El universo en un solo átomo (3 page)

BOOK: El universo en un solo átomo
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Envidiaba la despreocupación con que los niños de mi edad podían correr por las calles, mientras yo tenía que estudiar. Más tarde usé el telescopio para observar el cielo nocturno sobre Pótala que, a la grandísima altitud del Tíbet, ofrece una de las más espectaculares vistas de las estrellas. Preguntaba a mis asistentes los nombres de las estrellas y de las constelaciones.

Sabía para qué servía el reloj de bolsillo pero me intrigaba mucho más su funcionamiento. Me abandoné a la extrañeza por un tiempo, hasta que la curiosidad pudo conmigo y abrí la caja para ver el interior. Pronto acabé desmontando el mecanismo por completo, y el desafío consistía en volver a montarlo de forma que funcionara.

Así empezó lo que habría de ser mi pasatiempo de toda la vida: desmontar y volver a montar objetos mecánicos. Dominé el proceso hasta el punto de coinvertirme en el principal reparador de los relojes de mano y de pared de mucha gente que conocía en Lasa. Más adelante, en la India, no tuve tanta suerte con mi reloj de cuco, que fue atacado por mi gato y nunca se recuperó. Cuando se generalizaron los relojes de pulsera con pilas, mi pasatiempo se tornó mucho menos interesante: si abres uno de esos relojes, apenas encuentras un mecanismo dentro.

Fue mucho más complicado descubrir cómo utilizar los dos proyectores de películas del decimotercer Dalai Lama. Uno de mis asistentes, un monje étnico chino, adivinó cómo hacer funcionar uno de ellos. Le pedí que lo preparara para poder ver las poquísimas películas de las que disponíamos. Más adelante conseguimos un proyector eléctrico de dieciséis milímetros que siempre se averiaba, en parte porque el generador que lo alimentaba era defectuoso. Fue por aquel tiempo, más o menos, supongo que en 1945, cuando llegaron a Lasa Heinrich Harrer y Peter Aufschnaiter, austríacos escapados de un campo de prisioneros británico en el norte de la India que consiguieron cruzar el Himalaya. Harrer y yo nos hicimos amigos y, en ocasiones, recurría a él para que me ayudara a arreglar el proyector. No teníamos acceso a demasiadas películas, aunque de la India nos llegaban muchos noticiarios filmados de los grandes acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial vistos desde la perspectiva de los aliados. También llegaron filmaciones del Día de la Victoria, de la coronación del rey Jorge VI de Gran Bretaña, la película de Laurence Olivier
Enrique V
y algunas de las películas mudas de Charlie Chaplin.

Mi fascinación con la ciencia empezó con la tecnología y, en realidad, no veía la diferencia entre las dos. Cuando conocí a Harrer, que tenía más mano con los objetos mecánicos que cualquiera en Lasa, supuse que sus conocimientos científicos serían tan profundos como su dominio de los pocos objetos mecánicos que teníamos en Pótala. Resulta divertido que, años después, descubriera que no poseía formación científica alguna. En aquella época creía que todos los hombres blancos tenían un profundo conocimiento de la ciencia.

Alentado por mi éxito en desmontar relojes y reparar proyectores, me volví más ambicioso. Mi siguiente proyecto fue comprender la mecánica de los automóviles. El hombre a cargo de conducir y cuidar de los vehículos se llamaba Lhakpa Tsering, un tipo calvo cuyo mal humor era legendario. Si, mientras trabajaba debajo de un coche, se golpeaba accidentalmente la cabeza, se enfadaba tanto que la volvía a golpear a propósito. Me hice amigo de él, para que me permitiera examinar el motor mientras lo reparaba y, con el tiempo, me enseñara a conducir.

Un día saqué furtivamente uno de los Austin para dar un paseo a solas, pero tuve un pequeño accidente y rompí el faro de la izquierda. Me aterrorizaba lo que diría Babu Tashi, otro hombre a cargo de los automóviles. Conseguí encontrar un faro de repuesto pero era de cristal transparente, mientras que el original era glaseado.

Después de reflexionar un poco en el asunto, encontré la solución.

Reproduje el aspecto glaseado del faro cubriéndolo de azúcar deshecho. Nunca he sabido si Babu Tashi se dio cuenta. Si lo hizo, al menos no me castigó.

En un campo crucial de la ciencia moderna Harrer resultó de gran ayuda: en la geografía mundial. Mi biblioteca personal comprendía una colección de volúmenes ingleses sobre la Segunda Guerra Mundial, que ofrecían relatos detallados de la participación en la guerra de muchos países, incluido Japón. Mis aventuras con el proyector de películas, el arreglo de relojes y el intento de conducir me daban cierta idea de lo que podría ser el mundo de la ciencia y la tecnología. En un nivel más serio, después de ser investido con el liderazgo del Tíbet a la edad de dieciséis años, me embarqué en viajes oficiales a China, en 1954, y la India, en 1956, que me dejaron una honda impresión. El ejército chino ya había invadido mi país, y me vi inmerso en una larga y delicada negociación en busca de un acuerdo con el gobierno chino.

Mi primer viaje al extranjero, casi al final de mi adolescencia, me llevó a Pekín, donde conocí al presidente Mao, a Zhou Enlai y a otros líderes del régimen comunista. Aquella visita incluía una serie de excursiones a granjas cooperativas y grandes obras de construcción, como las presas hidroeléctricas. Aquella no fue solo la primera vez en que me hallé en una ciudad moderna, con calles pavimentadas y tráfico rodado, sino también mi primer encuentro con verdaderos científicos.

En 1956 viajé a la India, para participar en los actos del 2.500

aniversario de la muerte de Buda, cuya celebración principal tuvo lugar en Delhi. Más tarde el primer ministro indio, Jawaharlal Nehru, se convirtió en una especie de consejero para mí, así como en mi amigo y anfitrión en el exilio. Nehru tenía una mente científica. Veía el futuro de la India en términos de desarrollo tecnológico e industrial, y tenía una profunda visión del progreso. Después de la celebración formal del tránsito final de Buda, visité muchas partes de la India, no solo los centros de peregrinación, como Bodhgaya, donde el Buda experimentó su pleno despertar, sino también las ciudades más importantes, los complejos industriales y las universidades.

Fue entonces cuando tuve mis primeros encuentros con maestros espirituales que buscaban la integración de la ciencia con la espiritualidad, como los miembros de la Sociedad Teosófica de Madrás. La teosofía constituyó un importante movimiento espiritualista a finales del siglo XIX y comienzos del XX, un movimiento que pretendía formular una síntesis de los conocimientos humanos de Oriente y Occidente, los religiosos y los científicos. Sus fundadores, entre ellos Madame Blavatsky y Annie Besant, eran occidentales que habían pasado mucho tiempo en la India.

Incluso antes de realizar aquellos viajes oficiales, había llegado a la conclusión de que la tecnología es, de hecho, el fruto o la expresión de un modo particular de comprender el mundo. La ciencia es la base de esas expresiones. La ciencia, sin embargo, es la forma concreta de interrogación y el cuerpo de los conocimientos derivados de ella que dan lugar a dicha manera de comprender el mundo. Por eso, aunque mi fascinación inicial tuvo por objeto los artefactos tecnológicos, es esta —la forma de interrogación científica más que cualquier industrial particular o juguete mecánico— la que ha llegado a intrigarme profundamente.

Como resultado de mis conversaciones con la gente —especialmente con los científicos profesionales— en torno al tema de la ciencia, detecté ciertas similitudes entre el espíritu de interrogación de esta y el pensamiento budista, similitudes que todavía encuentro muy llamativas. El método científico, a mi modo de entenderlo, procede a partir de la observación de determinados fenómenos del mundo material, llega a una generalización teórica que predice los acontecimientos y los resultados que han de surgir si se trata a los fenómenos de un modo particular y, a continuación, pone a prueba su predicción con un experimento. Si el experimento se realiza correctamente y es susceptible de ser repetido, el resultado se acepta como parte del cuerpo más amplio del conocimiento científico. Si, por el contrario, el experimento contradice la teoría, será esta la que deberá ser modificada, puesto que la observación empírica de los fenómenos tiene prioridad. En efecto, la ciencia parte de la experiencia empírica y, por medio de un proceso reflexivo conceptual que incluye el empleo de la razón, culmina en una nueva experiencia empírica, destinada a confirmar la teoría formulada por la razón. Hace tiempo que estoy fascinado con los paralelismos entre esta forma de investigación empírica y aquellas que aprendí en mi educación filosófica y en mi práctica contemplativa budistas.

Aunque el budismo ha llegado a desarrollarse como una religión basada en un cuerpo característico de escrituras y rituales, estrictamente hablando, en el budismo la autoridad escritural no puede imponerse al conocimiento basado en la experiencia y la razón. De hecho, en una afirmación famosa, el mismo Buda mina la autoridad escritural de sus propias palabras al exhortar a sus seguidores que no acepten la validez de sus enseñanzas únicamente por reverencia a él. Como el orfebre experto que comprueba la pureza de su oro con un meticuloso proceso de análisis, el Buda advierte que la gente debería poner a prueba la verdad de sus palabras con el examen racional y el experimento personal. Por tanto, cuando se trata de validar la veracidad de cualquier afirmación, el budismo otorga mayor autoridad a la experiencia, seguida por la razón y, en último lugar, la escritura. Los grandes maestros de la escuela Nalanda del budismo indio, del que nació el budismo tibetano, siguieron aplicando el espíritu de este consejo del Buda en su riguroso análisis crítico de las mismísimas enseñanzas del Buda.

En un sentido concreto, los métodos de la ciencia y del budismo son diferentes: la investigación científica procede a través del experimento, utiliza instrumentos que analizan los fenómenos externos, mientras que la investigación contemplativa procede con el desarrollo de una atención afinada que, a continuación, se emplea en el examen introspectivo de la experiencia íntima. Ambas, no obstante, comparten una poderosa base empírica: si la ciencia demuestra que algo no existe, su inexistencia (que es distinta a nuestra incapacidad de encontrarlo), debemos reconocer este hallazgo como un hecho. Si una hipótesis es sometida a prueba y demuestra ser verdad, debemos aceptarla. Así también el budismo debe aceptar los hechos, se trate de hallazgos científicos o de descubrimientos contemplativos. Si, a la hora de investigar algo, encontramos su razón de ser y demostramos su existencia, hemos de reconocerlo como una realidad, aunque entre en contradicción con una explicación escritural literal que ha tenido validez durante siglos o con alguna opinión o visión hondamente arraigadas. De manera que una de las actitudes fundamentales que comparten el budismo y la ciencia es el compromiso de seguir buscando la verdad por medios empíricos y de estar dispuestos a descartar posiciones aceptadas o largamente sostenidas, si nuestra búsqueda demuestra que la realidad es distinta.

A diferencia de la religión, una característica importante de la ciencia es la ausencia de apelación a una autoridad escritural como fuente de validación de las alegaciones de veracidad. En la ciencia, todas las verdades deben ser demostradas, sea con el experimento o con la demostración matemática. La noción de que algo es así sencillamente porque Newton o Einstein dijeron que es así, no es científica. Cualquier investigación, por lo tanto, debe partir de una actitud abierta con respecto a la pregunta que se plantea y a su posible respuesta, una actitud que calificaría de sano escepticismo.

Este tipo de actitud hace que los individuos se muestren receptivos ante los nuevos descubrimientos y conocimientos. Y, si se combina con la natural búsqueda humana de la verdad, dicha actitud puede conducir a una profunda ampliación de nuestros horizontes. Por supuesto, esto no significa que todos los que practican la ciencia estén a la altura de este ideal. Algunos pueden quedarse atrapados en paradigmas caducos.

En lo que se refiere a las tradiciones investigativas del budismo, nosotros, los tibetanos, tenemos una deuda tremenda con la India clásica, lugar de nacimiento del pensamiento filosófico y las enseñanzas espirituales budistas. Los tibetanos siempre se han referido a la India como «Tierra de los Nobles». Es el país que vio nacer al Buda y a una serie de grandes maestros indios, cuyos escritos han contribuido de manera esencial en la formulación del pensamiento filosófico y de la tradición espiritual del pueblo tibetano: el filósofo del siglo II Nagarjuna, los iluminados del siglo IV Asangá y su hermano Vasubandhu, el gran maestro de ética Shantideva y el lógico del siglo VII Dharmakirti.

Desde mi huida del Tíbet en marzo de 1959 un gran número de refugiados tibetanos y yo mismo tuvimos la gran suerte de encontrar un segundo hogar en la India. Durante los primeros años de mi exilio, era presidente de la India el doctor Rajendra Prasad, un hombre profundamente espiritual y un respetado erudito en leyes.

Era vicepresidente —y posteriormente presidente— el doctor Sarvepalli Radhakrishnan, cuyo interés profesional y personal en la filosofía era ampliamente conocido. Recuerdo claramente cierta ocasión cuando, en medio de un debate sobre determinada cuestión filosófica, Radhakrishnan recitó espontáneamente una estancia de la obra clásica de Nagarjuna
Sabiduría fundamental del Camino Medio.
Es un hecho remarcable que, desde su independencia en 1947, la India ha mantenido la noble tradición de investir a pensadores y científicos ilustres con la presidencia del país.

Tras una década de difícil adaptación, en que ayudé al establecimiento de una comunidad de aproximadamente ochenta mil refugiados tibetanos en diferentes partes de la India, a la creación de escuelas para la juventud y a la conservación de las instituciones de una cultura en peligro, inicié mis viajes internacionales hacia el final de los años sesenta. Además de compartir mis ideas sobre la importancia de los valores humanos básicos, de abogar por el entendimiento y la armonía interreligiosos y de promover los derechos y las libertades del pueblo tibetano, aproveché la oportunidad que me ofrecían aquellos viajes para reunirme con científicos eminentes y comentar mis intereses, ampliar mis conocimientos y ahondar más mi comprensión de la ciencia y sus métodos. Ya en la década de los sesenta había comentado aspectos de la interfaz entre la religión y la ciencia con algunos valiosos huéspedes en mi residencia de Dharamsala, en el norte de la India.

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