—Que yo sepa, sólo Georgy y yo usamos Hartmann entre los músicos de la orquesta. Como a veces voy a ensayar a su casa, un día vi el frasco en la repisa de su cuarto de baño, le robé un poco y me encantó. Así fue como la descubrí.
Mientras tanto, y ajeno por completo a una conversación que parecía no interesarle en absoluto, Gregorio daba cuenta de las albóndigas a una velocidad tres veces superior a la de sus compañeros de mesa. En condiciones normales, un despliegue de voracidad como aquél hubiera provocado una llamada al orden por su parte, pero el inspector tenía los cinco sentidos puestos en el que se había convertido, gracias a un golpe de suerte, en su sospechoso número uno y ni siquiera llegó a darse cuenta del desenfreno con el que estaba engullendo su hijo.
—¿Qué clase de tipo es ese Georgy? —preguntó Perdomo, que había ya descartado a la chica como sospechosa, al ver la naturalidad con la que respondía a las preguntas.
—Es un obseso —comenzó a explicarle Elena—. No me refiero a un obseso sexual —aclaró al ver la sonrisa de Gregorio—, sino del trabajo, un
workaholic
, como dicen los americanos. Y eso que los músicos, sobre todo los de jazz, tenemos fama de ser bastante bohemios. Georgy es todo lo contrario, desde que le conozco, y ya va para dos años, no le he visto permitirse un solo momento de ocio. Yo creo que lo lleva en los genes, le han marcado sus ancestros. Georgy es un
Wolgadeutsche
, un alemán del Volga.
—¿Alemán? Pensé que Roskopf era un apellido ruso.
—Pues es alemán, porque su familia es originaria del antiguo ducado de Hesse, al este de Renania. ¿No conoces la historia de los alemanes del Volga? Bueno, yo también la desconocía —aclaró al ver que el otro negaba con la cabeza— hasta que me la contó el propio Georgy. Catalina la Grande, que era alemana, invitó a muchos compatriotas suyos a establecerse en Rusia, a orillas del Volga. Les prometió el oro y el moro: práctica libre de la religión, exención del servicio militar, libertad lingüística absoluta, organización escolar propia y autogobierno. En resumen, que podían seguir siendo étnica y jurídicamente alemanes, aunque estuvieran asentados en Rusia.
Gregorio, que había terminado de comer mucho antes que los otros dos comensales, preguntó a su padre si podía ir a por el helado y éste le dijo que esperara a que ellos terminaran. Elena intercedió por él y su padre le dio permiso, más para agradar a la mujer que por convencimiento de estar haciendo lo correcto.
—Todo lo que la zarina prometió a los alemanes del Volga les fue respetado —continuó Elena—, pero se les obligó a confinarse a las actividades del campo. ¿Te das cuenta? Allí habían ido alemanes de todas las profesiones: farmacéuticos, médicos, abogados, ingenieros, profesores, zapateros, herreros, panaderos; y por supuesto también agricultores. Pero sólo unos pocos lograron dedicarse a su profesión y además, una vez que se asentaron, se les impidió salir del territorio y se les obligó a jurar fidelidad a la emperatriz. ¡Los
Wolgadeutsche
comprendieron de repente que sólo iban a vivir para trabajar! Durante muchas generaciones, los ancianos murieron sin haber conocido, como le pasa a Georgy, ni un solo momento de ocio.
Tras zamparse el helado a una velocidad de vértigo, Gregorio pidió a su padre permiso para irse a la cama, pero éste le recordó que aún faltaba lo más importante, que era el examen del violín. El muchacho fue a por él y cuando se lo puso a Elena entre las manos, la chica no pudo reprimir una carcajada.
—¡Siniestro total! —sentenció divertida—. ¿Qué le ha pasado a este violín? ¿Chocó frontalmente contra un contrabajo? Ni se os ocurra pensar en repararlo, no tendría sentido, sobre todo con un violín tan barato. Yo misma acompañaré a Gregorio, si él quiere, a comprar un violín nuevo. Los checos están haciendo ahora maravillas por la mitad de precio que el resto de los fabricantes.
—Tienes un hijo muy listo —comentó la trombonista una vez que Gregorio se hubo retirado con los restos del violín.
—Sí, a veces creo que demasiado —afirmó el policía—. ¿Te puedo hacer una pregunta personal? —dijo volviendo al tema que tanto le obsesionaba—. ¿Alguna vez ha habido algo entre tú y Georgy?
Elena pareció divertirse con la pregunta.
—¡No, y nunca le he conocido ninguna novia! Él siempre suele decir que tener que divertirse es muy, muy aburrido. Aunque yo sospecho que trabaja tanto para poder dejar de trabajar algún día, porque él sabe que el ritmo de vida que lleva está minando su salud. El otro día le tuve que acompañar al cardiólogo. Le están haciendo pruebas.
—¿Desde cuándo usa esa colonia?
—Yo no le he conocido otra. Creo que es como una seña de identidad suya. Ya sabes, colonia alemana como recordatorio de dónde se hallan sus raíces, porque el pobre ya no tiene idea de dónde está.
—¿A qué te refieres?
—Aunque los Roskopf se quedaron ya para siempre en Rusia, cambiaron de ciudad y se instalaron en San Petersburgo, porque el padre de Georgy tocaba la trompeta y San Petersburgo es una ciudad muy musical. ¿Nunca has oído hablar de la suite
Cuadros de una
exposición
, de Mussorgski?
—Me suena —mintió el inspector—. ¿Por qué?
—Está dedicada a otro alemán del Volga, afincado en San Petersburgo: Víktor Aleksándrovich Hartmann. Era un arquitecto y pintor ruso, muy amigo de Mussorgski. La exposición que da título a la suite era de cuadros suyos.
—¿Hartmann? ¿Como la colonia?
—Claro. El nombre de la colonia es un homenaje al pintor.
—O sea, ¿tú crees que Georgy usa una colonia con nombre de alemán del Volga porque le recuerda quiénes son sus ancestros?
—Georgy se siente totalmente desubicado, porque su familia era oriunda de Hesse, luego se afincó en Saratov, que es la ciudad más importante del sur de Rusia; él nació en San Petersburgo, ha vivido los últimos diez años de su vida en Moscú y ahora reside en España.
Una vez que terminaron de cenar, Elena empezó a recoger los platos, lo que provocó una enérgica protesta por parte de su anfitrión. Pero la trombonista no quiso ni oír hablar de «asistentas que se ocuparían de ello al día siguiente» y argumentó que no soportaba ver un plato sucio sobre una mesa, de modo que ambos acabaron en la cocina, cargando la cesta del lavavajillas.
—¿Georgy Roskopf es vuestro principal sospechoso? —preguntó de pronto Elena—. Le conozco muy bien, y sé que jamás haría daño a nadie, y menos para robar un violín.
—Lo siento, no puedo comentar detalles de la instrucción de un caso con personas ajenas a ella —se excusó Perdomo.
—Ah, pero yo no te he pedido detalles —puntualizó ella—. Sólo te pregunto si estáis en el buen camino.
Perdomo no sabía muy bien qué contestar. A él mismo le parecía difícil de creer que Roskopf hubiera cometido el crimen, por el lugar en el que éste se había producido. Porque ¿cómo se las había arreglado el ruso para llevar a su víctima hasta un lugar solitario del auditorio para poder actuar impunemente? ¿Qué conexión había entre él y la misteriosa partitura encontrada en el camerino de la violinista?
—Sólo te puedo decir que en las últimas horas nos han aportado un dato que podría ser clave para aclarar el crimen.
—Debe de resultarte difícil, ¿no?—. La trombonista acababa de cerrar la puerta del lavavajillas con un sonoro chasquido y se había sentado en uno de los taburetes, como si le apeteciera charlar en la cocina.
—¿Difícil? ¿El qué?
—Que no se te escape ningún dato policial sin tú quererlo. Yo sería incapaz de tener tan dividida mi vida profesional de la personal. En los ensayos, de lo que más hablamos entre los músicos es de nuestras cosas. Y en cambio luego, cuando salimos de cañas, tenemos unas discusiones sobre música impresionantes: que si aquel saxo alto es un fantoche, que si tal disco sólo tiene un tema bueno y lo demás es relleno. ¡Nos tiramos a la yugular!
A la luz de la cocina, Perdomo pudo observar con más detenimiento los sensuales ojos de Elena Calderón. Aquella chica sabía cómo maquillarse, porque otras mujeres, así de acicaladas, seguramente hubieran parecido un mapache o un personaje de noche de brujas. Elena sin embargo había logrado almendrar la forma de sus ojos con el lápiz y luego se las había arreglado para que parecieran más grandes, incrementando gradualmente la intensidad del color sobre los párpados; y también se había rizado las pestañas, para que los ojos aparentaran estar aún más abiertos.
Aunque se había hecho el firme propósito de dejarle a ella la iniciativa —su limitada experiencia con las mujeres le había enseñado que en la siempre delicada ceremonia del cortejo era mejor pecar por defecto que por exceso—, Perdomo no pudo contenerse y la besó en los labios con gran delicadeza. Al ver que la chica no oponía resistencia, volvió a la carga y esta vez ella le correspondió con un beso que tardaría muchos años en olvidar.
Desde el instante mismo en que Elena le reveló que Georgy Roskopf usaba la colonia Hartmann, el inspector Perdomo pensó en tender una trampa al ruso, aunque fue el subinspector Villanueva, con el que se vio obligado a compartir la información, ante la imposibilidad de actuar totalmente en solitario, quien dio forma concreta a ese engaño.
Lo primero que hizo a la mañana siguiente después de la cena —de la que Elena se había despedido con un prometedor beso en los labios— fue ponerse en contacto con Mila, con la que no había vuelto a hablar desde que regresaron de Niza.
—Parece que todos tus esfuerzos pueden dar fruto muy pronto —le dijo, sin aportarle ningún dato más.
—Ya te dije la primera vez que viniste a verme que cuando funciona, funciona —respondió la mujer, cuya voz sonaba visiblemente más animada—. ¿Hay ya algún detenido?
—Quizá esta noche. ¿Qué tal estás tú?
—Mucho mejor. Aunque llevo soportando a mi madre desde que volvimos: me reprocha que la haya dejado abandonada. La capacidad de algunos ancianos para crearte sentimientos de culpa es ilimitada.
—Te iré contando lo que pueda a medida que se vayan desarrollando los hechos —le dijo el policía antes de despedirse.
El plan de Perdomo, del que no dio parte al comisario Galdón para no tener que revelarle que la pista la había suministrado una médium, consistía en que el subinspector Villanueva se hiciera pasar por un chantajista. Éste llamaría a Roskopf para decir que sabía que él había cometido el crimen y que quería dinero a cambio de no alertar a la policía. Si el ruso acudía a la cita con el supuesto extorsionador, querría decir que tenía el violín y que había estrangulado a Ane. Si no acudía, tampoco podía descartarse su culpabilidad, puesto que podría no presentarse por miedo o desconfianza. En ese caso habría que seguir presionándole por otros medios. Desde luego, podría producirse una tercera eventualidad, que era la de que el ruso decidiese darse a la fuga, lo que equivaldría también a una declaración de culpabilidad en toda regla. Perdomo no era muy partidario de estas celadas policiales, pero estaba dispuesto a hacer una excepción en ese caso, porque el juez nunca hubiera emitido un auto de detención fundamentado en una percepción extrasensorial. Si el ruso había cometido el asesinato, nadie le había visto hacerlo, y la única manera de ponerlo a disposición judicial era que él mismo confesase su crimen por el procedimiento de autodelatarse. Y había otro elemento a favor de este garlito policial: un cincuenta por ciento de las veces, las trampas daban resultado. Villanueva le recordó que el mes anterior, sin ir más lejos, agentes de la Brigada del Patrimonio Histórico habían detenido a un buscadísimo falsificador de cuadros haciéndose pasar por la persona a la que el delincuente quería vender la pintura, el mítico coleccionista Antonio López-Serrano.
El subinspector Villanueva mantuvo con Roskopf una conversación breve pero tensa. Perdomo estaba escuchando desde otro teléfono y el diálogo fue grabado en un disco duro.
—¿Georgy Roskopf?
—Sí, ¿quién es?
Al otro lado de la línea se oía un guirigay de instrumentistas de viento, calentando antes de un ensayo. Perdomo sabía perfectamente dónde se encontraba el ruso, un conocidísimo local de ensayo llamado La Atalaya, que alquilaba sus salas por horas. Desde primera hora de la mañana había un par de hombres siguiéndole los pasos para evitar que el presunto asesino se les escurriera entre los dedos.
El policía se estremeció al pensar que Elena Calderón pudiera estar entre los músicos.
—Mi nombre no importa —dijo Villanueva—. Sé que lo hiciste tú porque la noche del crimen te vi salir de la Sala del Coro.
El teléfono empezó a hacer ruidos extraños, señal de que el tuba se estaba moviendo, tratando de dejar atrás aquella torre de Babel musical que le impedía enterarse del diálogo.
—Perdón —dijo el ruso cuando logró encontrar un lugar apartado desde el que hablar—. No le escuchaba. ¿Quién me ha dicho que es?
El subinspector Villanueva le repitió la frase palabra por palabra y el ruso contestó, en tono tranquilo:
—No sé de qué me habla, señor. ¿Qué es lo que quiere?
—Veros a los dos. A ti y al violín. Porque tienes el violín, ¿no?
El tuba no contestó. Debía de estar conteniendo el aliento, ya que ni siquiera se le oía respirar.
—Te espero hoy a medianoche en la plaza que hay frente a la Sala Sinfónica del Auditorio —continuó el policía—. Trae el Stradivarius: será el precio que tendrás que pagar para que no vaya a la policía. Si te ha quedado claro, repíteme la hora y el lugar de la cita. Vamos, quiero oírte.
Pero el ruso no respondió, sino que colgó el teléfono tras mascullar
po'shyol 'na hui!
, una blasfemia rusa que horas más tarde el intérprete de la UDEV logró traducir como el «¡que te follen!» castellano.
—¿Tú crees que sabe algo? —preguntó Perdomo al subinspector Villanueva cuando se interrumpió la comunicación.
—Es difícil mojarse —respondió el policía—. Parecía más cabreado que asustado. Igual ha pensado que se trataba de una broma—. ¿Mantenemos el operativo de esta noche?
—Por supuesto —afirmó Perdomo—. Imagínate que el ruso acude a la cita y nosotros nos quedamos en casita. No podría imaginar un ridículo de mayores proporciones.
Cuando el subinspector iba a abandonar el despacho, Perdomo le dijo:
—Buen trabajo, Villanueva. Pero si te vas de la lengua con Galdón, todo esto no habrá servido para nada.