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Authors: Desmond Morris

Tags: #GusiX, Ensayo, Ciencia

El zoo humano (25 page)

BOOK: El zoo humano
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En los zoos en que se permite al público dar de comer a los animales, ciertas especies aburridas que no tienen otra cosa que hacer continuarán comiendo hasta engordar en exceso. Habrán comido ya la dieta completa que se les suministra por el zoo y no tendrán hambre, pero mordisquear es mejor que no hacer nada. Engordan cada vez más, o se ponen enfermos, o ambas cosas a la vez. Las cabras comen montañas de cartones de helados, papeles, casi cualquier cosa que se les ofrezca. Las avestruces consumen incluso afilados objetos de metal. Un caso clásico es el de un elefante hembra. Fue observada atentamente durante un día en el zoo, y en ese tiempo (además de su normal y nutritivamente adecuada dieta de zoo) devoró los siguientes objetos que le fueron ofrecidos por el público: 1.706 cacahuetes, 1.330 caramelos, 1.089 trozos de pan, 811 galletas, 198 gajos de naranja, 17 manzanas, 16 pedazos de papel, 7 helados, una hamburguesa, un cordón de zapatos y un guante de cuero blanco de señora. Se conocen casos de osos de parque zoológico que han muerto asfixiados a causa de la enorme presión del alimento en sus estómagos. Tales son los sacrificios realizados a la lucha de estímulo.

Uno de los ejemplos más extraños de este fenómeno se refiere a un gran gorila macho que, regularmente, comía, regurgitaba y volvía a comer su alimento, realizando su propia versión de un banquete romano. Este proceso fue llevado más lejos aún por un melurso, al que se vio frecuentemente regurgitar su comida más de cien veces, volviéndola a ingerir de nuevo con los gorgoteantes y succionantes sonidos típicos de su especie.

Si las posibilidades de entregarse a una conducta de alimentación son limitadas y no hay otra cosa que hacer, un animal puede siempre lavarse excesivamente, prolongando la actuación hasta mucho después de que sus plumas o su piel estén perfectamente limpias y acicaladas. También esto puede suscitar problemas. Recuerdo una cacatúa de cresta sulfurosa a la que sólo le quedaba una pluma, una larga y amarilla pluma en su cresta, estando el resto de su cuerpo tan desnudo como el de un polluelo. Éste era un caso extremo, pero no aislado. Los mamíferos pueden rascarse y lamerse zonas de la piel hasta que se desarrollan úlceras que establecen su propio círculo vicioso de irritación y rascado.

Son bien conocidas las desagradables formas que este principio adopta para el luchador humano de estímulo. En la infancia, existe el ejemplo del prolongado chuparse el dedo pulgar, que es consecuencia de demasiado escasos contacto e interacción con la madre. Al hacernos mayores, podemos dedicarnos a la comida como recurso ocupacional, mordisqueando distraídamente chocolates y galletas para pasar el tiempo, y, en consecuencia, engordando más y más, al igual que los osos de zoo. O podemos acicalarnos hasta extremos que nos originen dificultades, como la cacatúa. Para nosotros, esto probablemente adoptará la forma de morder las uñas o rascar las patillas. Beber: si las bebidas son abundantes y dulces se puede llegar a la obesidad; si espaciadas y alcohólicas, al hábito y, posiblemente, a padecer afecciones hepáticas. Fumar, puede ser otro recurso para matar el tiempo, y también esto tiene sus peligros.

Evidentemente, existen peligros si se emprende violentamente la lucha de estímulo. El inconveniente de estos pasatiempos es que son tan limitados que hacen imposible el desarrollo. Lo único que se puede hacer con ellos es repetirlos una y otra vez, estirarlos. Para ser de verdad eficaces, hay que entregarse a ellos durante largos períodos de tiempo, lo cual causa perjuicios. Inofensivos en el curso ordinario de las cosas, como pasatiempos triviales, se tornan perjudiciales cuando se cultivan con exceso.

3. Si el estímulo es demasiado débil, puede aumentarse la intensidad de conducta inventando nuevas actividades.

Éste es el principio de creatividad. Si las actividades habituales son demasiado monótonas, el animal inteligente de zoo debe inventar otras nuevas. Los chimpancés cautivos, por ejemplo, se las ingeniarán para introducir novedades en su medio ambiente explorando las posibilidades de nuevas formas de locomoción, rodando sobre sí mismos, arrastrando las patas y realizando una gran variedad de ejercicios gimnásticos. Si pueden encontrar un trozo de cuerda, la pasarán por el techo de su jaula, colgándose de ambos extremos con los dientes o las manos, y girarán en el aire, suspendidos como acróbatas circenses.

Muchos animales de zoo utilizan a los visitantes para mitigar el aburrimiento. Si no hacen caso a las personas que pasan junto a sus jaulas, se hallan expuestos a que tampoco se les haga caso a ellos, pero, si las estimulan de alguna manera, entonces los visitantes los estimularán a su vez. Es sorprendente lo que puede uno obligar a hacer a los visitantes del zoo, cuando se es un ingenioso animal de zoo. Si uno es un chimpancé o un orangután y escupe sobre ellos, gritarán y se arremolinarán. Eso ayuda a pasar el día. Si uno es un elefante, puede lanzarles escupitajos con el extremo de la trompa. Si es una morsa, puede salpicar agua sobre ellos con sus aletas. Si es un loro o una cotorra, puede atraerlos con sus plumas desordenadas para que se las arreglen y picotearles entonces los dedos.

Un león macho perfeccionó de forma notable su manipulación del público. Su método habitual de micción (como los gatos) consistía en proyectar un chorro de orina horizontalmente y hacia atrás contra un objeto vertical, depositando sobre él su aroma personal. Cuando hacía esto contra uno de los barrotes de la parte delantera de su jaula, advertía que las salpicaduras alcanzaban a sus visitantes y originaba una interesante reacción. Se echaban hacia atrás de un salto, gritando. Con el paso del tiempo, no sólo mejoró su puntería, sino que añadió también un nuevo truco. Después de la primera rociada, cuando la fila delantera de sus visitantes se había retirado, la segunda fila ocupaba rápidamente su lugar para ver mejor.

En vez de soltar su orina en un solo chorro, guardaba parte de ella para una segunda rociada, y de esta manera conseguía excitar también a la nueva primera fila.

Pedir alimento (cosa distinta de mordisquear alimento) es una medida menos drástica, pero igualmente recompensadora, y es practicada por una amplia diversidad de especies. Todo lo que se necesita es inventar alguna acción o postura peculiar que llame la atención de los transeúntes y les haga creer que está uno hambriento. Los monos y los chimpancés consideran que una mano extendida es adecuada, pero los osos han demostrado ser más imaginativos. Cada uno tiene su propia especialidad: uno se alzará sobre sus patas traseras y agitará una garra; otro se sentará en una postura curvada, abrazándose las garras traseras con las patas delanteras; otro se levantará y enganchará una de sus garras delanteras en la mandíbula inferior de su boca abierta; otro se erguirá y hará movimientos de llamada con la cabeza. Es sorprendente lo fácil que resulta, si se es un oso inteligente, amaestrar a los visitantes de zoo para que reaccionen a estas exhibiciones. Lo malo es que para mantener el interés de los visitantes tiene uno que recompensarlos comiendo los objetos que le tiran a uno. Si no lo hace, no tardarán en alejarse, y se habrá perdido el excitante estímulo de la interacción social que uno ha inventado. Ya hemos observado el resultado de esto: es precisamente cambiar al menos satisfactorio «principio de complacencia», y se vuelve uno gordo y enfermo.

El dato esencial de esta gimnasia y estas rutinas mendicantes de zoo consiste en que no se encuentran en la naturaleza las pautas motrices implicadas. Son invenciones conectadas con las condiciones especiales de cautividad.

En el zoo humano, este principio de creatividad es llevado a extremos impresionantes. Ya he señalado que puede surgir la desilusión cuando las actividades sustitutivas de la lucha de estímulo empiezan a parecer absurdas y carentes de sentido, a menudo porque su alcance es más bien limitado.

Para evitar estas limitaciones, los hombres han buscado formas de expresión cada vez más complejas, formas que se tornan tan absorbentes que llevan al individuo a planos de experiencia tan elevados que las recompensas son infinitas. Pasamos aquí del terreno de las banalidades ocupacionales a los excitantes mundos de las bellas artes, la filosofía y las ciencias puras. Éstas poseen el gran valor de que no sólo combaten eficazmente el subestímulo, sino que, al mismo tiempo, hacen el máximo uso de la más espectacular propiedad física del hombre: su gigantesco cerebro.

Debido a la gran importancia que estas actividades han adquirido en nuestras civilizaciones, tendemos a olvidar que, en cierto sentido, no son más que recursos de la lucha de estímulo. Como el escondite o el ajedrez, ayudan a pasar el tiempo entre la cuna y la tumba a aquellos que son lo bastante afortunados para no estar totalmente inmersos en la lucha por la simple supervivencia. Digo afortunados, porque, como he mencionado anteriormente, la gran ventaja de la condición supertribal es que somos relativamente libres de elegir las formas que adoptan nuestras actividades, y, cuando el cerebro humano puede idear ocupaciones tan bellas como éstas, debemos considerarnos afortunados de figurar entre los luchadores de estímulo, en vez de entre los luchadores por la supervivencia. Éste es el hombre para quien el inventor pone en juego todas sus facultades. Cuando estudiamos los progresos de la ciencia, leemos poesía, escuchamos sinfonías, presenciamos ballets o contemplamos cuadros, no podemos por menos de maravillarnos ante los extremos a que la Humanidad ha llevado la lucha de estímulo y ante la increíble sensibilidad con que ha sido abordada.

4. Si el estímulo es demasiado débil, puede aumentarse la intensidad de conducta realizando respuestas normales a estímulos subnormales.

Este es el principio de desbordamiento. Si el impulso interno de realizar alguna actividad se hace demasiado grande, puede «desbordarse» en ausencia de los objetos externos que normalmente lo provocan.

Objetos que en el estado salvaje nunca suscitarían una reacción, son objeto de plena atención en el hosco ambiente del zoo. En los monos, esto puede adoptar la forma de coprofagia: si no hay ningún alimento que masticar, entonces servirán las heces. Si no hay territorio que recorrer, servirán los interminables paseos por la jaula. El animal camina incesantemente de un lado a otro, hasta que sus rítmicos y estériles pasos trazan un camino. También en este caso, es mejor que nada.

A falta de un compañero adecuado, un animal de zoo puede intentar, virtualmente, copular con cualquier cosa que esté a su alcance. Una hiena solitaria, por ejemplo, se las arregló para aparearse con el plato circular de su comida, poniéndolo de canto y haciéndolo rodar de un lado a otro bajo su cuerpo, de modo que oprimía rítmicamente su pene. Un mapache que vivía solo solía utilizar su lecho como compañero. Pudo vérsele formar un compacto montón de paja, apretarlo contra su cuerpo y, luego, hacer movimientos pelvianos en él. A veces, cuando un animal es mantenido con otro de una especie diferente, el compañero extraño puede ser utilizado como sustituto. Un puercoespín macho de cola velluda que vivía con un puercoespín de árbol, intentaba una y otra vez montar a éste. Las dos especies no están estrechamente relacionadas, y la disposición de las espinas es muy diferente, con el resultado de que resultaba extremadamente doloroso para el frustrado macho. En otra jaula, un pequeño mono-ardilla convivía con un gran roedor de forma de canguro llamado springhaas, que era unas diez veces más grande que él. Con gran intrepidez, el diminuto mono solía saltar sobre el lomo del roedor dormido e intentaba copular. El resultado de sus desesperadas frustraciones fue reseñado en la Prensa local, pero con una interpretación completamente errónea. Se le presentaba como dedicándose a un divertido juego «cabalgando en la espalda del gran animal, como un peludo y pequeño jockey».

Los ejemplos sexuales suscitan ciertas reminiscencias de fetichismo, pero no deben confundirse con él. En el caso de «actividades desbordadas», tan pronto como el estímulo natural es introducido en el medio ambiente, el animal vuelve a la normalidad. En los ejemplos que he mencionado, los machos volvieron inmediatamente sus atenciones a las hembras de su propia especie cuando éstas estuvieron a su alcance. No estaban «atrapados» en sus sustitutos de hembras, como los verdaderos fetichistas que he examinado en el capítulo anterior.

Una insólita actividad desbordada mutua se produjo cuando un melurso hembra y un pequeño mono douroucouli fueron alojados juntos. En estado natural, este mono se hace una cómoda madriguera en el interior de un árbol hueco, donde duerme durante el día. El melurso hembra, si hubiera parido en estado de libertad, habría llevado a su prole sobre el cuerpo durante un considerable período de tiempo. En el zoo, el mono carecía de un lecho cálido y acogedor, y el melurso no tenía prole. El problema fue resuelto para los dos mediante el sencillo expediente de que el mono durmiera firmemente abrazado sobre el cuerpo del melurso.

El funcionamiento de este cuarto principio de la lucha de estímulo no es tanto un caso de cualquier puerto en un temporal, como de cualquier puerto cuando el temporal calme, y, pese a los muchos vientos que soplan sobre el zoo humano, el animal humano se encuentra con frecuencia en esta situación. Las actuaciones emocionales del miembro de supertribu están siendo constantemente bloqueadas por una u otra razón. En medio de la abundancia material hay mucha privación de conducta. Entonces, como los animales de zoo, es impulsado a responder a estímulos subnormales, por inferiores que éstos puedan ser.

En la esfera sexual, el hombre está mucho mejor equipado que la mayoría de las especies para resolver el problema de ausencia de compañero por medio de la masturbación. Pese a ello, de vez en cuando se lleva a cabo la zoofilia, o el acto de copulación realizado entre un ser humano y alguna otra especie animal. Es raro, pero menos de lo que imagina la mayoría de la gente. Un reciente estudio americano reveló que en aquel país, entre muchachos criados en granjas, alrededor de un 17 por ciento experimentan orgasmo a consecuencia de «contactos animales», al menos una vez durante su vida. Hay muchos más que se entregan a formas más mitigadas de interacción sexual con animales de granja, y en ciertos distritos se ha calculado la cifra total hasta en un 65 por ciento de los chicos campesinos. Los animales favorecidos suelen ser terneros, asnos y ovejas, y, en ocasiones, algunas de las aves más grandes, tales como gansos, patos y gallinas.

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