Pero Kubilai no envió ninguna expedición más contra ellos, ni conquistó nunca aquellas islas, y yo no las visité, ni me adentré más hacia oriente. Navegué varias veces por el mar de Kitai, pero nunca perdí de vista durante mucho tiempo la tierra firme. O
sea que ignoro si la lejana Fusang era, como sospecho, la ribera occidental de nuestra conocida Europa, o si era otra tierra nueva todavía por descubrir. Lamento no haber podido satisfacer en este caso mi curiosidad. Me hubiese gustado mucho llegar hasta allí
y visitar aquel lugar, pero no lo hice nunca.
Huisheng, yo, el magistrado Feng y nuestros sirvientes bajamos los peldaños del muelle del palacio, subimos a un sampán de madera de teca intrincadamente labrada, y nos sentamos bajo un dosel de seda tensada tan adornado y con bordes tan curvos como los de cualquier tejado han. Una docena de remeros, desnudos de cintura para arriba y con sus cuerpos tan aceitados que brillaban bajo la luz de la luna, nos llevaron por un canal serpenteante hasta nuestra nueva residencia, y por el camino Feng señaló varias cosas dignas de verse. Dijo:
—Esta calle corta que veis saliendo por vuestra izquierda es la de las Brisas Suaves y de los Aires Acariciantes. En otras palabras, es la calle de los fabricantes de abanicos. Los
abanicos de Hangzhou son famosos en todo el país, pues fue aquí donde se inventó el abanico plegable, y algunos tienen hasta cincuenta varillas, y todos están pintados con pinturas exquisitas, a menudo descaradas. Casi un centenar de familias de la ciudad trabajan desde hace generaciones en la fabricación de abanicos, de padre a hijo y de hijo a nieto.
Y también dijo:
—Este edificio a nuestra derecha es el mayor de la ciudad. Sólo tiene ocho pisos de altura, o sea que no es el más alto de todos, pero se extiende de una calle a la siguiente en una dirección, y de un canal al siguiente en la otra. Es el mercado cubierto permanente de Hangzhou, y creo que es el único existente en Manzi. En sus salas, más de cien, se exponen para su venta mercancías preciosas o frágiles que no podrían permanecer al aire libre en los mercados abiertos, como muebles, obras de arte, bienes perecederos, niños esclavos y cosas parecidas.
Y dijo además:
—Aquí, donde el canal se ensancha tanto, está el llamado Lago del Oeste, Xi Hu. ¿Veis aquella isla en el centro, tan iluminada? Incluso a estas horas hay barcazas y sampanes atracados alrededor suyo. Algunos visitantes quizá estén en los templos de la isla, pero la mayoría se están divirtiendo. ¿No oís la música? Las posadas permanecen abiertas toda la noche, distribuyendo comida, bebida y alegría. Algunas posadas están abiertas a todos, otras las alquilan familias ricas para sus fiestas privadas, sus bodas y sus banquetes.
Y agregó luego:
—Fijaos que esta calle que sale a nuestra derecha tiene faroles de seda roja colgando de las puertas, señalando así que es la calle de los burdeles. Hangzhou regula a sus prostitutas de modo muy estricto: las clasifica en gremios separados, desde las grandes cortesanas hasta las mujeres más arrastradas que trabajan en los botes de río, y las examina periódicamente para comprobar su buena salud y su limpieza. Hasta aquel momento me había limitado a emitir murmullos de afirmación y apreciación ante las observaciones de Feng, pero cuando tocó el tema de la prostitución, dije:
—Vi al llegar que había bastantes prostitutas paseándose incluso por las calles a la luz del día, algo que no había observado en ninguna otra ciudad. Parece que Hangzhou las trata con mucha tolerancia.
—Ahem. Las que visteis a la luz del día eran sin duda prostitutas de sexo masculino. Es un gremio separado, pero que también está controlado por un estatuto. Si alguna vez os aborda una puta, y os apetece hacer uso de ella, examinad primero sus brazaletes. Si uno de ellos es de cobre, no es una hembra, por femenino que pueda ser su atuendo. La ciudad obliga a llevar este brazalete de cobre, para impedir que los hombres putas, pobres, pretendan ser lo que no son.
Entonces recordé sin mucho placer que yo era el sobrino de uno de aquellos desgraciados y dije quizá algo maliciosamente:
—Parece que Hangzhou es muy tolerante en muchos temas, y que vos también lo sois. Él se limitó a responder afablemente:
—Yo soy del Tao. Cada uno de nosotros sigue su propio camino. Un amante masculino de su propio sexo sólo es por elección propia lo que un eunuco es involuntariamente. Ambos constituyen un reproche vivo a sus antepasados, porque no continúan su linaje, por lo tanto no es preciso que yo los critique más. Allí, a vuestra derecha, aquella alta torre del tambor señala el centro de la ciudad, y es nuestro edificio más alto. De día y noche hay allí un cuerpo de vigilancia que toca el tambor para dar la alarma cuando estalla algún incendio. Y Hangzhou no se fía de los paseantes y de los voluntarios para
apagar los incendios. Hay un millar de hombres empleados y pagados exclusivamente para llevar a cabo este cometido.
La falúa nos depositó eventualmente en el muelle de nuestra casa, como si hubiésemos estado en Venecia, y la casa era realmente un palazzo. Había un centinela de guardia a cada lado del portal principal, cada hombre estaba firme con una lanza terminada en una hoja de hacha además de una punta, y los dos guardias eran los han más altos que hubiese visto nunca.
—Sí, son ejemplares buenos y robustos —dijo Feng, cuando los admiré —. Yo diría que cada uno de ellos mide fácilmente dieciséis manos de altura.
—Creo que estáis equivocado. Yo tengo una talla de diecisiete manos, y ellos son media cabeza más altos que yo. —Y agregué bromeando —. Si sois tan inepto para contar, me extraña que podáis ser la persona más indicada para llevar a cabo el trabajo aritmético de la recaudación de impuestos.
—Oh, estoy eminentemente indicado para este trabajo —dijo con tono igualmente jocoso
—porque conozco los métodos han de contar. La altura de una persona se calcula normalmente hasta la coronilla, pero la de un soldado se mide solamente hasta los hombros.
—Cazza beta! ¿Por qué?
—Para poderlos asignar por parejas al transporte con palos. Son soldados de a pie, no de caballería, y por lo tanto transportan su propio equipo. Pero además se da por sentado que un soldado bueno y obediente no necesita una mente ni una cabeza que la contenga. Moví mi propia cabeza con asombro y admiración, y pedí excusas al magistrado por haber dudado, incluso levemente, de sus conocimientos. Luego, cuando hubimos cambiado de nuevo nuestros zapatos por zapatillas, nos acompañó, a mí y a Huisheng, a inspeccionar la casa. Los criados en cada habitación caían postrados para hacer koutou en honor nuestro, y él nos iba señalando las varias instalaciones dispuestas para nuestra comodidad y placer. La casa incluso disponía de jardín propio, con un estanque de lotos en el centro y un árbol en flor sobre él. La grava de los caminos que serpenteaban por el jardín no sólo estaba rastrillada cuidadosamente sino que formaba dibujos graciosos. En especial me gustó uno de los adornos: una escultura de un gran león sentado que guar-daba la puerta entre la casa y el jardín. Estaba esculpido en un único e inmenso bloque de piedra, pero estaba ejecutado con tanto arte que el animal sostenía con la boca medio abierta una bola de piedra. Metiendo un dedo se podía hacer rodar la bola hacia adelante y hacia atrás, pero no se podía extraer fuera de los dientes del león. Creo que impresioné ligeramente al magistrado Feng con mi percepción del arte cuando al admirar los rollos pintados de las paredes de nuestro dormitorio, observé que las pinturas de paisaje que veía estaban ejecutadas de modo distinto que las de los artistas de Kitai. Me miró de reojo y dijo:
—Estáis en lo cierto, guan. Los artistas del norte imaginan todas las montañas parecidas a los picos duros y abruptos de su cordillera Tian Shan. Nuestros artistas de Song, perdón, de Manzi, conocen mejor las montañas de nuestro sur, suaves, fértiles y redondeadas como pechos de mujer.
Se despidió declarándose dispuesto a acudir de nuevo cuando yo le convocara, cuando yo creyera conveniente iniciar nuestro trabajo. Luego Huisheng y yo nos paseamos solos por la nueva residencia, devolviendo a sus habitaciones a un criado tras otro, y familiarizándonos con el lugar. Nos sentamos un rato en el jardín iluminado por la luna, mientras yo informaba con gestos a Huisheng de los detalles de todos los acontecimientos y comentarios del día que ella no podía haber comprendido por sí sola. Concluí con la impresión general que había sacado: nadie parecía tener muchas esperanzas en el éxito de mi misión como recaudador de impuestos. Ella asentía con la
cabeza indicando que comprendía cada una de mis explicaciones, y con el tacto habitual de una esposa han, no hizo ningún comentario sobre mi aptitud para el trabajo ni mis perspectivas en él. Sólo formuló una pregunta.
—¿Serás feliz aquí, Marco?
Sentí una ola de cariño hacia ella comparable a un auténtico haixiao y respondí con gestos:
—¡Soy feliz… aquí! —dejando bien claro que me refería «contigo». Nos tomamos una semana de vacaciones, aproximadamente, para adaptarnos a nuestro nuevo ambiente, y aprendí rápidamente a dejar bajo la supervisión de Huisheng los detalles multitudinarios de la casa. Ella, como había hecho antes con la doncella mongol que nos acompañó, estableció fácilmente algún modo imperceptible de comunicación con los nuevos sirvientes han, y consiguió que obedecieran de modo inmediato cualquier capricho suyo y que normalmente lo hicieran a la perfección. Yo no era un amo tan bueno como ella. En primer lugar no podía hablar más que ella en idioma han. Pero además me había acostumbrado durante tiempo a tener sirvientes mongoles, o sirvientes educados por mongoles, y los de Manzi eran diferentes. Podría recitar un catálogo entero de diferencias, pero sólo mencionaré dos. Una se debía a la reverencia que sienten los han por la antigüedad: a un sirviente no se le podía despedir ni retirar nunca por el solo hecho de que se hubiera hecho viejo o vieja, inútil, senil, aunque estuviera inmovilizado. Y a medida que los criados envejecían se volvían maniáticos, astutos y descarados, pero tampoco se les podía despedir por esto, ni siquiera pegar. Una de nuestras criadas era una vieja cuyo único deber consistía en hacer nuestro dormitorio cada mañana después de levantarnos. Cuando sentía el olor de limón en mí o en Huisheng o en las sábanas, se echaba a cacarear y a relinchar del modo más abominable y yo tenía que apretar los dientes y aguantarme. La otra diferencia estaba relacionada con el tiempo atmosférico, por extraño que pueda parecer. Los mongoles eran indiferentes al tiempo; cumplían sus cometidos con sol, lluvia, nieve, probablemente lo harían en el caos de un taifeng, si llegaban a encontrarse con alguno. Y Dios sabe que yo después de tantos viajes era tan insensible al frío, al calor o a la humedad como cualquier mongol. Pero los han de Manzi, a pesar de su devoción por bañarse a la primera oportunidad, tenían una aversión a la lluvia digna de un gato. Cuando llovía, no se cumplía nada que obligara a salir fuera de casa, y esto no era válido únicamente para los criados; todo el mundo actuaba igual. Los ministros de Agayachi solían residir en el mismo palacio que él, pero los que vivían en otros lugares se quedaban en casa cuando llovía. Los mercados de las plazas en los días de lluvia se vaciaban tanto de compradores como de vendedores. Lo propio sucedía en el gran mercado cubierto, a pesar de estar protegido contra la intemperie, porque la gente tenía que desafiar a la lluvia para llegar hasta allí. Yo salía como siempre, pero tenía que hacerlo a pie. Era imposible encontrar un palanquín, incluso un bote de canales. Los barqueros se pasaban toda la vida sobre el agua, y la mayor parte del tiempo empapados, pero no estaban dispuestos a salir y a mojarse con el agua que caía del cielo. Incluso las prostitutas masculinas dejaban de exhibirse por las calles. También mi llamado ayudante, el magistrado Feng, estaba aquejado de la misma excentricidad. Se negaba a atravesar la ciudad para ir a mi casa en los días de lluvia, y ni siquiera se preocupaba de asistir a las sesiones judiciales previstas en el Cheng. «¿Por qué moverse? No habrá ningún litigante.» Feng expresó su simpatía por la preocupación que me inspiraba la cantidad de días lluviosos malgastados, y comentó con cierto humor esta peculiaridad suya y de sus paisanos, pero nunca intentó curarse de ella. En una ocasión, cuando no le había visto el pelo durante una semana entera de lluvia, y me quejaba preguntando con indignación:
—¿Cómo puedo yo cumplir nada, si sólo tengo un único ayudante para el buen tiempo?
—él se sentó, tomó papel, pinceles y un bloque de tinta y me escribió un carácter han.
—Significa «acción urgente no ejecutada todavía» —me informó —. Pero ved: está
compuesto de dos elementos. Éste dice «parada» y este otro «por la lluvia». Es evidente que un rasgo incorporado en nuestra escritura ha de estar profundamente arraigado en nuestras almas.
Sin embargo cuando hacía buen tiempo nos sentábamos en mi jardín y manteníamos largas conversaciones sobre mi misión y sobre su propia tarea de magistrado. Me interesaba conocer algo de las leyes y costumbres locales, pero a medida que me las explicaba comprendí que en su práctica judicial se fiaba más de las supersticiones de su pueblo y de sus propios y arbitrarios caprichos.
—Tengo por ejemplo mi campana que puede distinguir un ladrón de un hombre honrado. Supongamos que se ha robado algo, y que tengo una larga lista de sospechosos. Ordeno a cada uno de ellos que pase la mano a través de una cortina y que toque la campana escondida, que se pondrá a sonar cuando sienta la mano del ladrón.
—¿Y lo hace? —pregunté escépticamente.
—Claro que no. Pero está espolvoreada con polvo de tinta. A continuación examino las manos de los sospechosos. La persona con las manos limpias es el ladrón, porque temió
tocar la campana.
—Ingenioso —murmuré, palabra que tuve que pronunciar a menudo en Manzi.
—Oh, los juicios son bastante fáciles. Lo que exige ingenio son las sentencias y las penas. Supongamos que condeno a ese ladrón a llevar el yugo en el patio de la prisión. Es un collar pesado de madera, parecido a las anclas de piedra, que se cierra alrededor del cuello, y el condenado debe permanecer sentado en el patio de la Prisión con el collar puesto para que los transeúntes se mofen de él. Supongamos que en mi sentencia digo que su delito merece este sufrimiento molesto y humillador pongamos durante dos meses. Sin embargo sé muy bien que él o su familia sobornarán a los carceleros y que ellos sólo le pondrán el yugo cuando sepan que pasaré por el patio entrando y saliendo. Por lo tanto, para asegurar que su castigo sea el adecuado, le condeno a llevar el yugo seis meses.