–Estupendo. ¿Nada más?
–No mucho. Hemos logrado obtener nuevos datos sobre la situación de Beychae. Sigue en la universidad de Jarnsaromol, pero se ha desplazado al anexo número cuatro de la biblioteca. Está considerado como el depósito más seguro de la universidad, y se encuentra a cien metros por debajo de la ciudad. Su nivel de seguridad siempre es muy bueno, y cuentan con guardias propios, aunque no llegan a la categoría de un servicio de vigilancia militar.
–Ya, pero… ¿dónde vive? ¿Dónde duerme?
–En los apartamentos del conservador de las colecciones y fondos universitarios. Están en un edificio contiguo a la biblioteca.
–¿Va a la superficie alguna vez?
–No que sepamos.
Alzó la cabeza hacia la ventana y lanzó un silbido.
–Bueno, eso puede ser un problema y puede no serlo.
–¿Qué tal van las cosas por ahí?
–Estupendamente –murmuró dando un mordisco a un pastelillo–. Estoy esperando a que abran las oficinas. Dejé un mensaje en la centralita de los abogados para que me telefonearan. Cuando lo hayan hecho empezaré a armar jaleo.
–De acuerdo. No creo que tengas problemas. Ya hemos enviado las instrucciones necesarias y deberías conseguir todo lo que te haga falta sin ninguna clase de dificultades. Si tienes algún problema ponte en contacto con nosotros y les enviaremos un cablegrama saturado de indignación.
–Bien… Sma, he estado pensando en eso y… ¿Qué dimensiones exactas tiene ese imperio comercial de la Cultura? Se llama Corporación Vanguardia, ¿no?
–Fundación Vanguardia. Oh, es lo bastante grande.
–Sí, pero… ¿cómo de grande? ¿Hasta dónde puedo llegar?
–Bueno, no compres nada más grande que un país. Oye, Cheradenine, sé todo lo extravagante que creas necesario para armar ese jaleo del que hablabas. Lo único que queremos es que entres en contacto con Beychae y le convenzas…, y deprisa.
–Sí, sí, de acuerdo.
–Vamos a abandonar la órbita, pero nos mantendremos en contacto. Recuerda que si necesitas ayuda estaremos aquí.
–Sí. Adiós.
Dejó el auricular sobre su soporte y volvió a activar el sonido de la pantalla.
«Las cavernas naturales y artificiales están esparcidas por las paredes rocosas del desfiladero en una profusión casi tan abundante como la de los edificios que cubren los distintos niveles de la superficie. Muchas de las primeras fuentes de energía hidroeléctrica de la ciudad se encuentran allí y siguen zumbando en sus cavidades de roca, y aún sobreviven algunos talleres y pequeñas fábricas que se ocultan bajo los riscos y las estribaciones pizarrosas. Las rechonchas chimeneas que asoman en la superficie del desierto son lo único que delata su posición. Este río ascendente de vapores y humos calientes forma una especie de contrapunto a la red de conductos del alcantarillado y tubos usados para el drenaje que también aparece ocasionalmente en la superficie, y que crea un complicado dibujo esparcido por toda la textura de la ciudad…»
El teléfono volvió a zumbar.
Se inclinó sobre los mandos y quitó el sonido de la pantalla.
–¿Diga?
–¿Señor… Staberinde?
–Sí.
–Ah, sí, buenos días. Me llamo Kiaplor, de…
–Ah, los abogados.
–Sí. Gracias por su mensaje. Acabo de recibir un cablegrama que le otorga pleno acceso a los ingresos y recursos de la Fundación Vanguardia.
–Lo sé. ¿Qué opina del contenido del cablegrama, señor Kiaplor? ¿Le parece claro o tiene alguna duda?
–Hmmm… Yo… sí, el cablegrama lo deja todo muy claro…, aunque el grado de discrecionalidad individual que permite no tiene precedentes, sobre todo teniendo en cuenta las sumas de dinero a su disposición, pero… Bueno, el comportamiento de la Fundación Vanguardia nunca ha sido demasiado convencional.
–Bien. Mi primera orden es que transfieran inmediatamente los fondos suficientes para cubrir una estancia de un mes en los dos últimos pisos del Excelsior a la cuenta del hotel. Después querré comprar unas cuantas cosas.
–Ah…, sí. ¿Como cuáles?
Puso cara pensativa y se limpió los labios con una servilleta.
–Bueno… Para empezar, una calle.
–¿Una calle?
–Sí. No quiero una calle muy ostentosa, y no hace falta que sea muy larga, pero quiero una calle entera que se encuentre no muy lejos del centro de la ciudad. ¿Cree que podrá empezar a buscar una que responda a esas especificaciones inmediatamente?
–Ah… Sí, bueno, naturalmente podemos empezar a buscarla, pero…
–Perfecto. Iré a verle a su despacho dentro de dos horas y me gustaría poder tomar una decisión respecto al asunto de la calle en ese momento.
–¿Dos…? Hmmm… Bueno… Ah…
–La celeridad es absolutamente esencial, señor Kiaplor. Ponga a trabajar en ello a sus mejores empleados.
–Sí. Muy bien.
–Sí. De acuerdo. Adiós,
Volvió a activar el sonido de la pantalla.
«Desde hace centenares de años apenas si se han construido edificios nuevos. Solotol es un monumento, una institución, un museo. Las fábricas y la mayor parte de la población la han abandonado. Tres universidades hacen que algunas zonas de la ciudad cobren un poco de vida durante parte del año, pero son muchos quienes opinan que la atmósfera general de Solotol es arcaica e incluso mortecina, aunque también hay quienes disfrutan con la sensación de estar viviendo en lo que realmente es un trozo del pasado. Solotol carece de rascacielos; los trenes siguen desplazándose sobre raíles metálicos y los vehículos de superficie deben permanecer en ella porque está prohibido sobrevolar la ciudad o volar dentro de ella. En muchos aspectos Solotol es una ciudad triste y envejecida, y hay grandes zonas de la ciudad que se hallan deshabitadas o sólo son ocupadas durante una parte del año. La ciudad sigue siendo una capital, pero no representa la cultura a la que pertenece; es una gigantesca exhibición y aunque son muchos los que acuden a visitarla son muy pocos los que deciden quedarse a vivir en ella.»
Meneó la cabeza, volvió a ponerse las gafas oscuras y desactivó la pantalla.
Cuando el viento soplaba en la dirección adecuada, disparaba enormes bolas hechas con billetes mediante un viejo cañón concebido para lanzar cohetes de fuegos artificiales que había descubierto en uno de los jardines del tejado. Los billetes caían tan lentamente como si fueran copos de nieve que se hubiesen adelantado a la llegada del invierno. Hizo adornar la calle con guirnaldas, cintas y globos, y llenó las mesas, las sillas y los bares ordenando que sirvieran bebida gratis. Pasarelas cubiertas aumentaron la longitud de la calle y la música alegró su atmósfera; había toldos de colores chillones que protegían las zonas más importantes –como los bares y los estrados de las bandas que tocaban música–, pero se habría podido prescindir de ellos pues hacía un día muy soleado y bastante más caluroso de lo que era habitual en esa estación. Se asomó a una ventana del último piso de uno de los edificios más altos que había en la calle, contempló al gentío que iba y venía por ella y sonrió.
La vida de la ciudad durante la temporada baja era bastante monótona y aburrida, y el carnaval había atraído una gran atención. Contrató a camareros para que se encargaran de servir las drogas, viandas y bebidas que había ordenado traer; prohibió el tráfico de vehículos, y las caras malhumoradas y las personas que intentaban acceder a la calle sin una sonrisa en los labios eran obligadas a llevar máscaras de payaso hasta que se hubieran animado un poco. Apoyó los codos en el alféizar de la ventana, tragó una honda bocanada de aire y sus pulmones aspiraron la embriagadora fragancia de un bar muy concurrido que se encontraba justo debajo de donde estaba. Los vapores de las drogas lograban llegar hasta la ventana y se inmovilizaban a esa altura formando una nube. Sonrió y pensó que aquel espectáculo era capaz de animar a cualquiera. Todo iba estupendamente.
La gente paseaba por la calle y las parejas o los grupos conversaban intercambiando sus cuencos humeantes entre risas y sonrisas. Escuchaban a las bandas de música y contemplaban a la gente que bailaba o acogían con ruidosos vítores cada disparo del cañón. Muchos de ellos se reían de las hojitas repletas de chistes políticos que se repartían con cada cuenco de drogas o comida y cada máscara o artículo festivo; y también reían de las gigantescas banderolas de colores chillones que ocultaban las fachadas de los viejos edificios y colgaban sobre la calle. Las leyendas de las banderolas también eran absurdas o humorísticas.
«¡PACIFISTAS CONTRA PAREDES!»
y
«¿LOS EXPERTOS? ¿QUÉ SABEN ELLOS?»
, eran dos de los ejemplos más fáciles de traducir.
Había juegos y competiciones de ingenio y fuerza, había flores gratis, sombreros de fiesta y un puesto callejero de Halagos muy concurrido en el que bastaba con entregar unas monedas, un sombrero de papel o lo que fuese para que te dijeran lo encantador, agradable, bueno, modesto, tranquilo, seguro de ti mismo, sincero, respetuoso, guapo, jovial y altruista que eras.
Contempló el abigarrado espectáculo que se extendía por debajo de él. Se había subido las gafas hasta la frente y la montura rozaba el nacimiento de su negra cabellera sujeta con una coleta. Sabía que si se mezclaba con el gentío que había invadido la calle tendría la sensación de estar un poco distanciado de todo lo que ocurría, pero aquel punto de observación le permitía mirar hacia abajo y pensar en la multitud como si fuese una entidad única con muchos rostros distintos. Los visitantes se encontraban lo bastante lejos como para presentar un solo tema, y estaban lo bastante cerca para introducir sus variaciones armoniosas en él. Disfrutaban, reían, eran animados a comportarse de forma ridícula o a tomar drogas, se dejaban cautivar por la música y acababan ligeramente trastornados por aquella atmósfera de bullicio y jovialidad.
Su atención acabó centrándose en dos personas.
Las dos personas eran un hombre y una mujer que caminaban lentamente por la calle contemplando todo lo que les rodeaba. El hombre era alto y tenía los cabellos oscuros. Llevaba el pelo bastante corto, y apenas se fijó en él comprendió que alguien había pasado muchas horas para conseguir aquel desorden aparentemente casual de mechones no muy cuidados. Iba vestido con mucha elegancia y sostenía una boina negra en una mano. Una máscara colgaba de la otra.
La mujer era casi tan alta como él, y un poco más delgada. Su traje entre gris y negro era muy parecido al del hombre, aunque lucía un mándala de pliegues blancos alrededor del cuello. Tenía una lustrosa melena negra que le llegaba hasta los hombros y se movía como si hubiera montones de admiradores observándola.
El hombre y la mujer caminaban el uno al lado del otro sin tocarse e intercambiaban algún que otro comentario limitándose a inclinar la cabeza hacia su acompañante mientras miraban en dirección opuesta, quizá para contemplar aquello de lo que estaban hablando.
Siguió observándoles durante unos segundos hasta quedar convencido de que sus rostros aparecían en la selección de fotos que había inspeccionado cuando se estaba preparando para la misión a bordo del VGS.
Desplazó la cabeza unos centímetros a un lado para asegurarse de que la terminal que parecía un pendiente podía enfocarles desde el mejor ángulo posible y le ordenó que tomara una instantánea de la pareja.
El hombre y la mujer desaparecieron unos segundos después debajo de las pancartas y banderolas colocadas al otro extremo de la calle. Habían atravesado todo el carnaval sin tomar parte en él.
La celebración callejera no daba señales de terminar. Un chaparrón hizo que la multitud buscara refugio bajo los toldos y lonas y en los portales de los edificios de un solo piso que flanqueaban la calle, pero el aguacero duró poco y los visitantes seguían llegando a cada momento. Los niños corrían de un lado a otro agitando cintas de colores que enroscaban alrededor de los postes, las personas, los puestos callejeros y las mesas. Las bombas de humo explotaban creando bolas de incienso y vapores coloreados y los que habían sido atrapados por la detonación se alejaban con paso tambaleante riendo y tosiendo mientras se golpeaban las espaldas los unos a los otros y gritaban joviales reprimendas a los niños risueños que huían corriendo para arrojar más bombas.
El espectáculo estaba dejando de resultarle interesante y no tardó en apartarse de la ventana. Fue hasta una vieja cómoda cubierta de polvo y se sentó encima de ella. Clavó los ojos en el suelo con expresión pensativa y se frotó lentamente el mentón con la mano, alzando la mirada cada vez que un racimo de globos se deslizaba junto a la fachada para acabar perdiéndose en el cielo. Vistos desde dentro de la habitación los globos tenían el mismo aspecto que cuando los observaba desde la ventana.
Se puso en pie, fue hacia la escalera y bajó el angosto tramo de peldaños. Los tacones de sus botas hacían crujir la vieja madera. Llegó al final de la escalera, cogió el impermeable que había dejado encima de la barandilla y salió por la puerta trasera que daba acceso a otra calle.
Se deslizó en el asiento trasero del vehículo que le esperaba. El chófer puso en marcha el motor y empezaron a dejar atrás las hileras de viejos edificios. Llegaron al final de la calle y torcieron por un camino bastante empinado perpendicular a la calle que acababan de abandonar y aquella en que se celebraba el carnaval. Pasaron junto a un vehículo negro. El hombre y la mujer iban dentro de él.
Volvió la cabeza y vio que el vehículo negro se había puesto en marcha y les estaba siguiendo.
Le ordenó al chófer que no hiciera caso del límite de velocidad. El vehículo aceleró, pero sus perseguidores mantuvieron la distancia. Se agarró al asa que había encima de la ventanilla y contempló la ciudad que desfilaba al otro lado del cristal. Estaban atravesando una de las antiguas zonas gubernamentales. Los edificios eran enormes masas de color gris cuyas paredes estaban aparatosamente adornadas con fuentes y canalillos. Los chorros y cortinas de agua resbalaban sobre sus fachadas creando un tapiz de olas verticales que caían al suelo imitando el deslizarse del telón de un teatro. Había un poco de maleza, pero no tanta como esperaba. No podía recordar si habían dejado que el agua de las paredes se helara, si habían cerrado las válvulas o si habían utilizado algún fluido anticongelante. La mayoría de los edificios que dejaban atrás estaban rodeados de andamios. Los obreros que rascaban y limpiaban las piedras desgastadas por el tiempo volvieron la cabeza para observar a los dos vehículos que atravesaban velozmente las plazas y las avenidas.