El uso de las armas (6 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El uso de las armas
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–¿Qué…? –El Etnarca Kerian tragó saliva y sus piernas se movieron debajo de las sábanas–. ¿Qué has venido a hacer aquí?

El intruso pareció levemente sorprendido.

–Oh… He venido a borrarte del mapa, Etnarca. Vas a ser eliminado. Y ahora…

Dejó el arma sobre el reborde del pie de la cama. El Etnarca clavó los ojos en ella. Estaba demasiado lejos para que pudiera cogerla, pero…

–La historia… –dijo el intruso, y se reclinó en su asiento–. Érase una vez, fuera del pozo de gravedad y muy muy lejos de él, había un país encantado que no conocía los reyes, el dinero, la propiedad o las leyes, pero donde todo el mundo vivía como un príncipe, era muy bien educado y no carecía de nada. Y esas personas vivían en paz, pero se aburrían, porque cuando se lleva mucho tiempo viviendo en él hasta el paraíso puede acabar resultando aburrido, y pensaron que hacer buenas obras sería una forma excelente de entretenerse. Decidieron hacer… Bueno, podría decirse que decidieron hacer visitas de caridad a quienes no eran tan afortunados como ellos, y siempre intentaban llevar consigo lo que consideraban el don más preciado de todos, el conocimiento y la información, y decidieron difundir ese don de la forma más amplia posible porque esas personas eran muy extrañas, ¿sabes? Eran tan extrañas que no podían soportar las jerarquías, y odiaban a los reyes y a todas las cosas que pueden oler a jerarquía…, incluso a los Etnarcas.

Los labios del joven se curvaron en una sonrisa casi imperceptible. El Etnarca le imitó. Se pasó la mano por la frente y cambió de posición en la cama como si intentara ponerse un poco más cómodo. Su corazón seguía latiendo a toda velocidad.

–Bien, el caso es que durante un tiempo una fuerza terrible amenazó con echar por tierra todo su programa de buenas obras, pero las personas de las que estoy hablando plantaron cara a esa fuerza y acabaron derrotándola, y salieron del conflicto siendo mucho más fuertes que antes y si no les hubiera importado tan poco el poder supongo que todos les habrían tenido un miedo terrible, pero eran tan raros que sólo se les tenía un poquito de miedo. Dada la inmensa escala en que se medía su poder eso era algo lógico e inevitable, ¿no te parece? Y una de las formas de utilizar ese poder que más les divertía era el interferir en sociedades que creían podían salir beneficiadas de la experiencia, y una de las formas más eficientes de llevar a cabo esa interferencia en la mayoría de sociedades es manipular a las personas que ocupan los puestos de mando.

»Muchos de ellos se convirtieron en médicos de los grandes líderes, y utilizaron las medicinas y los tratamientos que podían parecer cosa de magia a las civilizaciones comparativamente primitivas con las que estaban tratando, para asegurarse de que un líder beneficioso para su sociedad tuviera más posibilidades de sobrevivir. Es su sistema de interferencia preferido, ¿comprendes? Prefieren ofrecer vida a repartir muerte. Supongo que se les podría considerar blandos porque no les gusta nada matar, y puede que hasta ellos mismos estuvieran de acuerdo con esa descripción, pero su blandura es la misma que la del océano y… Bueno, pregúntale a cualquier capitán de barco lo inofensivo que puede llegar a ser el océano.

–Sí, comprendo –dijo el Etnarca.

Retrocedió unos centímetros y colocó una almohada detrás de su espalda mientras comprobaba disimuladamente cuál era su posición actual en relación al trozo de cabecera en el que estaba disimulado el panel que ocultaba el arma. El corazón le palpitaba enloquecidamente dentro del pecho.

–Y hacen muchas cosas más aparte de eso. Otro de los sistemas que utilizan para regalar vida en vez de repartir muerte es muy sutil. Se ponen en contacto con los líderes de ciertas sociedades que se encuentran por debajo de cierto nivel tecnológico, y les ofrecen lo único que esos líderes no pueden conseguir pese a toda la riqueza y el poder que han ido acumulando en sus manos… ¿Qué les ofrecen, me preguntarás? Pues les ofrecen una cura para la muerte y la recuperación de la juventud que han perdido.

El Etnarca clavó los ojos en el joven. Estaba empezando a sentirse más intrigado que aterrorizado, y se preguntó si se referiría al tratamiento antivejez.

–Ah… Veo que las piezas del rompecabezas van encajando en su sitio, ¿verdad? –El joven sonrió–. Bien… Has acertado, Etnarca Kerian. Esa cura de la que te acabo de hablar no es otra que el tratamiento al que te has estado sometiendo y que has estado pagando el año pasado y lo que llevamos de éste. Quizá recuerdes que prometiste pagar con algo más que platino… Supongo que recuerdas tu promesa, ¿no?

–Yo… No e-estoy se-seguro –tartamudeó el Etnarca Kerian intentando ganar algo de tiempo.

Si miraba por el rabillo del ojo podía ver el panel detrás del que estaba oculta el arma.

–¿Acaso no recuerdas que prometiste poner fin a las matanzas del Youricam?

–Quizá dije que revisaría nuestra política de segregación y traslados en…

–No –le interrumpió el joven agitando una mano–. Estoy hablando de las matanzas, Etnarca. Los trenes de la muerte, ¿recuerdas? Esos trenes donde los gases y humos de los motores acaban saliendo del último vagón… –Los labios del joven se fruncieron en una mueca sardónica y meneó la cabeza–. ¿No he conseguido refrescarte la memoria? ¿Estás seguro?

–No tengo ni la más mínima idea de qué estás hablando –dijo el Etnarca.

Las palmas de sus manos habían quedado cubiertas por una capa de sudor frío y viscoso. El Etnarca las pasó sobre la colcha para limpiárselas. Si conseguía llegar hasta el arma y cogerla quería estar seguro de que el sudor no haría que la culata se le escurriera de entre los dedos. El arma del intruso seguía allí donde la había dejado.

–Oh, pues yo creo que sí la tienes… De hecho, estoy seguro de ello.

–Si algún miembro de las fuerzas de seguridad ha cometido excesos se llevará a cabo una investigación lo más concienzuda posible que…

–Vamos, Etnarca… Recuerda que esto no es una conferencia de prensa.

El joven volvió a reclinarse en el asiento y sus manos se alejaron unos cuantos centímetros más del arma. El Etnarca tensó los músculos y sintió los temblores que recorrieron su cuerpo.

–Hiciste un trato y no lo has cumplido, y he venido a poner en vigor la cláusula de penalización. Fuiste advertido, Etnarca. Lo que se da también puede ser arrebatado. –El intruso se reclinó un poquito más en el sillón, recorrió el dormitorio sumido en la penumbra con los ojos y acabó clavando la mirada en el Etnarca. Cruzó las manos detrás de la cabeza y asintió lentamente–. Despídete de todo esto, Etnarca Kerian. Vas a…

El Etnarca giró rápidamente sobre sí mismo, golpeó el panel con un codo y toda una parte de la cabecera se alzó revelando un hueco. Arrancó el arma de sus soportes, volvió a girar y apuntó al intruso con ella. Su dedo encontró el gatillo y tiró de él.

No ocurrió nada. El joven siguió observándole con las manos detrás de la cabeza, meciéndose lentamente hacia adelante y hacia atrás en el asiento.

El dedo del Etnarca tiró del gatillo unas cuantas veces más.

–Funciona mucho mejor cuando está cargada –dijo el joven.

Metió la mano en uno de los bolsillos de su camisa y arrojó una docena de balas sobre la cama junto a los pies del Etnarca.

Las balas rodaron sobre sí mismas con un tintineo metálico y acabaron quedando inmóviles en un pliegue de la colcha reflejando la débil luz de la lamparilla. El Etnarca Kerian las observó en silencio.

–Te daré lo que quieras –dijo con voz pastosa. Notó que sus esfínteres empezaban a relajarse y tensó desesperadamente los músculos que los controlaban. Era como si hubiera vuelto a la infancia, como si el tratamiento antivejez le hubiera hecho retroceder en el tiempo mucho más de lo previsto–. Cualquier cosa, lo que tú quieras. Puedo darte más de lo que nunca hayas soñado. Puedo…

–No me interesa –dijo el joven meneando la cabeza–. La historia aún no ha terminado. Verás, esas personas tan bondadosas y educadas de las que te he estado hablando, esas personas tan blandas que prefieren regalar vida a repartir muerte… Cuando alguien no cumple su parte del trato que ha hecho con ellas, cuando hace algo tan feo como seguir matando pese a haber prometido que dejaría de hacerlo, ellas… Bueno, la idea de pagar con la misma moneda sigue sin gustarles. Prefieren usar su magia y su preciosa compasión, y aplican el mejor remedio existente después de la muerte. Y la gente que no ha cumplido sus promesas desaparece.

El intruso volvió a inclinarse hacia adelante y apoyó las manos en la cama. El Etnarca le contempló sin decir nada. Todo su cuerpo temblaba.

–Esas personas tan maravillosas hacen desaparecer a la gente mala –dijo el joven–. Y utilizan a personas como yo para que se encarguen de llevarse a esa gente mala. Y esas personas que se encargan de llevarse a la gente mala…, bueno, les gusta asustar a quienes no han cumplido su palabra, y tienden a vestir… –movió la mano señalando su abigarrado atuendo– ropas bastante informales; y, naturalmente, jamás tienen el más mínimo problema para entrar en un palacio por muy bien guardado que esté. La magia les permite entrar donde les dé la gana, ¿comprendes?

El Etnarca tragó saliva y logró controlar los temblores de su mano lo suficiente para que dejara caer el arma inútil que seguía sosteniendo entre los dedos.

–Espera –dijo intentando que no se le quebrara la voz. El sudor que brotaba de su cuerpo estaba empezando a empapar las sábanas–. ¿Me estás diciendo que…?

–Ya casi hemos llegado al final de la historia –le interrumpió el joven–. Esas personas tan agradables a las que tú calificarías de blandas borran del mapa a la gente mala, ¿comprendes? Se la llevan muy lejos, a un sitio en el que ya no pueden hacer ningún daño. No es un paraíso, pero tampoco es una prisión. Y puede que esa gente mala tenga que escuchar de vez en cuando como las personas tan agradables de las que te estoy hablando les explican con todo detalle lo mal que se han portado y ya nunca vuelven a tener la posibilidad de alterar el curso de la historia, pero llevan una existencia sana y provista de todas las comodidades y mueren pacíficamente en su cama…, todo gracias a las personas bondadosas y agradables.

»Y aunque algunos quizá puedan opinar que esas personas bondadosas y agradables son demasiado blandas, ellas están convencidas de que los crímenes cometidos por la gente mala son tan horribles que no se conoce ninguna forma de hacer que la gente mala sufra ni tan siquiera una millonésima parte de la agonía y la desesperación que han infligido a otros, así que castigarla no serviría de nada. El castigo sólo sería otra obscenidad que coronaría la vida del tirano con su muerte. –El joven puso cara de preocupación y acabó encogiéndose de hombros–. En fin… Ya te he dicho que algunas personas considerarían que son demasiado blandas.

Cogió la pistolita negra y se la guardó en un bolsillo de los pantalones.

Después se puso en pie muy despacio. El corazón del Etnarca seguía latiendo muy deprisa, y se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.

El joven se inclinó junto a la cama, cogió la ropa que había en el suelo y se la arrojó. El Etnarca la pilló al vuelo y la sostuvo delante de su pecho.

–La oferta que te hice antes sigue en pie –dijo el Etnarca Kerian–. Puedo darte…

–La satisfacción de un trabajo bien hecho. –El joven suspiró mientras se contemplaba atentamente las uñas de una mano–. Eso es lo único que puedes darme, Etnarca. No hay ninguna otra cosa que me interese. Vístete. Vas a hacer un viaje.

El Etnarca empezó a ponerse la camisa.

–¿Estás seguro? Creo que he inventado unos cuantos vicios nuevos que no eran conocidos ni tan siquiera en el viejo Imperio. Estaría dispuesto a compartirlos contigo si…

–No, gracias.

–¿Quiénes son esas personas de las que me has hablado? –El Etnarca se .abrochó los botones de la camisa–. Y… ¿Puedo saber sus nombres?

–Limítate a vestirte.

–Bueno, sigo pensando que podríamos llegar a alguna clase de acuerdo. –El Etnarca se abrochó el cuello de la camisa–. Y la verdad es que todo esto resulta francamente ridículo, pero supongo que debería agradecerles el que no seas un asesino, ¿eh?

El joven sonrió, pareció quitarse algo de debajo de una uña y se metió las manos en los bolsillos del pantalón. El Etnarca apartó las sábanas de una patada y cogió sus pantalones.

–Sí –dijo el joven–. Pensar que vas a morir dentro de unos segundos debe de ser una experiencia bastante horrible.

–Las hay mucho más agradables –dijo el Etnarca mientras empezaba a ponerse los pantalones.

–Pero supongo que cuando descubres que no vas a morir debes sentir un alivio inmenso, ¿no?

–Hmmm.

El Etnarca dejó escapar una risita ahogada.

–Debe de ser algo parecido a lo que se siente cuando te sacan de tu aldea y estás convencido de que te van a fusilar… –dijo el joven con voz pensativa mientras observaba al Etnarca desde los pies de la cama–, y luego te dicen que no te ocurrirá nada peor que el ser llevado a otro sitio.

Sonrió. El Etnarca se quedó inmóvil.

–Te explican que el desplazamiento se hará por tren –dijo el joven, y sacó la pistolita negra del bolsillo de sus pantalones–. Te cuentan que viajarás en un tren que contiene a toda tu familia; tu calle; tu aldea entera…

El joven hizo girar un dial casi invisible incrustado en la culata de la pistolita negra.

–Y al final del trayecto resulta que el tren sólo contiene los gases del motor y montones de cadáveres. –Volvió a sonreír–. ¿Qué opinas, Etnarca Kerian? ¿Es algo parecido a lo que se debe de sentir en ese caso?

El Etnarca seguía sin mover un músculo y sus ojos no se apartaban del arma.

–Esas personas tan agradables viven en una sociedad a la que llaman la Cultura –le explicó el joven–. Y, personalmente, siempre me ha parecído que eran demasiado blandas… –Extendió el brazo que sostenía el arma–. Ya hace algún tiempo que dejé de trabajar para ellas. Ahora trabajo por mi cuenta.

El Etnarca contempló el par de ojos oscuros y carentes de edad que le observaban sin parpadear unos centímetros por encima del cañón de la pistolita negra. Movió los labios, pero se había quedado sin voz.

–Yo me llamo Cheradenine Zakalwe –siguió diciendo el joven. Alzó el arma hasta que el cañón quedó a la altura de la nariz del Etnarca–. Y tú…, tú ya no necesitas ningún nombre.

Disparó.

El Etnarca había echado la cabeza hacia atrás y se disponía a gritar. El proyectil le atravesó el paladar y acabó explotando dentro de su cráneo.

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