El universo en un solo átomo (13 page)

BOOK: El universo en un solo átomo
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En una de las conferencias de Mente y Vida, Eric explicó el genoma humano comparándolo con el
kangyur
, la colección de textos atribuidos al Buda y traducidos al tibetano que consiste en más de cien volúmenes de unas trescientas páginas cada uno. El gran volumen del genoma tiene veintitrés capítulos, uno por cada uno de los veintitrés cromosomas humanos, y cada grupo del genoma (un grupo por cada progenitor) contiene entre treinta mil y ochenta mil genes. Cada capítulo está escrito en una larga cadena de ADN con palabras de tres letras, que se componen de las cuatro letras A, C, G y T —adenina, citosina, guanina y timina— secuenciadas según todas las combinaciones posibles.

Imaginemos, dijo Eric, que, a lo largo de los millones de años en que se viene copiando este libro, de vez en cuando, se cuela un pequeño error, del mismo modo que, en los centenares de años en que se viene copiando a mano el
kangyur
, se han colado en el texto pequeños errores, faltas ortográficas y palabras equivocadas de la mano de los escribas. Estos errores se pueden perpetuar en las copias sucesivas que, a su vez, introducirán nuevas alteraciones, etcétera.

Quizá algunas de las variaciones ortográficas no tengan un impacto decisivo en la lectura del texto. En ocasiones, sin embargo, se produce un error garrafal de consecuencias incalculables. En esta analogía con un texto canónico, aunque el cambio consista en un único error ortográfico, de un vocablo positivo a otro negativo, por ejemplo, puede haber un efecto radical en el significado de la frase o en la lectura del texto entero. Estas alteraciones aleatorias de la ortografía corresponden a las mutaciones que ocurren de forma natural en el proceso de la evolución.

Según algunos de los biólogos con los que he conversado, hay un consenso creciente en que el surgimiento de las mutaciones genéticas, por muy naturales que estas sean, es completamente aleatorio. Una vez producidas las mutaciones, no obstante, el principio de la selección natural asegura que, en líneas generales, queden seleccionados aquellos cambios o mutaciones que ofrecen las mayores probabilidades de supervivencia. Como tan acertadamente dijo la bióloga Ursula Goodenough en la conferencia de Mente y Vida de 2002: «¡La mutación es totalmente aleatoria, la selección, extremadamente selectiva!». Desde un punto de vista filosófico, la idea de que estas mutaciones, con sus implicaciones de larguísimo alcance, tengan lugar de forma natural no presenta problemas. Pero no me convence que sean totalmente aleatorias.

Queda abierta la cuestión de si su aleatoriedad se comprende mejor como un rasgo objetivo de la realidad o como indicativa de alguna forma de causalidad oculta.

A diferencia de la ciencia, en el budismo no existe un debate filosófico sustancial sobre la forma en que los organismos vivientes surgieron de la materia inánime. De hecho, ni siquiera aparece un reconocimiento del tema como asunto filosófico importante. En el mejor d^ los casos,, existe la suposición implícita de que la emergencia de los organismos vivos a partir de la materia inánime es una simple función de causa y efecto a lo largo del tiempo, dado un conjunto de condiciones iniciales y las leyes de la naturaleza, que rigen en todos los ámbitos de la existencia. No obstante, el budismo valora más el desafío de explicar la emergencia de los seres sensibles de una base esencialmente no sensible.

Esta diferencia de planteamiento sugiere un contraste interesante entre el budismo y la ciencia moderna, contraste que podría tener que ver, al menos en parte, con las complejas diferencias históricas, sociales y culturales que subyacen al desarrollo de estas dos tradiciones de investigación. Para la ciencia moderna, al menos desde un punto de vista filosófico, la distinción crítica se da entre la materia inánime y el origen de los organismos vivos, mientras que para el budismo la distinción crítica se da entre la materia no sensible y la emergencia de los seres sensibles.

Hasta podríamos preguntarnos por qué existe esta diferencia fundamental entre ambas tradiciones. Una de las razones posibles por las que la ciencia moderna percibe esta distinción crítica entre la materia inánime y los organismos vivos, podría estar relacionada con la metodología básica de la ciencia. Con esto me refiero al reduccionismo, no tanto como posición metafísica cuanto aproximación metodológica. La forma básica de que la ciencia aborda el tema es la explicación de los fenómenos en términos de sus elementos constitutivos simples. ¿Cómo puede emerger la vida de la no vida? En una de las conferencias de Mente y Vida que se celebraron en Dharamsala, el biólogo italiano Luigi Luisi, con sede en Zurich, me habló de la investigación que llevaba a cabo su equipo en torno a la posibilidad de crear vida en un laboratorio. Porque, si la teoría científica actual que explica el origen de la vida a partir de la compleja configuración de materia inánime es correcta, nada nos impide crear vida en un laboratorio, si se dan las condiciones necesarias.

El budismo concibe la distinción crítica de otra manera, es decir, como una división entre lo sensible y lo no sensible, porque le interesa esencialmente el alivio del sufrimiento y la búsqueda de la felicidad. Para el budismo, la evolución del cosmos y la emergencia de los seres sensibles que lo habitan —en realidad, todo lo que abarcan las ciencias físicas y de la vida— pertenecen al ámbito de la primera de las Cuatro Verdades Nobles, que el Buda enseñó en su sermón inicial. Las Cuatro Verdades Nobles afirman que dentro del campo de los fenómenos no permanentes existe el sufrimiento, el sufrimiento tiene un origen, la cesación del sufrimiento es posible, y hay un camino que conduce a la cesación del sufrimiento. A mi modo de ver, la ciencia se encuentra en este campo de la primera verdad, ya que examina las bases materiales del sufrimiento y cubre el espectro entero del entorno físico, el «contenedor», y de los seres sensibles, el «contenido». Es en el campo de lo mental —el ámbito de la psicología, la conciencia, las aflicciones y el karma— donde encontramos la segunda verdad, el origen del sufrimiento. La tercera y la cuarta verdad, la cesación y el camino, no entran en el terreno del análisis científico, ya que pertenecen, en esencia, a lo que se podría llamar campo de la filosofía y de la religión.

Esta diferencia fundamental entre el budismo y la ciencia —si trazamos el límite entre lo sensible y lo no sensible o entre los organismos vivos y la materia inánime— tiene ramificaciones significativas, entre ellas, la forma distinta de que ambas tradiciones contemplan la conciencia. Para la biología, la conciencia es un rasgo segundario, puesto que solo caracteriza a un subconjunto de organismos vivos y no a todas las formas de vida. Para el budismo, la definición de «vivo» hace referencia a los seres sensibles, de forma que la conciencia es una de las características primordiales de la «vida».

Una de las suposiciones implícitas que, a veces, he encontrado en el pensamiento occidental es que, en la historia de la evolución, los seres humanos disfrutan de un estatus existencial único. Esta particularidad se suele comprender en términos de un «alma» o «conciencia de sí», que solo los humanos poseen. Mucha gente parece asumir de forma implícita tres estados incrementales en el desarrollo de la vida: la materia inánime, los organismos vivos y los seres humanos. Tras esta concepción puede ocultarse la idea de que los seres humanos pertenecen a una categoría claramente diferente a la de los animales y plantas. Estrictamente hablando, este no es un concepto científico.

En cambio, si estudiamos la historia del pensamiento filosófico budista, vemos que los animales son más próximos al ser humano (ya que ambos son seres sensibles) que a las plantas. Esta idea se basa en la noción de que, en lo que a la sensibilidad se refiere, no hay diferencia entre los humanos y los animales. Nosotros, los humanos, deseamos escapar del sufrimiento y buscar la felicidad. Los animales, también. Asimismo, los humanos tenemos la capacidad de sentir dolor y placer. Los animales, también. En términos filosóficos, desde el punto de vista del budismo, tanto los seres humanos como los animales poseen lo que en tibetano se llama
shepa
, palabra que podemos traducir más o menos como «conciencia», aunque con grados de complejidad diferentes. El budismo no reconoce la presencia de algo parecido al «alma», prerrogativa única de los humanos. Desde la perspectiva de la conciencia, la diferencia entre humanos y animales es una cuestión de grado y no de tipo.

Las primeras escrituras budistas contienen una alusión a la evolución humana que luego recogen muchos de los textos Abhidharma posteriores. La historia es como sigue: El cosmos budista consiste en tres ámbitos de la existencia, el ámbito del deseo, el ámbito de la forma y el ámbito informe, correspondiendo este último a estados de la existencia progresivamente más sutiles. El ámbito del deseo se caracteriza por la experiencia de los deseos sensuales y del dolor; es el ámbito que habitamos los humanos y los animales. En cambio, el ámbito de la forma es exento de cualquier experiencia manifiesta del dolor y está esencialmente impregnado por la experiencia de la dicha. Los seres que habitan este ámbito poseen cuerpos constituidos de luz. Finalmente, el ámbito informe trasciende toda sensación física. En él la existencia está impregnada de un estado perdurable de ecuanimidad perfecta, y los seres que lo habitan están completamente libres de cualquier forma material.

Existen solo en un plano mental inmaterial. Los seres que se encuentran en los estados superiores del ámbito del deseo, y los que habitan los ámbitos de la forma y el informe, son descritos como seres celestiales. Debemos destacar que estos ámbitos también pertenecen al reino de la primera verdad noble. No son estados celestiales permanentes a los que deberíamos aspirar. Conllevan su propio sufrimiento de la no permanencia.

La evolución de la vida humana en la Tierra se entiende en términos de un «descenso» de algunos de estos seres celestiales, que han agotado su karma positivo, que les proporcionaba la causa y las condiciones para su permanencia en los ámbitos superiores. No hubo un pecado original que provocara la caída, se trata, sencillamente, de la naturaleza de la existencia no permanente, de la ley de causas y efectos, que ocasiona el cambio de estados del ser, su «muerte». Cuando estos seres experimentaron su primera «caída» y nacieron en la Tierra, aún poseían vestigios de sus glorias pasadas. Se cree que estos humanos de la primera era tenían cualidades divinas.

Se dice que llegaron a la existencia por «nacimiento espontáneo», que tenían físicos atractivos, que sus cuerpos tenían halos, que poseían determinados poderes sobrenaturales, como la capacidad de volar, y que subsistían con el alimento de la contemplación introspectiva.

También se consideran libres de muchas de las características que sirven de base para la discriminación de la identidad, a saber, el sexo, la raza y la casta.

Con el paso del tiempo, cuenta la historia, los humanos empezaron a perder estas cualidades. Al ingerir alimentos materiales, sus cuerpos asumieron una corporeidad más basta, dando lugar a una gran diversidad de aspectos físicos. Esta diversidad, a su vez, condujo a actitudes de discriminación, especialmente, de enemistad hacia los que aparecían distintos y de amistad hacia los que eran similares, resultando en la emergencia de toda la gama de burdas emociones negativas. Asimismo, la dependencia de los alimentos materiales creó la necesidad de expulsar sus residuos del cuerpo y —no entiendo bien el razonamiento concreto— esta necesidad condujo a la formación de los órganos sexuales masculino y femenino en el cuerpo humano. La historia prosigue con una narración detallada del génesis de todo el espectro de actos humanos negativos, como el asesinato, el robo y las malas conductas sexuales.

En este relato de la evolución humana ocupa un lugar crucial la teoría Abhidharma de los cuatro tipos de nacimiento. Según ella, los seres sensibles pueden llegar a la existencia como 1) nacidos de un vientre, como los humanos;
2)
nacidos de un huevo, como las aves y muchos reptiles;
3)
nacidos del calor y la humedad, como numerosos tipos de insectos; y
4)
nacidos espontáneamente, como los seres celestiales de los ámbitos de la forma y el informe. En cuanto a la cuestión de la diversidad de la vida, Chandrakirti expresó una noción budista común cuando escribió: «El mundo sensible surge de la mente. También surgen de la mente los diversos hábitats de los seres vivos».

En los textos más antiguos atribuidos al Buda encontramos afirmaciones similares de cómo, en última instancia, la mente es la creadora del universo entero. Ha habido escuelas budistas que interpretaron esta afirmación al pie de la letra y adoptaron una forma de idealismo radical, que rechaza la realidad del mundo material externo. Por lo general, sin embargo, la mayoría de los pensadores budistas tienden a interpretar estas afirmaciones como incitación a explicar el origen del mundo, al menos del mundo de las criaturas sensibles, con la actividad del karma.

La teoría del karma tiene una importancia señalada para el pensamiento budista pero es fácil de interpretar mal. La pala- ora Karma significa literalmente «acción» y hace referencia a los actos intencionados de los seres sensibles. Dichos actos pueden ser físicos, verbales o mentales —solo ideas o sentimientos, por ejemplo— y todos tienen su impacto, por insignificante que sea, en la psique del individuo. Las intenciones resultan en actos, que producen efectos, que condicionan la mente hacia determinadas acciones y propensiones, todo lo cual da lugar a nuevas intenciones y acciones.

El proceso entero constituye una dinámica infinita y autorregenerada. La reacción en cadena de causas y efectos interdependientes no solo opera en los individuos sino también en los grupos y en las sociedades, y no solo mientras dura una vida sino a lo largo de muchas.

Al emplear el término
karma
, podemos referirnos a actos específicos e individuales tanto como a la totalidad del principio de su causación. Según el budismo, esta causalidad kármica es un proceso natural básico y no un mecanismo divino ni una puesta en acción de un designio preconcebido. Aparte del karma de los seres sensibles individuales, sea personal o colectivo, es totalmente erróneo pensar en el karma como en una entidad unitaria trascendente, que actúa como el dios de los sistemas teístas o como una ley determinista, que marca el destino de una vida. Desde el punto de vista científico, la teoría del karma puede representar una suposición metafísica, aunque no lo es más que la suposición de que toda la vida es material y surge puramente del azar.

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