Authors: Mandelrot
Siguieron así un buen rato sin que nada cambiara en el paisaje, hasta que a lo lejos apareció un punto blanco sobre el suelo. No estaba justamente en su camino sino un poco a la derecha, lo que hizo que Kyro se desviara un poco del rumbo para sobrevolarlo.
Al acercarse se pudo ver claramente de qué se trataba: una pequeña ciudad de color blanco, con edificios y calles perfectamente regulares, que contrastaba con el negro caos a su alrededor. No se veían caminos que llegaran hasta allí, y desde aquella distancia todo parecía en perfecto estado.
—¿Qué era eso? —preguntó Zía.
—¡No te preocupes! —respondió el viajero, aunque él sí tenía expresión preocupada.
Más tarde divisaron las montañas. Era una cordillera negra como el resto del terreno, y ya desde allí se veía enorme. Se fueron aproximando, Kyro guiando el rumbo, hasta pasar por encima de algunos de los picos: no eran tales, terminaban en cráteres apagados que desde allí arriba parecían pequeños valles de ceniza.
—¡Mira! —le señaló Zía.
Al otro lado de la hilera de volcanes la tierra negra se extendía también más allá, pero se veía en el horizonte una franja de intenso color azul que contrastaba con el gris y negro del resto. Era como si allí acabara la tierra y comenzara un océano cuya costa iba paralela a la gran formación rocosa sobre la que planeaban.
Pero Kyro hizo que empezaran a volar en círculo sobre uno de los volcanes durante unos momentos, tras lo cual empezaron a descender suavemente. La montaña era gigantesca y el cráter también, más grande incluso que el agujero de la cantera que habían dejado antes; y en la parte más baja, justo en el centro, un punto más oscuro aún que el suelo de ceniza que le rodeaba se iba agrandando hasta verse claramente que era una esfera.
Aterrizaron no lejos de ella; el pájaro se tumbó sobre sus patas y los dos descendieron.
—Kyro, ¿qué es esto? —Zía parecía preocupada.
—Aquí me quedo yo —respondió el viajero, sonriendo levemente—. Sigue volando hacia el sur un poco más, quizá encuentres algún sitio donde empezar de nuevo. En todas partes acogen a los curanderos.
—No entiendo nada. ¿Qué vas a hacer con esa cosa?
—Eso es... una puerta. He de cruzarla para seguir mi camino, tengo una misión que cumplir.
Zía se le quedó mirando un instante.
—Y no regresarás.
—Cada vez que atravieso una puerta se cierra para siempre. No puedo volver atrás.
—Por eso tuviste que dejar a aquella mujer de la que me hablaste cuando nos conocimos, la que cuidó de tus heridas.
El viajero asintió.
—Y por eso te vas ahora también.
Asintió de nuevo. Ella se mordió el labio, pensativa, y tras esto pareció encontrar las palabras que buscaba.
—Me… me gustaría preguntarte algo, y que seas sincero conmigo. Y contigo mismo también.
Ambos se miraron fijamente, y Zía continuó.
—Si ahora pudieras regresar atrás y decidir, ¿volverías a marcharte dejando a aquella mujer para siempre?
—No pude decidir —contestó el viajero, incómodo.
—De acuerdo, no pudiste. Pero ¿y si pudieras volver a aquel momento? ¿Y si tú tuvieras el poder de elegir?
Kyro miró al suelo largamente antes de responder.
—Yo me he hecho preguntas parecidas muchas veces. No sé la respuesta.
La chica respiró hondo.
—Cuando los gargos mataron a mi familia hicieron cosas... cosas horribles, que prefiero no recordar. Vivíamos en una casa que tenía un corral, y poco antes de que echaran la puerta abajo y entraran a por nosotros mi madre me hizo pasar por un agujero que daba al comedero de los animales; lo habíamos hecho para no tener que dar la vuelta hasta donde estaban cuando tocaba alimentarlos.
>>Los gargos aparecieron justo después y... Bueno, yo salí por atrás a una zona donde no había nadie. Tenía el bosque a solo unos pocos pasos y sé que allí no me habrían encontrado, pero me escondí hasta que vi que llevaban prisionero a mi tío Lerluc: mi madre hubiera querido que me fuera lejos y empezara de nuevo sola, pero cuando yo supe que aún tenía a alguien preferí arriesgarme a lo que pudieran hacerme antes que abandonar a la única persona que me quedaba.
Tomó de las manos a Kyro, y continuó.
—Desde que te vi la primera vez supe que eras diferente. Que de alguna forma cambiarías mi destino. No me preguntes cómo, lo sentí. Aquí —señaló su vientre—. Y sé que tú también lo has sentido: lo veo en tus ojos.
Él no quiso soltarle las manos, pero su expresión era reflejo de su conflicto interior.
—Te estoy diciendo todo esto porque dices que te vas, y yo... no puedo dejarte ir. No así.
Se acercó más a él.
—Vives pensando en esa misión de la que hablas. Pero ¿qué hay de ti mismo? ¿Tienes amigos, tienes a alguien? ¿Te queda algo? Kyro, ¿eres feliz? No pienses más en aquel día en que dejaste a una mujer porque no pudiste elegir. Ahora estás aquí, conmigo, y ahora tú decides.
Le besó suavemente; esta vez él le devolvió levemente el beso. Se miraron y sus labios volvieron a unirse.
Aquella noche estaban tumbados, él abrazándola a ella y ambos mirando el pequeño fuego que tenían delante; ninguno de los dos había experimentado antes una sensación así, y se mantenían tan pegados como podían para que no se perdiera.
El gran pájaro negro dormitaba cerca, y la esfera estaba un poco más allá. El viajero no se había acercado aún, por lo que seguía dormida.
—Hay otra razón por la que te puse como condición que me llevaras contigo —dijo Zía con la mirada perdida en las llamas.
—¿Cuál es?
—Siempre he soñado con viajar y conocer lugares remotos. Una vez me juré que no moriría sin experimentar esa sensación; sabía que si me quedaba no cumpliría mi juramento.
Se dio la vuelta hasta quedar bocarriba, mirándole.
—Cuéntame. Hazme sentir cómo son esos mundos.
—¿Qué quieres saber? —sonrió Kyro.
—Todo —Zía cerró los ojos—. Hazme viajar con tus palabras.
El viajero pensó unos momentos. Después comenzó a hablar despacio, con la mirada perdida.
—Aquí el cielo es siempre gris y está cubierto de nubes, pero hay mucho más allá de ellas. Hay soles, hay lunas, hay estrellas... Cada sitio es distinto, a veces resultan tan bonitos que no podría describir...
La mañana llegó encontrándoles dormidos y aún abrazados junto a las cenizas de la hoguera. El ensordecedor grito del pájaro negro les sobresaltó: el animal echaba a volar sin que ellos hubieran podido evitarlo.
Kyro miró al cielo: tres pájaros más describían círculos allá arriba sobre ellos. En todo aquel inmenso cráter no había más parapeto que la propia esfera, que de todas formas tampoco serviría de mucho para protegerse en aquellas condiciones.
—Nos han cazado —dijo el viajero. Miró a la chica.
Ambos se habían puesto en pie. Zía parecía desesperada.
—No hay manera de escapar.
El viajero negó con la cabeza; ella se le abrazó mientras él miraba al cielo y veía dos pájaros más que se unían al círculo.
—Kyro, yo he visto lo que hacen. No... No quiero que me hagan eso a mí.
Siguieron abrazados un largo rato en silencio. Tras esto ella se soltó un poco, le miró con ternura y habló en un susurro.
—Solo hay una salida posible a todo esto. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí —asintió él—. Lo sé.
—Adelante. Hazlo, antes de que vengan.
Kyro bajó la mirada; le costó muchísimo decir sus siguientes palabras. Habló mientras comenzaban a brotarle las lágrimas.
—Puedo... Puedo hacer que no sufras. Dejarte inconsciente antes.
—No —Zía comenzó a llorar también—. No, por favor. Quiero mirarte y que mi último recuerdo sea el de tu rostro.
Él asintió y abrió los labios como diciendo algo, pero ya no tenía voz.
Ambos se sentaron y él cogió la daga que ella le había dado.
—Extiende los brazos —dijo con voz rota.
La chica lo hizo, sin dejar de mirarle. Kyro se secaba las lágrimas con el dorso de la mano que sostenía la daga, mientras con la otra le cogía la suya a ella y le volvía la palma hacia arriba.
Apoyó la punta de la daga en la cara interna de una de sus muñecas, y con un rápido movimiento hizo un corte limpio. Ella abrió la boca, sobresaltada, pero no pareció sentir realmente dolor. La sangre empezó a brotar.
—Quiero dejar todo esto. Quiero tener amigos, tener a alguien, ser feliz —Kyro hablaba como podía entre el llanto, incapaz de mirarla a los ojos.
Le sujetó la otra mano, apoyó de nuevo la daga sobre la piel y la abrió con tremenda facilidad.
—Quiero una vida normal. Quiero conservar las cosas por las que he luchado. Quiero vivir mi propia vida.
Soltó la daga y tomó a Zía en sus brazos. A lo lejos, allá arriba, los pájaros aterrizaban en el borde del cráter rodeándoles.
Kyro lloraba intensamente. Ella se separó un poco para mirarle a los ojos; su piel perdía el color por momentos. Le apoyó débilmente una mano completamente ensangrentada en la cara.
—Mi amor... Desde el primer momento en que te ví, supe... que pasaría contigo el resto de mi vida —sonrió, y dejó caer la mano dejándole la cara llena de sangre. Sus ojos se cerraron.
Aquel fue el momento en que murió lo que me quedaba de inocencia.
El viajero la abrazó con fuerza; ella ya no respondió.
—No quiero seguir viajando.
Ahora Kyro hablaba para sí mismo.
—No quiero que otros decidan mi destino. No quiero perderlo todo.
Lo que había de bueno en mí dejó paso al dolor, al resentimiento, al odio.
Al soltar el abrazo su cara, cubierta de sangre, tenía expresión de rabia. Dejó el cuerpo de la chica en el suelo y se puso en pie.
—¿Es esto lo que me queda? —gritó al aire—. ¿Es que no hay nada más?
Hasta entonces no había sido capaz de enfrentarme a la realidad.
El viajero tensó todo su cuerpo gritando lo más fuerte que podía. A su alrededor empezaron a caer flechas.
—¡Padre! ¡Padre! ¿Es este tu legado para mí?
Pero al mirar en mi interior encontré frustración y dolor.
Lloraba y gritaba con toda su alma, ignorando las flechas que caían cada vez más cerca.
—¿No merezco nada mejor?
Encontré una vida perdida, robada por aquellos a quienes había amado.
Se miró las manos: estaba todo manchado de sangre.
—¡Maldigo mi misión! ¡Maldigo mi vida!
Y quise llenar el vacío de mi pérdida con sangre y venganza.
Una flecha se le clavó en el hombro. Kyro lanzó un grito de profundo dolor apretando los puños con los brazos abiertos en gran tensión: ni siquiera sentía la herida, era un sufrimiento mucho más profundo.
Por fin miró la flecha clavada. Tiró de ella sacándola con una mueca y la arrojó al suelo; miró a sus atacantes con ojos de cólera y respiración agitada, y finalmente se dio la vuelta y se acercó a la esfera. Esta se iluminó, se abrió, y el viajero entró en ella.
Una taberna de mala muerte, llena de seres de distintas especies bebiendo y cantando. El ambiente era festivo, las jarras se vaciaban rápido y los parroquianos que ya estaban bebiendo demasiado se trataban con camaradería.
Escoria.
Una muchacha de piel azul y pelo blanco recogido en una larga cola, vestida solo con velos semitransparentes y cadenas doradas que los ajustaban a su figura, pasaba entre las mesas sosteniendo más jarras y esquivando las manos que trataban de aferrarla.
Borrachos inútiles. No merecían nada.
En una de las mesas de un rincón apartado, sin embargo, una solitaria figura sujetaba su copa en silencio y tenía la cabeza baja.
¿Por qué debería yo sacrificarme por ellos?
Kyro llevaba consigo una espada y una bolsa de piel. Su aspecto era duro, oscuro, peligroso.
Yo había tenido una vida de disciplina, soledad y pérdida. Tanto esfuerzo y no me quedaba nada.
Sus ojos eran los de un hombre capaz de cualquier cosa. Levantó la vista para mirar al frente.
Y sin embargo ellos...
Un pequeño grupo cantaba, abrazados los unos a los otros.
Nunca habían luchado, y lo tenían todo.
El viajero dejó una moneda sobre la mesa junto a su copa. Recogió su espada, se colgó la bolsa a la espalda y salió de allí.
Aunque era ya de noche cerrada hacía algo de calor. Kyro caminaba despacio por la calle desierta.
Oyó ruidos que se acercaban: parecía gente corriendo y gritando. Al cabo de un momento un grupo armado y llevando antorchas apareció tras una esquina y todos se le quedaron mirando sin que él se inmutara.
—¡Alto! —le dijo uno de ellos; de complexión musculosa similar a la de un hombre, pero piel azulada y pelo blanco como la camarera en la taberna. Extendió su espada de hoja curva hasta quedar la punta delante de la cara del viajero. Este se detuvo; parecía absolutamente tranquilo.
—¿Es él?
—Creo que no, no estoy seguro.
—¿Qué hacemos?
—¡Matémosle por si acaso! —dijo uno de los que estaba atrás, un humano de aspecto sucio, levantando el cuchillo que llevaba en la mano.
Kyro no decía nada; les miraba sin siquiera ponerse en tensión o hacer amago de sacar su espada. Quizá fuera su actitud segura, o lo que se podía adivinar tras su mirada; pero aunque todos estaban en tensión listos para saltar ninguno de aquellos hombres se atrevió a atacar el primero. Por unos instantes nadie se movió, el tiempo pareció haberse detenido.
—¡No es este, idiotas! —apareció otro, algo más alto, que le había mirado por un momento antes de hablar—. ¡Dejad de perder el tiempo y encontradle!
El grupo se movió inmediatamente.
—Hoy es tu día de suerte, vagabundo —dijo el humano del cuchillo, y siguió a los demás.
El viajero le vio marcharse tras sus compañeros calle abajo. Un momento después reanudó sus pasos.
En seguida oyó una voz susurrante llamándole.
—¡Eh! ¡Eh, tú!
Venía de la entrada de un callejón oscuro; no se veía a quien hablaba.
—¡Acércate!
Kyro distinguió la silueta de un hombre; no parecía haber nadie más. Se acercó un poco, pero se mantuvo a distancia de la oscuridad. El desconocido volvió a hablar en voz baja.
—Escucha, ¡necesito ayuda! Haz algo por mí y ganarás una buena recompensa.
El viajero comenzó a andar de nuevo. El hombre dio un paso saliendo del callejón y tratando de detenerle.