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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (41 page)

BOOK: El viajero
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de tierra firme. Si ese Simbad no supo ni ponerse un apodo correcto, es que sus historias son sospechosas.

—Debo inscribir en este papel algún nombre tuyo, declarando que nos perteneces… —insistió mi padre.

—Escribid Narices, buen amo —dijo con indiferencia —. Ése ha sido mi nombre desde el contratiempo que le dio origen. Vosotros, caballeros, puede que no lo creáis, pero yo era un hombre incomparablemente guapo antes de que la mutilación de mi nariz arruinara mi aspecto.

Y se extendió un largo rato sobre lo guapo que había sido cuando aún tenía dos ventanas en la nariz, y sobre cómo le perseguían las mujeres que se enamoraban de su masculina belleza. Dijo que los primeros tiempos de llamarse Simbad encantó a una deliciosa muchacha que arriesgó su vida para salvarle de una isla poblada de malvados hombres con alas. Posteriormente, cuando se le conocía por Ali-Babar, fue capturado por una banda de ladrones que le arrojaron a una tinaja con aceite de sésamo; y su habladora cabeza se hubiera separado del reblandecido pescuezo de no haber sido ayudado por otra bella muchacha, seducida por sus encantos, que le rescató de la tinaja y de los ladrones. Cuando se llamaba Al-ad-Din, había enamorado con su bello aspecto a otra linda muchacha que le salvó de las garras de un afriti enviado por un diabólico hechicero…

En fin, sus relatos eran tan inverosímiles como cualquiera de los que contaba la shahryar Zahd, pero no menos inverosímiles que el recuerdo de su pasada belleza. Nadie podría creérselo. Aunque hubiera tenido las dos ventanas de la nariz, o tres, o ninguna, eso no habría mejorado su aspecto de hombre narigudo, sin mentón, barrigudo como un pájaro-camello Suturmurq, que resultaba aún más cómico por ese rastrojo de barba que le crecía bajo la nariz. Continuó hablando en un tono cada vez más increíble, realzando su supuesto atractivo físico con hazañas demostrativas de su valor, ingenio y fortaleza. Nosotros le escuchábamos con educación, pero sabíamos que toda su rodomontata era, como dijo luego mi padre, «mucho ruido y pocas nueces». Algunos días después, cuando mi tío comparó nuestro avance hacia Oriente con los mapas del Kitab de al-Idrisi, anunció que habíamos llegado a un lugar histórico. Según sus cálculos, estábamos muy cerca del lugar citado en el Libro de Alejandro a donde había llegado, durante la marcha del conquistador a través de Persia, Thalestris, la reina de las Amazonas, con su hueste de guerreras para saludarle y rendirle homenaje. Sólo nos podíamos fiar de la palabra de tío Mafio, ya que en ese lugar no había ningún monumento que conmemorase ese hecho.

En los años siguientes, me han preguntado con frecuencia si alguna vez encontré en mis viajes el País de Amazonia o, como algunos lo llamaban, la Tierra de Femynye. En Persia no, no lo encontré. Más adelante, en los dominios mongoles conocí a muchas mujeres guerreras, pero todas ellas estaban sometidas a sus hombres. También me han preguntado a menudo si, en algún lugar de esas tierras lejanas, conocí al prétre Zuáne, llamado en otras lenguas presbyter Johannes y preste Juan, ese reverendo y poderoso hombre envuelto en mitos, fábulas, leyendas y enigmas.

Durante más de cien años, el mundo occidental ha estado oyendo rumores e informaciones sobre él: era un descendiente directo de los Reyes Magos, los primeros en adorar a Cristo recién nacido, y él era también rey y devoto cristiano, y además rico, poderoso y sabio. Como monarca cristiano de un reino cristiano inmenso, según la leyenda, ha sido una figura de lo más tentador para la imaginación occidental. Tal como está nuestro Occidente, fragmentado en muchas naciones pequeñas, gobernadas por reyes, duques y otros personajes de relativa importancia, que siempre están guerreando entre sí, y con un cristianismo en el que continuamente brotan sectas nuevas, cismáticas

y antagónicas, es lógico que imaginemos con nostálgica admiración una inmensa comunidad de pueblos, todos pacíficamente unidos bajo un gobernante y supremo pontífice, encarnadas ambas figuras en una sola majestad.

Además, cada vez que los paganos salvajes han llegado en multitudes de Oriente (hunos, tártaros, mongoles, sarracenos y musulmanes) y han asediado nuestro Occidente, hemos esperado fervientemente y rezado para que el prétre Zuáne emerja de su aún más lejano Oriente, aparezca detrás de los invasores con sus legiones de guerreros cristianos, y así los infieles queden atrapados y aplastados entre sus ejércitos y los nuestros. Pero el prétre Zuáne nunca se ha aventurado a salir de sus misteriosos refugios, ni ha ayudado al Occidente cristiano en sus constantes épocas de necesidad, ni siquiera ha demostrado su existencia real. ¿Existe entonces? Y si es así, ¿dónde está?

¿Ejerce realmente su poder sobre un lejano imperio cristiano? Y de ser así, ¿dónde se encuentra este imperio?

Ya he explicado en la crónica de mis viajes publicada anteriormente que el prétre Zuáne existía, en un sentido; y que en este sentido puede existir todavía, pero que no es ni nunca fue un potentado cristiano.

Antes, cuando los mongoles sólo eran tribus aisladas y desorganizadas, llamaban kan a cada jefe tribal. Cuando las muchas tribus se unieron bajo el temible Chinghiz, éste se convirtió en el único monarca oriental que gobernaba sobre un imperio parecido al que, según los rumores, pertenecía al prétre Zuáne. Desde la época de Chinghiz, el kanato mongol ha estado gobernado en parte o en su totalidad por varios de sus descendientes, antes de que su nieto Kubilai se convirtiera en el gran kan, lo extendiera aún más y lo consolidara firmemente. A lo largo de los años, todos esos gobernantes han tenido nombres distintos, pero todos han llevado el título de kan o de gran kan. Os pido ahora que observéis lo fácilmente que pueden confundirse la palabra kan hablada o escrita con Zuáne, Juan o Johannes. Supongamos que tiempo atrás, un viajero cristiano escuchara erróneamente en Oriente este nombre. Naturalmente se acordaría del apóstol santificado del mismo nombre. Y no sería de extrañar que él creyera después haber oído hablar de un sacerdote u obispo llamado como el apóstol. Sólo tenía que mezclar el equívoco con la realidad: la extensión, el poder y la riqueza del kanato mongol. Y cuando regresara a su casa a Occidente, se sentiría impaciente por contar cosas de un imaginario prétre Zuáne que gobernaba un imaginario imperio cristiano. Bien, si estoy en lo cierto, los kanes probablemente inspiraron la leyenda, pero no por ninguna de sus acciones, ni por ser cristianos. Y nunca han poseído ninguno de los fabulosos objetos y dominios atribuidos a este prétre Zuáne: el espejo encantado con el que espía las lejanas acciones de sus enemigos, las medicinas mágicas con las que puede curar cualquier enfermedad mortal, sus guerreros devoradores de hombres que son invencibles porque pueden alimentarse de los enemigos que aniquilan… y todas esas otras maravillas que tanto recuerdan los cuentos de la shahryar Zahd. No digo con esto que no haya cristianos en Oriente. Los hay y muchos; pueden encontrarse en todas partes individuos aislados, grupos y comunidades enteras de cristianos, desde el levante mediterráneo hasta las más lejanas costas de Kitai, y los hay de todos los colores, blancos, pardos, marrones y negros. Desgraciadamente, todos ellos comulgan con la Iglesia oriental, lo que equivale a decir que son seguidores de las doctrinas del abad cismático del siglo y Nestorio, o sea herejes a nuestros ojos de cristianos de la Iglesia romana. Los nestorianos niegan a la Virgen María el título de Madre de Dios, no permiten ningún crucifijo en sus iglesias, y reverencian como a un santo al despreciado Nestorio. Además practican muchas otras herejías. Sus sacerdotes no son célibes, muchos están casados y todos son simoníacos, pues no administran ningún sacramento si no se les paga con dinero. Los nestorianos sólo coinciden con

nosotros, los auténticos cristianos, en que adoran al mismo Dios Señor, y reconocen a Cristo como a su Hijo.

Al menos esto los hizo más afines a mí, a mi padre y a mi tío que los mucho más numerosos adoradores de Alá, de Buda y de divinidades incluso más extrañas que había por todas partes. Por eso intentamos no detestar demasiado a los nestorianos, aunque discutiéramos sus doctrinas, y ellos solían mostrarse hospitalarios y solícitos con nosotros.

Si el prétre Zuáne hubiera existido realmente no sólo en la imaginación occidental, y si, tal como se rumoreaba, era descendiente de uno de los Reyes Magos, lo hubiéramos sin duda encontrado durante nuestro viaje a través de Persia, ya que es donde vivieron los Magos, y desde Persia siguieron la estrella de la Natividad hacia Belén. Pero según esto, el prétre Zuáne sería nestoriano, porque éstos son los únicos cristianos que existen en aquella zona. Y de hecho, encontramos entre los persas un viejo cristiano con ese nombre, pero que difícilmente podía ser el prétre de la leyenda. Se llamaba Vizan, que es la representación persa del nombre que en otros lugares se representa como Zuáne, Giovanni, Johannes o Juan. Nació en la realeza de Persia, de hecho había nacido para shahzadé o príncipe, pero en su juventud abrazó la Iglesia oriental, que significaba no sólo renunciar al Islam sino a su título, herencia, privilegios, riqueza y derecho de sucesión al shanato. Había abjurado de todo aquello para unirse a una tribu errante de beduinos nestorianos. Ahora, muy anciano ya, era el jefe de la tribu y un reconocido presbítero. Nos dimos cuenta de que era un hombre bueno y sabio, y en conjunto un ser admirable. En estos aspectos coincidía bien con el carácter del fabuloso prétre Zuáne. Pero no reinaba sobre ningún dominio amplio, rico y populoso, sino sobre una tribu desheredada con unas veinte familias de pastores, pobres y sin tierras. Encontramos a este grupo de pastores una noche en que no había ningún caravasar cerca, y ellos nos invitaron a compartir su lugar de acampada en medio de su rebaño; y así pasamos la noche en compañía de su presbítero Vizan.

Mientras él y nosotros tomábamos una sencilla comida alrededor de un pequeño fuego, mi padre y mi tío se enzarzaron en una discusión teológica; ellos desacreditaron y destruyeron hábilmente muchas de las más queridas herejías del viejo beduino. Pero él no parecía desanimado ni dispuesto a descartar los jirones que quedaban de sus creencias. Por el contrario, dirigió alegremente la conversación hacia la corte de Bagdad donde habíamos vivido recientemente, y preguntó por todos sus componentes, que eran lógicamente sus regios parientes. Le dijimos que estaban muy bien, prósperos y felices, aunque comprensiblemente irritados por su sumisión al kanato. El viejo Vizan pareció

satisfecho con las noticias, aunque nada nostálgico de la fácil vida de corte que había abandonado largo tiempo atrás. Sólo cuando a mi tío Mafio se le ocurrió mencionar a la shahrpiryar Shams (cosa que me contrajo las entrañas), suspiró el anciano obispo-pastor de un modo que podía considerarse nostálgico.

—Entonces, ¿la princesa viuda vive aún? —dijo —. Porque… debe de tener casi ochenta años ahora, mi misma edad.

Yo me contraje de nuevo.

Se quedó callado un momento, luego atizó el fuego con un palo, miró pensativamente dentro de su corazón y dijo:

—Sin duda, la shahrpiryar ya no lo parece, y vosotros, buenos hermanos, puede que no deis crédito a mi afirmación, pero esa princesa Luz del Sol fue en su juventud la más bella mujer de Persia, quizá la más hermosa de todos los tiempos. Mi padre y mi tío murmuraron algo sin comprometerse. Yo aún estaba contraído por mi recuerdo demasiado vivido del arrugado y arruinado vejestorio.

—¡Ah, cuando ella, yo y el mundo éramos jóvenes —dijo el viejo Vizan, como si

estuviera soñando —. Yo era aún el shahzade de Tabriz y ella era la shahzrad, la primera hija del sha de Kerman. Los rumores sobre su belleza y encanto me hicieron partir de Tabriz, y también partieron innumerables príncipes de sus lejanas tierras de Sabea y Cachemira, y ninguno quedó decepcionado cuando la vio.

Yo proferí para mis adentros un sonido de burla e incredulidad poco cortés, pero no tan alto que él pudiera oírlo.

—Podría hablaros de los brillantes ojos, los labios bermejos y la gracia de sauce de aquella doncella, pero con eso no podríais ni empezar a imaginaros su retrato. Porque el solo hecho de mirarla podía calentar a un hombre hasta producirle fiebre y refrescarle al mismo tiempo. Ella era como… como un campo de trébol calentado por el sol y luego regado por una fina lluvia. Sí, porque ésa es la cosa de más dulce aroma que Dios puso sobre esta tierra, y cada vez que percibo esa fragancia me acuerdo de la joven y bella princesa Shams.

«¡Comparara una mujer con la planta del trébol! Qué propio de un pastor rústico y poco imaginativo», pensé. Seguramente el ingenio de aquel anciano había quedado embotado o anulado por las décadas que había pasado sin otra compañía que la de grasientas ovejas y nestorianos aún más grasientos.

—No había ni un solo hombre en toda Persia que no se hubiera arriesgado a recibir una paliza de los guardianes del palacio de Kerman sólo por introducirse furtivamente hacia las proximidades de la princesa Luz del Sol y poder verla un instante paseando por su jardín. Para verla descubierta de su velo de chador, un hombre habría entregado la vida. Por la remota esperanza de recibir de ella una sonrisa, un hombre habría entregado su alma inmortal. Y cualquier otra intimidad con ella, hubiera sido una idea inconcebible, incluso para toda la multitud de príncipes ya desesperadamente enamorados de ella. Me quedé mirando fijamente a Vizan, asombrado e incrédulo. La vieja bruja con la que yo había pasado tantas noches desnudo… ¿una visión inalcanzable e inviolable? ¡Era imposible! ¡Absurdo!

—Había tantos pretendientes, y todos ellos estaban tan angustiados por sus anhelos, que el tierno corazón de Shams no pudo o no quiso elegir a ninguno de ellos, arruinando de este modo la vida de todos los demás. Tampoco su padre el sha pudo, durante largo tiempo, elegir por ella. Estaba tan acosado por tantos pretendientes, cada uno le imploraba con más elocuencia que el otro, y cada uno le presionaba con regalos más preciosos… Aquel tumultuoso cortejo continuó literalmente durante años. Cualquier otra doncella se hubiera impacientado al ver que pasaba la flor de su juventud y que aún no se había casado. Pero la belleza de rosa, la gracia de sauce y la dulzura de trébol de Shams continuaban aumentando con el paso del tiempo.

Yo seguía sentado, mirándole fijamente, pero mi escepticismo estaba dejando paso lentamente al asombro. ¿Mi amante había sido todo aquello? ¿Tan exquisitamente deseable para aquel hombre y para otros hombres de aquella lejana época? ¿Tan exquisitamente memorable que aún no había sido olvidada, al menos por él, incluso ahora que se aproximaba el fin de su vida?

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