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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (159 page)

BOOK: El viajero
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—Es una bella mujer, excelencia Kaikhadu, y de buen carácter, —dijo el enviado Uladai.

—Sí, sí. Pero yo tengo ya esposas: mongoles, persas, circasianas, incluso una horrorosa armenia, repartidas en yurtus desde Hormuz a Azerbaizhan. —Hizo un gesto de confusión con las manos —. Bueno, supongo que puedo preguntar entre mis nobles… Pero la dama se ocupó personalmente de resolverlo antes de que hubiéramos pasado muchos días en el palacio de Maragheh. Una tarde, mi padre y yo estábamos paseando a tío Mafio por un jardín de rosas cuando Kukachin se nos acercó corriendo, sonriendo por primera vez desde nuestra llegada a Hormuz. Llevaba también a alguien cogido de la mano: un chico muy bajo, feo, lleno de granos, pero vestido con un suntuoso traje de corte.

—Hermanos mayores Polo —dijo ella jadeante —, ya no es preciso que os preocupéis de mí. Afortunadamente he conocido a un hombre maravilloso, y hemos planeado anunciar en breve nuestros esponsales.

—¡Vaya! La noticia es estupenda —dijo mi padre, aunque cautelosamente —. Espero, querida, que el elegido sea de alto linaje, tenga una buena posición y un buen futuro…

—¡El más alto posible! —exclamó ella feliz —. Ghazan es el hijo del hombre con quien iba a casarme al venir aquí. Será el ilkan dentro de dos años.

—¡Mefé, no lo podíais haber hecho mejor! Lassar la strada vec-chia per la nova! ¿Es éste su paje? ¿Podéis enviar a buscar a nuestro personaje para que le conozcamos?

—¡Pero si es él mismo! Éste es Ghazan, el príncipe heredero. Mi padre tuvo que tragar saliva antes de decir:

—Saín Bina, alteza real.

Y yo hice una profunda reverencia para que me diera tiempo a recobrar la seriedad.

—Es dos años menor que yo —siguió parloteando Kukachin sin dar demasiadas oportunidades al muchacho para explicarse por sí mismo —. Pero, ¿qué son dos años en una feliz vida matrimonial? Nos casaremos en cuanto suba al trono del ilkanato. Mientras tanto vosotros, queridos y leales hermanos mayores, podéis dejarme con la conciencia tranquila, sabiendo que estoy en buenas manos, y continuar con vuestros asuntos. Os echaré de menos, pero ya no estaré sola ni triste. Los felicitamos y les deseamos toda la buena suerte del mundo; el muchacho sonreía entre dientes como un mono y mascullaba sus agradecimientos, Kukachin resplandecía

como si acabara de ganar un grande e inimaginable trofeo, y los dos se marcharon cogidos de la mano.

—Bueno —dijo mi padre encogiéndose de hombros —. Vale más la cabeza de un gato que la cola de un león.

Pero Kukachin debió de haber visto en aquel muchacho algo que nosotros no pudimos ver. Dios sabe que ni su aspecto físico ni su estatura fueron nunca mejores que los de un duende (en todas las crónicas mongolas posteriores se le dio el nombre de «Ghazan el feo»), pero el hecho de que pasara a la historia es una prueba de que valía más de lo que aparentaba. Se casaron cuando él hubo sucedido a Kaikhadu en el ilkanato de Persia, y a partir de entonces fue convirtiéndose en el ilkan y en el guerrero más competente de su generación, emprendió muchas guerras y anexionó muchos territorios nuevos para el kanato. Desgraciadamente, su amorosa ilkatun Kukachin no vivió para compartir con él todos sus triunfos y su celebridad, pues murió de parto dos años después de su matrimonio.

4

Habiendo cumplido así nuestra última misión para el kan Kubilai, mi padre, mi tío y yo proseguimos nuestro camino. Dejamos en Maragheh la compañía multitudinaria con la que habíamos viajado desde tan lejos, pero Kaikhadu nos ofreció generosamente buenos caballos, monturas de reserva, animales de carga, abundantes provisiones y una escolta de una docena de hombres a caballo de su propia guardia de palacio, para que tuviéramos un viaje seguro a través de todos los territorios turcos. Sin embargo, tal como se desarrollaron los acontecimientos, habríamos viajado más seguros sin aquella tropa de mongoles.

Desde la capital rodeamos las orillas de un lago grande como un mar llamado Urumia, también llamado el mar del Crepúsculo. Luego escalamos y atravesamos las montañas que señalaban la frontera noroccidental de Persia. Una de las montañas de aquella cordillera, dijo mi padre, era el bíblico monte Ararat, pero estaba demasiado alejado de nuestra ruta y no pude escalarlo para comprobar si aún quedaba algún vestigio del Área. En todo caso, después de haber subido últimamente a otra montaña, a ver la huella de un pie que muy bien podía haber sido el de Adán, me sentía inclinado a considerar a Noé

como un recién llegado a la historia. Por la otra vertiente de las montañas descendimos a las tierras turcas y a otro lago también del tamaño de un mar, llamado esta vez Van, pero apodado el mar de Más Allá del Crepúsculo.

Las tierras de aquellos entornos, las naciones que las componían y las fronteras de aquellas naciones habían estado en continuo cambio desde hacía muchos años. Lo que antiguamente había formado parte del Imperio bizantino bajo el poder de los cristianos era ahora el Imperio selyúcida y estaba bajo el poder de gobernantes de raza turca y de religión musulmana. Pero sus regiones orientales también eran conocidas por otros nombres más antiguos, aplicados por pueblos que las habían habitado desde tiempos inmemoriales. Estos pueblos nunca habían aceptado dejar de ser sus legítimos pro-pietarios, y no reconocían ninguna de las variaciones de los pretendientes modernos y de las modernas líneas fronterizas. Así, al salir de Persia, descendimos por las montañas para entrar en un país que igualmente podría llamarse turco, por la raza de sus gobernantes, o Imperio selyúcida, como lo llamaban aquellos turcos, o Capadocia, que era el nombre que aparecía en mapas más antiguos, o Kurdistán, por el pueblo kurdo que lo habitaba.

El país era verde y agradable, y sus zonas más agrestes apenas lo parecían; por el contrario su aspecto era el de una tierra cultivada casi con elegancia, con colinas

ondulantes y praderas pulcramente separadas por bosquecillos, y el conjunto del paisaje resultaba tan primoroso como un parque artificial. Había agua potable en abundancia que corría por centelleantes arroyos y en inmensos lagos azules. La población de aquella zona era enteramente kurda; algunos eran campesinos y aldeanos, pero la mayoría eran familias nómadas que cuidaban rebaños de ovejas o cabras. Era la raza más bella que había visto en tierras islámicas. Tenían el cabello y los ojos muy negros, pero la piel tan clara como la mía. Los hombres eran altos, de constitución robusta, llevaban grandes bigotes negros y tenían fama de fieros luchadores. Las mujeres kurdas tampoco eran particularmente delicadas, pero estaban bien formadas y eran atractivas e independientes: rechazaban el velo y se negaban a vivir ocultas en el pardah impuesto a la mayoría de las demás mujeres del Islam.

Los kurdos nos recibieron a los viajeros con bastante cordialidad: los nómadas suelen ser hospitalarios con otros que también parecen serlo, pero lanzaron miradas poco afectuosas a nuestros escoltas mongoles. Había motivos para ello. Aparte de todas las complicaciones de nombres nacionales, dominios y líneas fronterizas, aquel Imperio selyúcida estaba también en situación de vasallaje forzoso al ilkanato de Persia. Esta situación se remontaba a la época en que un traidor ministro turco asesinó vilmente al rey Kilij (el que fue padre de mi antigua amiga la princesa Mar-Yanah), y usurpó el trono prometiendo someterse al dominio del entonces ilkan Abagha. Es decir, que el Imperio selyúcida, aunque actualmente en teoría estaba gobernado por un tal rey Masud en la capital Erizcan, en realidad estaba subordinado al sucesor de Abagha, el regente Kaikhadu, cuya corte de Maragheh acabábamos de dejar y cuyos guardias de palacio venían acompañándonos. Nosotros, los viajeros, fuimos bien recibidos; los guerreros que venían con nosotros, no.

Cabría suponer que a los kurdos, rebeldes a todo lo largo de la historia contra cualquier gobernante no kurdo que les fuera impuesto, les importaba poco si la auténtica capital del gobierno era Erizcan o Maragheh, puesto que allí fuera, en el campo, a cien o más farsajs de cualquier ciudad, estaban tan incontrolados por unos como por otros. Pero al parecer veían en los mongoles una tiranía más, añadida a la tiranía turca que ya sufrían anteriormente, y que por tanto merecían ser odiados y rechazados con más fuerza. Supimos hasta qué punto podían odiar los kurdos cuando una tarde nos detuvimos en una choza aislada a comprar un cordero para la cena.

El hombre que sin duda era propietario de la choza estaba sentado en el quicio de la puerta, envuelto en pieles de cordero como si estuviera resfriado. Mi padre, yo y uno solo de nuestros mongoles cabalgamos hasta su puerta y bajamos educadamente del caballo, pero el pastor siguió sentado groseramente. Los kurdos tenían un lenguaje propio, pero casi todos hablaban también turco, igual que lo hablaban nuestros escoltas mongoles, y en todo caso la lengua turca se parece bastante a la mongol y yo generalmente entendía cualquier conversación que oyera. Nuestro mongol preguntó al hombre si podría vendernos un cordero. El hombre, que seguía sentado con los ojos posados lúgubremente en el suelo, nos lo negó:

—Creo que no debo comerciar con nuestros opresores.

—Aquí no hay ningún opresor —replicó el mongol —. Estos viajeros ferenghi os piden un favor y os lo pagarán, además vuestro Alá ordena ser hospitalario con los viajeros. El pastor dijo, no en tono polémico sino melancólico:

—Pero el resto sois mongoles y también vosotros comeréis del cordero.

—¿Y qué? Cuando hayáis vendido el animal a los ferenghi ¿qué os importa lo que hagan con él?

El pastor sorbió por la nariz y dijo casi lloroso:

—Hice un favor a un turco que pasaba por aquí no hace mucho tiempo. Le ayudé a

cambiar una herradura rota de su caballo. Y el chiti Ayakkabi me ha castigado por ello. Un pequeño favor y a un simple turco. Estag farullah! ¿Qué me hará el chiti si se entera de que hice un favor a un mongol?

—¡Basta! —le interrumpió nuestro escolta —. ¿Nos vendéis un cordero o no?

—No, no puedo.

El mongol le miró despreciativamente:

—Ni siquiera te pones en pie como un hombre al desafiarnos. Muy bien, cobarde kurdo, te niegas a vender. Entonces, ¿te molestarás en levantarte para evitar que me lleve un cordero?

—No, no puedo. Pero os lo advierto. El chiti Ayakkabi os hará lamentar el robo. El mongol se rió sarcásticamente y escupió en el suelo frente al hombre sentado, volvió

a montar en el caballo y se fue cabalgando a separar una oveja rolliza del rebaño que pastaba en la pradera, detrás de la cabaña. Yo me quedé allí, mirando con curiosidad al pastor que seguía sentado en el suelo con aire abatido. Sabía que chiti significaba bandolero, y supuse que ayakkabi significaba zapatos. Me pregunté cómo sería un bandido que se apodaba a sí mismo «el bandolero Zapatos», y que se dedicaba a castigar a sus compatriotas kurdos por prestar ayuda a los supuestos opresores. Me las arreglé para preguntarle:

—¿Cómo os castigó ese chiti Ayakkabi?

No respondió con palabras, pero me mostró sus pies levantando los faldones de pieles de oveja. Era evidente por qué no se había puesto en pie para recibirnos, y me dio una cierta idea de por qué el bandido kurdo tenía aquel nombre tan extraño. Los dos pies descalzos del pastor estaba cubiertos de sangre fresca y tachonados con clavos, no con cabezas de clavos sino con las puntas que sobresalían marcando el contorno de las herraduras clavadas en ambos pies.

Dos o tres noches después, cerca de un pueblo llamado Tunceli, el chiti Ayakkabi nos hizo lamentar el robo del cordero. Tunceli era un pueblo de kurdos, y sólo tenía un caravasar muy pequeño y en muy mal estado. Como nuestro grupo de quince jinetes y de treinta y tantos caballos lo hubiera llenado hasta hacerlo inaguantable, atravesamos el pueblo y montamos el campamento en una pradera situada a las afueras, cerca de un arroyo de aguas transparentes. Habíamos comido y nos habíamos echado a dormir envueltos en nuestras mantas. Solamente había un mongol de guardia, cuando de repente la noche comenzó a vomitar bandidos.

Nuestro único centinela sólo tuvo tiempo para gritar: «Chiti!» antes de que le partieran la crisma con un hacha de guerra. El resto nos debatimos para salir de nuestras mantas, pero los bandoleros estaban ya entre nosotros con espadas y porras, y todo se convirtió

en una confusa turbulencia a la tenue luz de las ascuas de la hoguera. Gracias a tío Mafio, mi padre y yo no fuimos degollados tan repentinamente como toda nuestra tropa de mongoles. Aquellos guerreros lo primero que pensaron fue en echar mano a sus armas, así que los bandidos se abalanzaron en primer lugar sobre ellos. Pero mi padre y yo vimos a la vez a tío Mafio de pie junto al fuego, mirando a su alrededor con insensible aturdimiento, y los dos nos lanzamos en el mismo momento hacia él, le agarramos y le tumbamos al suelo para que no fuera un blanco tan visible. Al instante siguiente, algo me golpeó encima del oído y para mí la noche se oscureció del todo. Al despertar yacía sobre el suelo con la cabeza acunada en un blando regazo, y cuando se me aclaró la vista mis ojos descubrieron un rostro femenino iluminado por el fuego ahora reavivado. No era la cara cuadrada y fuerte de una mujer kurda, y estaba enmarcada por una cascada de cabello que no era negro sino rojo oscuro. Me esforcé en recordar y dije en farsi, con una voz que flaqueaba:

—¿Estoy muerto y tú eres ahora un peri?

—No estáis muerto, Marco Efendi. Os vi justo a tiempo para gritar a los hombres que se detuvieran.

—Tú solías llamarme mirza Marco, Sitaré.

—Marco Efendi significa lo mismo. Ahora soy más kurda que persa.

—¿Qué ha sido de mi padre? ¿Y mi tío?

—No tienen siquiera un rasguño. Siento que tú hayas recibido un golpe. ¿Puedes incorporarte?

Lo hice, aunque parecía que con cada movimiento mi cabeza fuera a salir rodando de mis hombros, y vi a mi padre sentado con un grupo de bandidos de bigotes negros. Habían preparado qahwah, y él y ellos bebían y charlaban juntos amistosamente, con tío Mafio plácidamente sentado a su lado. Habría resultado una escena civilizada a no ser porque los demás bandoleros estaban apilando a un lado del prado, como troncos, los cuerpos de nuestros mongoles muertos. El más alto y más ferozmente bigotudo de los recién llegados, al ver que me despertaba, se acercó a mí y a Sitaré.

—Éste es mi marido, Neb Efendi, conocido como el chiti Ayak-kabi —dijo ella. Hablaba farsi tan bien como ella:

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