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Authors: Italo Calvino

El vizconde demediado (4 page)

BOOK: El vizconde demediado
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Estábamos en un lugar escarpado y torrentoso; el doctor Trelawney y yo corríamos sin poner los pies en el suelo por las rocas, pero oíamos a los campesinos enfurecidos acercarse por detrás de nosotros, a nuestras espaldas. En un sitio llamado Salto de la Mala Cara, un puentecillo de troncos atravesaba un precipicio muy profundo. En lugar de pasar por el puentecillo, el doctor y yo nos escondimos en un escalón de la roca en el mismo borde del precipicio, apenas a tiempo porque ya teníamos a los campesinos pisándonos los talones. No nos vieron, y gritando: «¿Dónde están esos bastardos?» corrieron directamente hacia el puente. Un chasquido, y chillando fueron engullidos por el precipicio hasta el torrente que corría allá abajo en el fondo.

El espanto de Trelawny y mío por nuestra suerte se transformó en alivio por el peligro desaparecido y luego de nuevo en espanto por el horrendo fin que habían tenido nuestros perseguidores. Apenas nos atrevimos a asomarnos y a mirar abajo a la oscuridad donde los campesinos habían desaparecido. Alzando los ojos vimos los restos del puentecillo: los troncos estaban todavía bien sólidos, sólo que partidos por la mitad, como si los hubiesen serrado; de ninguna otra manera podíamos explicarnos cómo aquella gruesa madera pudo ceder con una rotura tan neta.

—Aquí ha intervenido quien yo sé —dijo el doctor Trelawney, y también yo ya lo había comprendido.

En efecto, se oyó un rápido galopar y sobre el borde del barranco aparecieron un caballo y un jinete medio envuelto en una capa negra. Era el vizconde Medardo, que con su helada sonrisa triangular contemplaba el trágico resultado de la trampa, quizá también imprevisto para él mismo: seguro que había querido matarnos a nosotros dos; en cambio ocurrió que nos salvó la vida. Temblorosos, lo vimos alejarse sobre aquel enjuto caballo que saltaba por las rocas como si fuese hijo de una cabra.

En aquel tiempo mi tío paseaba siempre a caballo: se había hecho construir por el albardero Pietrochiodo una silla especial a uno de cuyos estribos podía asegurarse con correas, mientras al otro se le ataba un contrapeso. Al lado de la silla había sujetado una espada y una muleta. Y así el vizconde cabalgaba con un sombrero en la cabeza de alas anchas y con plumas, cuya mitad desaparecía bajo la capa agitada por el viento. Donde se oía el ruido de cascos de su caballo todos escapaban peor que cuando pasaba Galateo el leproso, y se llevaban a los niños y animales, y temían por las plantas, porque la maldad del vizconde no perdonaba a nadie y podía desatarse de un momento a otro en las acciones más imprevisibles e incomprensibles.

No había estado nunca enfermo y por lo tanto no había tenido nunca necesidad de los cuidados del doctor Trelawney; pero en un caso parecido no sé cómo el doctor se las habría arreglado, con todo lo que hacía para evitar a mi tío y para ni siquiera oír hablar de él. Cuando aludían al vizconde y su crueldad, el doctor Trelawney meneaba la cabeza y hacía muecas murmurando: «¡Oh, oh, oh!… ¡Tse, tse, tse!», como cuando se le decía alguna inconveniencia. Y, para cambiar de tema, empezaba a contar viajes del capitán Cook. Una vez intenté preguntarle cómo, según él, podía vivir mi tío tan mutilado, pero el inglés no pudo decirme otra cosa que aquel «¡Oh, oh, oh!… ¡Tse, tse, tse!» Parecía que desde el punto de vista de la medicina, el caso de mi tío no suscitaba ningún interés en el doctor; pero yo empezaba a pensar si no se había convertido en médico sólo por imposición familiar o conveniencia, y que quizás esta ciencia no le importaba en absoluto. Posiblemente su carrera de médico de a bordo se debía sólo a su habilidad en los juegos de naipes, por lo que los más famosos navegantes, el primero de todos el capitán Cook, se lo disputaban como compañero de partida.

Una noche el doctor Trelawney pescaba con la red fuegos fatuos en nuestro viejo cementerio, cuando vio ante él a Medardo de Terralba que hacía apacentar su caballo sobre las tumbas. El doctor estaba muy confundido y asustado, pero el vizconde se le acercó y le preguntó con la pronunciación muy defectuosa de su boca demediada:

—¿Busca usted mariposas nocturnas, doctor?

—Oh, milord —respondió el doctor con un hilo de voz—, oh, oh, no mariposas precisamente, milord… Fuegos fatuos, ¿sabe?, fuegos fatuos…

—Ya, los fuegos fatuos. A menudo también yo me he preguntado su origen.

—Desde hace tiempo, modestamente, son objeto de mis estudios, milord… —dijo Trelawney, un poco animado por aquel tono benévolo.

Medardo retorció en una sonrisa su media cara angulosa, con la piel tensa como una calavera.

—Como investigador es usted merecedor de todas las atenciones —le dijo—. Lástima que este cementerio, abandonado como está, no sea un buen terreno para los fuegos fatuos. Pero le prometo que mañana mismo intentaré ayudarle tanto como me sea posible.

El día siguiente era el establecido para la administración de la justicia, y el vizconde condenó a muerte a una decena de campesinos, porque, según sus cálculos, no habían entregado toda la parte de cosecha que debían al castillo. Los muertos fueron sepultados en la tierra de la fosa común y el cementerio hizo salir cada noche fuegos en abundancia. El doctor Trelawney estaba muy asustado por esta ayuda, si bien la encontraba muy útil para sus estudios.

En esta trágica coyuntura, Maese Pietrochiodo había perfeccionado mucho su arte de construir horcas. Ahora eran verdaderas obras maestras de carpintería y mecánica, y no sólo las horcas, sino también los potros, los árganos y los otros instrumentos de tortura con los que el vizconde Medardo arrancaba las confesiones a los acusados. Yo estaba a menudo en el taller de Pietrochiodo, porque era muy hermoso verle trabajar con tanta habilidad y pasión. Pero un tormento martirizaba siempre el corazón del albardero. Aquello que él construía eran patíbulos para los inocentes. «¿Qué puedo hacer —pensaba— para que me hagan construir algo tan bien maquinado, pero con otra finalidad? ¿Y cuáles pueden ser los nuevos mecanismos que yo construiría más a gusto?» Pero al no poder contestar estos interrogantes, trataba de desalojarlos de la cabeza, obstinándose en hacer los montajes tan bellos e ingeniosos como podía.

—Tienes que olvidarte de la finalidad a la que servirán —me decía también a mí—. Obsérvalos sólo como mecanismos. ¿No ves lo bellos que son?

Yo miraba aquellas arquitecturas de maderos, aquel subir y bajar de cuerdas, aquel encadenamiento de árganos y poleas, y me esforzaba en no ver encima los cuerpos desgarrados, pero cuanto más me esforzaba más obligado estaba a pensar en ello, y le decía a Pietrochiodo:

—¿Qué puedo hacer?

—¿Y qué es lo que hago yo, muchacho —replicaba él—, qué te parece que hago yo?

Pero a pesar de amarguras y temores, aquellos tiempos tenían su parte de alegría. La hora más hermosa era cuando el sol estaba alto y el mar era de oro, y las gallinas tras poner el huevo cantaban, y por los senderos se oía el sonido del cuerno del leproso. El leproso pasaba cada mañana a hacer la colecta para sus compañeros de desventura. Se llamaba Galateo, y llevaba colgado del cuello un cuerno de caza, cuyo sonido advertía desde lejos su presencia. Las mujeres oían el cuerno y ponían sobre el canto de la tapia huevos, o calabacines, o tomates, y a veces un conejo pequeño despellejado; y luego escapaban a esconderse llevándose a los niños, porque nadie debe quedarse en las calles cuando pasa el leproso: la lepra se contagia desde lejos e incluso verlo era peligroso. Precedido por los toques del cuerno, Galateo caminaba despacio por los senderos desiertos, con el largo bastón en la mano, y el vestido rasgado que le llegaba al suelo. Tenía largos cabellos amarillos resecos y una redonda cara blanca, ya un poco descompuesta por la lepra. Recogía los donativos, los metía en su cuévano, y voceaba agradecimientos hacia las casas de los campesinos escondidos, con su voz suave, y añadiendo siempre alguna alusión graciosa o maligna.

En aquella época en las regiones cercanas al mar la lepra era una enfermedad extendida, y había cerca de nosotros un pueblecito, Pratofungo, habitado sólo por leprosos, a los que estábamos obligados a entregar donativos, que precisamente recogía Galateo. Cuando alguien, de la parte del mar o de la montaña, cogía la lepra, dejaba parientes y amigos y se iba a Pratofungo a pasar el resto de su vida esperando que el mal le devorase. Se hablaba de grandes fiestas que acogían a cada recién llegado: desde lejos se oían ascender de las casas de los leprosos, hasta la noche, sones y canciones.

Se decían muchas cosas de Pratofungo, aunque ninguna persona sana había estado nunca allí; pero todos estaban de acuerdo en que allá la vida era un continuo jolgorio. El pueblo antes de convertirse en asilo de leprosos había sido un cubil de prostitutas a donde acudían marineros de todas las razas y religiones: y parecía que las mujeres todavía conservaban las costumbres licenciosas de aquella época. Los leprosos no trabajaban la tierra, salvo una viña con una uva cuyo vinillo los mantenía todo el año en estado de sutil ebriedad. La gran ocupación de los leprosos era tocar extraños instrumentos inventados por ellos, arpas de cuyas cuerdas colgaban campanillas, y cantar en falsete, y pintar los huevos con pinceladas de todos los colores como si siempre fuera Pascua. Así, disipándose entre músicas dulces, con guirnaldas de jazmines en torno a los rostros desfigurados olvidaban el consorcio humano del que la enfermedad los había alejado.

Nunca ningún médico nuestro había querido cuidarse de los leprosos, pero cuando Trelawney se estableció entre nosotros, alguien esperó que quisiera dedicar su ciencia a sanar aquella plaga de nuestra región. También yo compartía estas esperanzas a mi manera infantil: desde hacía tiempo tenía un gran deseo de llegarme hasta Pratofungo y asistir a las fiestas de los leprosos; y si el doctor se hubiese dedicado a experimentar sus fármacos con aquellos desventurados, me habría quizá permitido acompañarlo alguna vez hasta dentro del pueblo. Pero nada de esto aconteció: apenas oía el cuerno de Galateo, el doctor Trelawney echaba a correr y nadie parecía tener más miedo que él del contagio. Alguna vez intenté interrogarle sobre la naturaleza de aquella enfermedad, pero dio respuestas evasivas y confusas, como si la sola palabra «lepra» bastase para incomodarle.

En el fondo, no sé por qué nos obstinábamos en considerarle un médico: para los animales, especialmente los más pequeños, para los fenómenos naturales estaba siempre vigilante, pero los seres humanos y sus enfermedades le llenaban de repugnancia y espanto. La sangre le horrorizaba, tocaba sólo con la punta de los dedos a los enfermos, y ante los casos graves se tapaba la nariz con un pañuelo de seda mojado con vinagre. Púdico como una chica, al ver un cuerpo desnudo se sonrojaba; si además se trataba de una mujer, mantenía los ojos bajos y balbuceaba; mujeres, en sus largos viajes por los océanos, parecía que no las había conocido nunca. Por suerte entre nosotros en aquella época los partos eran asunto de comadronas y no de médicos, si no quién sabe cómo habría salido del apuro.

A mi tío le vino la idea de los incendios. Por la noche, de repente, un henil de campesinos miserables ardía, o un árbol, o todo un bosque. Estábamos hasta la mañana, entonces, pasándonos de mano en mano cubos de agua para apagar las llamas. Las víctimas eran siempre infelices que se las habían habido con el vizconde, por alguna de sus ordenanzas cada vez más severas e injustas, o por los tributos que había doblado. No contento con incendiar los bienes, la emprendió con los poblados: parecía que se acercaba de noche, que lanzaba yescas encendidas sobre los techos, y luego escapaba a caballo; pero nunca se conseguía que alguien le pillara en su acción. Una vez murieron dos viejos; otra, un chico apareció con el cráneo como despellejado. En los campesinos el odio contra él crecía. Sus enemigos más obstinados eran las familias de religión hugonota que habitaban los caseríos de Col Gerbido; allí los hombres montaban guardia turnándose durante toda la noche para prevenir incendios.

Sin ninguna razón plausible, una noche se acercó hasta las casas de Pratofungo que tenían los techos de paja y lanzó contra ellos brea y fuego. Los leprosos tienen la virtud de que abrasados no sienten dolor, y, si les hubiesen cogido las llamas durante el sueño, con seguridad que ya no se habrían despertado. Pero alejándose al galope, el vizconde oyó que del pueblo se alzaba el son de un violín: los habitantes de Pratofungo velaban, ocupados en sus juegos. Se quemaron todos, pero no sufrieron y se divirtieron como solían. Apagaron pronto el incendio; también sus casas, quizás porque incluso ellas estaban impregnadas de lepra, sufrieron pocos daños por las llamas.

La maldad de Medardo se dirigió también contra su propio haber: el castillo. El fuego comenzó en el ala donde vivían los criados y flameó entre fuertes chillidos de quien había quedado prisionero, mientras se vio al vizconde alejarse cabalgando por el campo. Era un atentado que había tendido a la vida de su nodriza y casi madre Sebastiana. Con la obstinación autoritaria que las mujeres pretenden mantener sobre aquellos que han conocido de niños, Sebastiana no dejaba nunca de regañar al vizconde en cada nueva fechoría, incluso cuando ya todos se habían convencido de que su naturaleza estaba abocada a una irreparable, insana crueldad. Sacaron a Sebastiana maltrecha de los muros carbonizados y tuvo que guardar cama muchos días, para curarse de las quemaduras.

Una noche, la puerta de la habitación en la que yacía se abrió y el vizconde apareció junto a la cama.

—¿Qué son esas manchas en vuestra cara, nodriza? —dijo Medardo, indicando las quemaduras.

—Un rastro de tus pecados, hijo —dijo la vieja, serena.

—Vuestra piel está afeada; ¿qué mal tenéis, nodriza?

—Un mal que no es nada, hijo mío, comparado con el que te espera en el infierno, si no te corriges.

—Deberíais curaros pronto: no querría que se supiera por ahí este mal que padecéis…

—No tengo que tomar marido, para cuidar de mi cuerpo. Me basta la conciencia tranquila. Si pudieras decir tú lo mismo…

—Y sin embargo, vuestro esposo os espera, para llevaros consigo, ¿no lo sabéis?

—No ridiculices la vejez, hijo, tú que has tenido la juventud agraviada.

—No bromeo. Escuchad, nodriza: vuestro novio está tocando bajo la ventana…

Sebastiana aguzó el oído y oyó fuera del castillo el son del cuerno del leproso.

Al día siguiente Medardo mandó llamar al doctor Trelawney.

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