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Authors: Laura Gallego García

El Valle de los lobos (25 page)

BOOK: El Valle de los lobos
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Kai miró a Aonia, y luego a Dana, profundamente abatido. Pero entonces tomó una decisión y se acercó a su amiga. Le puso las manos sobre los hombros y la miró a los ojos.

—Kai...

Él la contempló en silencio, perdiéndose en su mirada.

—Debo marcharme —fue lo único que dijo, pero fue bastante; para Dana fue como si hubiese firmado su sentencia de muerte.

—No te vayas —pidió, aunque sabía que era inútil—. No me dejes.

—No voy a dejarte. Eres una
Kin—shannay,
y sabes de la vida y de la muerte más que cualquier mortal. Sabes que en el fondo nada muere, y que yo te estaré esperando.

Una chispa se encendió en los ojos azules de Dana.

—Mientras tanto —prosiguió él, adivinando lo que pensaba—, quiero que me prometas una cosa, y que me jures por lo más sagrado que lo cumplirás.

—Lo juro.

Los ojos verdes de Kai parecieron sonreír.

—Vive —le pidió—. No trates de acortar tu existencia para reencontrarte conmigo antes de tiempo. Vive muchos años, vive intensamente, vívelo todo. Vive por mí la vida que no pude vivir yo.

Ella le miró desconcertada.

—Pero...

—Me lo has prometido —le recordó él—. Y ahora, hasta siempre, querida amiga. Gracias por estos años a tu lado. Gracias de todo corazón.

Kai se separó de ella y se alejó un poco. Dana corrió tras él.

—¿No puedo ir contigo?

—No. Tu lugar está aquí. Has de volver al templo y recibir el poder que el unicornio va a darte.

—Pero yo quiero...

—Lo sé. Ten paciencia y aprovecha la vida, porque es algo único. No hagas lo que hice yo.

Dana lo miró intensamente.

—¿Te has arrepentido?

—Todos los días de mi vida al otro lado —le aseguró él—. Aunque a veces me pregunto si habría llegado a conocerte de no haberme enfrentado a ese dragón. Nunca lo sabré, supongo —suspiró—, ni tampoco llegaré a saber si realmente lo maté o no. ¿Tú qué piensas?

Dana no sabía si lo preguntaba en serio o si era sólo una broma para aliviar la tensión.

—Yo podría averiguarlo —dijo por fin.

Kai sonrió otra vez y le acarició la mejilla con los dedos.

—Vive —le recordó.

Y entonces dio media vuelta y se alejó hacia donde lo esperaba Aonia. Dana le dirigió una última mirada suplicante a la hechicera, pero ella sonrió y, cuando Kai llegó a su lado, le dijo a la chica:

—Aprovecha todo lo que has aprendido. Con el poder que tienes y el que te entregará el unicornio puedes hacer muchas cosas buenas,
Kin—shannay.
Por ejemplo, puedes ayudar a ese pobre elfo que sufre tanto las noches de luna llena.

—¿Realmente puedo? —dijo Dana, sorprendida.

—La magia está en ti, y el autocontrol está en él. Es un Señor de los Lobos; con el tiempo sabrá dominar su herencia en su propio beneficio, y aprenderá a no ser esclavo de ella. Pero debes enseñarle.

Dana meditó sus palabras y miró a Fenris. El elfo, sentado en el suelo junto a Maritta, la veía conversar con espíritus que él no podía ver ni oír, y trataba de enterarse de lo que estaba pasando a partir de las palabras de su amiga.

Dana se dijo que sería buena cosa intentar hacer algo por él. La perspectiva de aquel nuevo reto hizo que se sintiera un poco mejor.

—Adiós —dijo entonces Aonia—. Llévanos de vuelta a nuestra propia dimensión.

Dana respiró hondo y se centró en la frontera entre ambos mundos. Sintió que algo dentro de ella le advertía de que los espíritus podían marcharse, y miró a Kai esperando que él cambiase de opinión, aunque sabía que era algo que no estaba en su mano hacer. El chico le dirigió una última mirada llena de ternura y su imagen se difuminó y se hizo más borrosa y translúcida, hasta desaparecer por completo.

Dana se sintió vacía, muy triste y muy sola. Era la primera vez en diez años que Kai no estaba a su lado, y lo peor era que no volvería. Pero entonces notó el brazo del elfo alrededor de sus hombros.

—¿Se ha ido? —preguntó él suavemente.

Dana asintió, con los ojos llenos de lágrimas. Fenris sacudió la cabeza y la guió hasta la ventana.

—Mira.

Dana miró. El paisaje, cubierto de nieve, estaba magnífico bajo la luz matinal. Aquella mañana era como tantas otras y, sin embargo, estaba cargada de alegría y esperanza.

Era el amanecer de una nueva etapa en el Valle de los Lobos.

EPÍLOGO

Los dos hombres avanzaban con dificultad por el camino del valle. El más joven, un pelirrojo de ojos risueños, arrastraba una terca mula que consideraba que iba demasiado cargada para aquella caminata, y se paraba en cuanto notaba que su guía dejaba de tirar del ronzal, aunque fuera por un breve instante.

El viejo se detuvo y se secó el sudor de la frente.

—¿Falta mucho? —quiso saber.

El otro respondió:

—No. Es atravesar un trecho de bosque y ya está.

El mayor se estremeció.

—Ni hablar. No pensarás llevarme hasta la mismísima Torre, ¿eh?

El joven silbó e hizo girar su gorra entre los dedos.

—¿Cuántos años hacía que no venías por el valle, amigo? La Señora de la Torre protege a todos sus habitantes. Todos somos bienvenidos en su hogar.

—Sí, sí —rezongó el otro—. Todo lo que quieras, pero ese lugar sigue estando maldito. ¿Quién puede fiarse de los magos hoy en día? No hay más que ver el encarguito que traemos...

Enmudeció cuando dos figuras aparecieron en lo alto de una loma. Ambas montaban a caballo y llevaban sendas capas que aleteaban tras ellos al son del viento.

—¡Maldita sea! —murmuró el hombre, pero el pelirrojo apretó los dientes, tiró del ronzal de la mula y caminó con decisión hasta plantarse frente a ellos, si bien a una prudencial distancia.

El jinete más avanzado se apartó la capucha de la cara. Los últimos rayos del sol poniente iluminaron los rasgos de una mujer joven y hermosa, de melena negra como el ala de un cuervo y ojos azules, profundos y serenos como el mar en calma.

El joven se inclinó ante ella.

—Buenas tardes, Señora de la Torre —la saludó, tartamudeando un poco ante la expresión intensa de aquellos ojos que parecían saberlo todo—. Os traemos...

No pudo seguir. La dama sonrió.

—Gracias, Nicolás —dijo.

Se volvió un momento hacia la figura encapuchada que permanecía en segundo plano montada sobre un caballo alazán, y después miró a los hombres.

—¿Puedo verlo?

—¡Claro! —Nicolás se llevó los dedos a la gorra y después se volvió hacia su compañero. Tuvo que darle un empellón, porque no acertaba a moverse.

Entre los dos descargaron la mula y presentaron un enorme fardo ante la Señora de la Torre. El viejo recobró el habla:

—Ha sido necesaria una larga búsqueda para encontrarlo.

—Lo sé —asintió ella—. Serás recompensado.

El sol había acabado de hundirse tras las montañas cuando el contenido del bulto apareció ante los ojos de la hechicera.

Eran huesos de dragón. El esqueleto no estaba completo, pero aun así se podía apreciar que el animal había sido de tamaño mediano.

—Un azul —explicó el hombre, señalando el cráneo—. ¿Veis? Sólo los dragones azules tienen este tipo de cuernos. Y en cuanto a las costillas...

—¿Traes lo otro? —interrumpió inesperadamente una voz armoniosa que salía de las profundidades de la capucha del segundo jinete—. La dama no tiene todo el día.

La Señora de la Torre lo tranquilizó con un gesto, pero el hombre ya temblaba otra vez.

—S... sí, señores —tartamudeó, y extrajo de su saquillo un objeto que tendió a la mujer con una reverencia.

Ella lo desenvolvió con sumo cuidado y lo observó ansiosamente bajo la luz de las estrellas.

Era un puñal antiquísimo; no había gemas en la empuñadura, ni tenía la hoja grabada con filigranas de plata. Más bien se trataba de un cuchillo de cocina normal y corriente, oxidado y sin valor.

Sin embargo, la hechicera cerró los ojos y besó la empuñadura de aquella daga con infinita ternura. Después la envolvió de nuevo con mucho cuidado y la guardó en una bolsa que pendía de su cinto.

—¿Dónde lo encontraste? —preguntó.

—Bien incrustado entre las costillas del dragón, mi señora —respondió el hombre.

—¿Crees que eso pudo matarlo?

—No lo sé, pero es lo que parece. La bestia se desplomó desde el cielo sin motivo aparente y se estrelló de cabeza contra las montañas. ¿Veis? Tiene la mandíbula destrozada.

La Señora de la Torre observó la cabeza del dragón con interés.

—De todas formas, eso sucedió hace mucho tiempo —añadió el hombre, encogiéndose de hombros—. Siglos probablemente. No puede saberse.

—Yo lo sé —se limitó a decir ella con suavidad.

—¡Ah, bueno! Si vos lo decís... será cierto.

La mujer asintió.

—Has cumplido lo pactado —dijo—. Ahora yo cumpliré mi parte del trato.

El hombre avanzó un paso. De pronto se vio con una bolsa repleta que había aparecido en sus manos como por arte de magia; dio un respingo y la observó con desconfianza.

—No va a desaparecer —le aseguró la dama, y su compañero coreó sus palabras con una alegre carcajada.

—¿Necesitáis que os ayudemos a transportarlo hasta la Torre? —intervino Nicolás, señalando el esqueleto del dragón.

—No, gracias, Nicolás. Podéis marcharos.

El joven saludó de nuevo y dio media vuelta arrastrando a la mula, considerablemente más aliviada ahora. Su compañero lo siguió, tras lanzar una última mirada desconfiada a los magos, pero apretando la bolsa del dinero contra su pecho.

La dama y su acompañante se quedaron allí un rato mientras un manto de estrellas cubría el valle. Entonces ella alzó la cabeza para mirar a la luna. Estaba en cuarto creciente, como una raja de melón o una enorme sonrisa, y entre sus dos picos brillaba una estrella excepcionalmente hermosa.

Los hombres y la mula estaban ya muy lejos. El segundo jinete se quitó la capucha y dejó que la luna iluminara sus suaves rasgos de elfo. Entonces echó la cabeza atrás y aulló.

Fue un aullido largo y prolongado, que pronto recibió contestación desde las montañas: sus hermanos lobos coreaban su saludo.

La Señora de la Torre miró al elfo y le sonrió; y él le sonrió también.

Lentamente, ambos emprendieron el regreso hacia la Torre bajo el cielo estrellado, dejando atrás los pálidos huesos del dragón azul bañados por la luna creciente.

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