de cuentas. El tentáculo de su alma y su mano se precipitaron al unísono a la caza del hallazgo. La mano acarició la tez cuarteada de la mujer.

—No ha perecido todavía —dijo.

—No —confirmó el hombretón, alzando la espada—. ¡No te atrevas a molestarla! Permite al menos que expire tranquila, libre de tu perniciosa influencia.

—Si la llevas al otro lado del Portal, vivirá —profetizó el archimago.

—Sí, claro, y además te facilitará a ti las cosas —replicó Caramon, no menos sarcástico que se mostrase antes su hermano—. Yo encabezo la marcha al plano salvador, y tú irás pegado a mis talones.

—Hazlo, rescátala —le azuzó Raistlin.

—¡No! —rugió el inveterado luchador.

Aunque brillaban sendas lágrimas en sus ojos, y oprimían sus rasgos las contracciones de la tortura que experimentaba, avanzó hacia el hechicero con la espada presta.

Una vez más, la criatura arcana hizo un gesto con la mano y el rival se paralizó, de manera tan repentina que el acero quedó cautivo en el tórrido y voluble aire.

—Condúcela a su salvación, provisto de este talismán infalible —le ofreció el nigromante.

Sus frágiles dedos sujetaron el bastón, que yacía en su flanco, y la luz del globo de cristal prendió en la penumbra, proyectando sus fabulosos haces sobre el trío. Después de iluminarlo, el mago se lo alargó a su gemelo. Éste, desconfiado, se resistió con el entrecejo fruncido.

—¡Tómalo! —le espetó Raistlin, imperativo, y el objeto se agitó debido a un carraspeo que presagiaba nuevas toses—. ¡Vamos, hazte con él! —apremió consciente de que disminuían sus energías—. Trasladaos ambos a la Torre, y utiliza luego el cayado para cerrar el acceso.

Caramon le miró, sus ojos convertidos en rendijas y remiso a acatar las instrucciones de un ser tan poco fiable. Su hermano era demasiado egoísta para renunciar a sus ambiciones en el momento culminante. Alguna barbaridad tramaba.

—No conspiro contra vosotros ni pretendo engañarte —expresó el mago sus cábalas, sólo para rebatirlas—. Te he traicionado en determinadas circunstancias. Pero ésta no es una de ellas. Pon a prueba mi honradez —le exhortó—, cerciórate tú mismo. Desharé el encantamiento y, como ya no me resta la posibilidad de formular otro, ensártame en el filo de tu espada si descubres que es una patraña. Estoy indefenso no he de frustrar tu agresión.

El brazo petrificado de Caramon recobró la flexibilidad. Sin soltar el arma, clavada la mirada en su gemelo, estiró el otro brazo, precavido, crispado. Las yemas de sus dedos, aunque huidizas, entraron al fin en contacto con la bola del puño y supuso que, frente a la proximidad de un profano, desaparecerían los destellos y volverían a sumirse en las lóbregas tinieblas.

No fue así. Perseveraron las ondas que les alumbraban. La manaza del guerrero se aposentó sobre el huesudo dorso de la de Raistlin, se acopló a él, mientras la aureola del globo se incrementaba y ponía de relieve las sanguinolentas vestiduras negras, la deslucida armadura donde se incrustasen algunos terrones de limo. Poco duró esta comunión. El archimago se apresuró a desasir el bastón.

Perdió el equilibrio y estuvo a punto de desplomarse pero, tras un bamboleo, consiguió recuperarse y recobró la postura erguida, orgulloso de haber realizado tal hazaña sin precisar auxilio. El Bastón de Mago, ahora propiedad exclusiva de Caramon, seguía encendido.

—Distraeré a la Reina para que no os intercepte —comunicó el nigromante al otro humano— pero no podré cubrir la retirada mucho rato. Mis fuerzas se quiebran.

Caramon observó de hito en hito el rostro demudado del hechicero, el cayado que sujetaba y, emitiendo un resoplido que más se asemejaba a un sollozo, envainó la espada.

—¿Qué te pasará a ti? —indagó, a la vez que recogía la inerte forma de Crysania.

«Te atormentaré en materia y en espíritu, y seré tan despiadada que al concluir cada sesión perecerás a causa de los insoportables dolores sin embargo, no llegará la noche infinita porque te devolveré a la vida en el instante del tránsito. No conciliarás el sueño, guardarás vela en escalofriante anticipación de la próxima jornada. En cuanto claree, tras el intervalo de oscuridad que en nada ha de beneficiarte, será mi rostro lo primero que veas.»

Las premonitorias frases de la soberana se enroscaron cual una serpiente en el cerebro de Raistlin, coreadas por una risa burlona, voluptuosa.

—Parte sin dilación, Caramon —urgió a su gemelo—. Ella se acerca.

La cabeza de la sacerdotisa reposaba en el ancho torso de su paladín. La cascada de su cabello le caía sobre el rostro y aferraba todavía el Medallón de Paladine, que tanta fortaleza le confería. Bajo el escrutinio del hechicero, los estragos del fuego perdieron su carácter indeleble hasta restituir la tersura a la piel, sin cicatrices y embellecida además por la dulzura que la confería el descanso reparador. El mago desvió entonces la vista hacia su hermano y halló la misma estulticia que siempre lucía, el exasperante embotamiento del animal herido que ignora la causa de su padecer.

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