Elegidas (11 page)

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Authors: Kristina Ohlsson

Tags: #Intriga

BOOK: Elegidas
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«No me lo da todo —solía pensar—. Pero en vista de que ahora mismo no tengo a nadie más, me da lo suficiente.» La relación quizás era poco convencional, pero sí era auténtica y práctica, y no dejaba en ridículo a ninguno de los dos. Un intercambio recíproco en el que ninguno aparecía como un claro perdedor. Por otra parte, Fredrika se negaba a analizar si uno de los dos era un claro vencedor. Mientras su corazón echara de menos a Spencer, ella seguiría sus designios.

Una mujer mayor, que supuso sería la madre de Gabriel, se encontraba ya en las escaleras de entrada cuando Fredrika frenó y detuvo el vehículo frente a la casa. La mujer le hizo un gesto para que bajara la ventanilla.

—Por favor, aparca allí —le indicó mientras señalaba con un dedo largo y delgado un sitio libre junto a dos coches.

Fredrika aparcó y salió del vehículo. Respiró hondo el aire húmedo y sintió que la ropa se le pegaba al cuerpo. Mientras se acercaba a Teodora Sebastiansson, miró a su alrededor. El jardín era grande en comparación con los que había visto antes de llegar allí, casi como un parque al final de la calle. El césped era de un verde antinatural, como un campo de golf, y estaba rodeado por un muro. La verja que había atravesado Fredrika era la única entrada que había visto. La embargó una sensación de sofoco y nula hospitalidad. Justo detrás de la casa, había unos árboles majestuosos que no reconoció. Por algún motivo, Fredrika no podía imaginarse que allí hubieran jugado niños alguna vez. En el césped, un poco más alejado, cerca del muro, crecían magníficos árboles frutales, y un poco más lejos, junto al lugar donde Fredrika había aparcado el coche, había un invernadero de enormes proporciones.

—Durante el verano, y en lo que respecta a las verduras, somos autosuficientes —explicó la mujer mayor como respuesta a la pregunta que Fredrika debía de tener pintada en la cara mientras admiraba el invernadero—. El padre de mi marido tenía un gran interés por las hortalizas —añadió mientras Fredrika se acercaba.

Algo en la voz de la mujer le hizo reaccionar. Arrastraba ciertas consonantes y tenía un eco difícil de explicar en una persona de constitución pequeña.

Fredrika alargó la mano al llegar a la escalera y se presentó.

—Fredrika Bergman, investigadora de la policía.

La mujer estrechó la mano de Fredrika con una fuerza inesperada, igual que Sara en la Estación Central.

—Teodora Sebastiansson —se presentó con un esbozo de sonrisa.

A Fredrika le pareció que la sonrisa envejecía aquella cara tan delicada.

—Ha sido muy amable al permitir que pasara a verla —le agradeció.

Teodora asintió con la misma gracia que había mostrado al señalar la plaza de aparcamiento. Su sonrisa se esfumó y los rasgos de su cara se tensaron.

Fredrika se dio cuenta que eran más o menos de la misma estatura, pero ahí acababan las similitudes. El cabello gris y probablemente muy largo de Teodora estaba recogido en un tirante moño. Sus ojos eran de un azul frío, como los de su hijo, según había visto Fredrika en una fotografía del registro de pasaportes. Parecía ejercer un control riguroso de su expresión corporal y sus manos descansaban una encima de la otra en la parte inferior del estómago, justo donde la blusa se juntaba con la falda gris. La blusa color crema estaba adornada con un broche bajo la barbilla puntiaguda. En las orejas llevaba unos sencillos pendientes de perlas.

—Como es natural, estoy muy preocupada por mi pequeña nieta —dijo Teodora, pero su voz era tan impersonal que a Fredrika le costó creerla—. Haré todo lo posible por ayudar a la policía.

Alargó una mano y con un sencillo gesto indicó a Fredrika que podía pasar. Ésta entró en el gran recibidor y oyó que Teodora cerraba la puerta tras ellas con decisión.

Durante un momento se hizo un completo silencio, mientras sus ojos se acostumbraban a la escasa luz del recibidor, donde no había ventanas. En ese corto espacio de tiempo, tuvo la impresión de que acababa de meterse en un museo de finales de siglo. Un turista no europeo probablemente estuviera dispuesto a pagar una pequeña fortuna por visitar la casa de la familia Sebastiansson. La sensación de encontrarse en otra época aumentó, si eso era posible, cuando Fredrika entró en lo que debía de ser el salón para recibir visitas. Cada uno de los detalles —el papel de las paredes, los estucados en el techo, el mobiliario y la decoración, los cuadros y la lámpara de araña— había sido elegido con esmero y exquisita precisión para proporcionar a la casa la sensación de que el tiempo se había estancado.

Fredrika estaba impresionada y no recordaba haber visto nada igual en su vida, ni siquiera en casa de los amigos más burgueses de sus abuelos paternos.

Teodora Sebastiansson permanecía justo detrás de Fredrika y observaba con satisfacción indisimulada su fascinación por la decoración de la casa.

—Mi padre dejó una gigantesca colección de porcelana que, entre otras cosas, incluía las muñecas del estante superior —explicó pronunciando las erres guturales al ver que Fredrika fijaba la vista en la alta vitrina que ocupaba un lugar de honor, junto al precioso piano negro de cola.

El pensamiento de Fredrika voló de inmediato hacia su madre. Sabía que le bastaría con cerrar los ojos para retroceder hasta la época anterior al Accidente y verse sentada junto a su madre ante el piano de cola.

«Fredrika, ¿oyes la melodía? ¿Oyes cómo juega antes de colarse en nuestros oídos?»

Teodora siguió la mirada de Fredrika y acarició el piano con los dedos.

«Estoy perdiendo el control sobre esta mujer —pensó Fredrika—. Debo coger la iniciativa. Seguro que no estaría aquí si no me hubiera invitado yo misma.» —¿Vive sola en esta casa tan grande? —preguntó.

Teodora reaccionó con una sonrisa seca.

—Sí, y en mi caso no habrá residencia de ningún tipo.

Fredrika esbozó una rápida sonrisa y se aclaró la voz.

—He venido porque estamos buscando a su hijo y aún no hemos conseguido dar con él.

Teodora escuchaba sin moverse. De pronto se dio la vuelta y le preguntó:

—¿Le apetece un café?

Fredrika había perdido de nuevo el control de la conversación.

Peder Rydh intentaba hacer diez cosas a la vez, como mínimo, lo cual le llevaba inexorablemente a trabajar sumergido en el caos. Gracias al sello de la caja que había recibido Sara Sebastiansson, consiguió identificar la empresa de mensajería que se la había entregado. Esperanzado, se dirigió enseguida a las oficinas de la compañía, que también se encontraban en Kungsholmen. Alguien tenía que haber aceptado el paquete, y de ese modo obtendría las señas de la persona que lo dejó.

Sus esperanzas se desvanecieron de inmediato.

El paquete lo habían dejado en la oficina de forma anónima la noche anterior, después de cerrar. El personal lo había encontrado por la mañana en el buzón habilitado con tal fin y que permanecía abierto las veinticuatro horas del día. El funcionamiento del sistema era sencillo: el remitente del paquete pegaba un sobre con los datos del destinatario y cuándo debía entregarse, así como un pago al contado. Por desgracia, la cámara de seguridad instalada junto al buzón estaba estropeada desde hacía tiempo, razón por la que no había imagen alguna de la persona que dejó el envío. Como es lógico, la compañía se había hecho cargo del sobre con el dinero y los datos, y había enviado el paquete a la empresa SKL con la etiqueta de urgente. Peder tenía escasas esperanzas de encontrar una pista del remitente, del dinero o del sobre.

Maldijo para sí mismo y volvió a la Casa para recoger a Alex y hacer una nueva visita a Sara Sebastiansson.

De pronto, Ylva lo llamó por teléfono. Se la notaba tensa, y le dijo que quería hablar con él de lo ocurrido la noche anterior. Peder le respondió que ahora estaba ocupado y que la llamaría más tarde. Sus llamadas lo irritaban y lo agobiaban. Sin darse apenas cuenta, se habían alejado uno del otro y parecían vivir en mundos distintos, incluso cuando estaban juntos. A veces, parecía como si los niños fuera lo único que tenían en común.

Al llegar a casa de Sara la encontraron dormida y fue imposible despertarla, ya que aún seguía bajo los efectos del calmante que el médico le había administrado. Peder la observó en la cama. Una cara pálida encuadrada por un enredado cabello pelirrojo. Un brazo lleno de pecas sobresalía del edredón. El otro brazo, con una gran herida, empezaba a sanar. Un morado en la pantorrilla. La maldad tenía colores alegres, constató Peder.

Alex estaba en la cocina hablando quedamente con los padres de Sara, que hacían un recuento sin piedad de las crueldades del yerno. Habían anotado el nombre de algunas personas que podían ser útiles para la policía. Era una lista corta: Sara se había quedado sola como consecuencia de su indeseable esposo.

—No le dejó conservar sus amistades —explicó la madre—. Casi ninguna.

Pusieron en guardia a Alex y a Peder acerca de la suegra de Sara. Cierto que la habían visto una sola vez, en la boda, pero la impresión que les causó entonces seguía latente.

—Pondría la mano en el fuego por su hijo —dijo suspirando el padre de Sara—. Esa mujer no está bien de la cabeza.

Peder cogió la lista con los nombres y números de teléfono que los padres de Sara habían redactado, en parte con la ayuda del móvil de su hija. Empezó con las llamadas mientras Alex conducía de regreso a Kungsholmen. La reacción era siempre la misma: «Oh, no, otra vez no. ¿Tan mal están las cosas? ¿Ha tenido que intervenir la policía? ¿Qué ha hecho ese loco ahora?». No, nadie sabía nada de él ni de dónde podía estar.

—Intente hablar con su madre —le sugirió un hombre que había sido un buen amigo tanto de Sara como de Gabriel.

Peder se guardó el móvil en el bolsillo de la chaqueta y le dedicó un pensamiento fugaz a Fredrika.

—Sinceramente, esperaba que mi hijo encontrara otra chica —explicó Teodora Sebastiansson, y con ello rompió el silencio de la estancia después de que Fredrika Bergman aceptara el café.

Ésta, en señal de interés, arqueó una ceja por encima de la taza que se había llevado a los labios.

Teodora fijó la vista en algo detrás de ella. Por un momento, Fredrika estuvo tentada de darse la vuelta pero, por el contrario, tomó otro sorbo de café. Estaba demasiado fuerte, pero lo habían servido en unas tacitas tan maravillosas que su abuela habría vendido a sus nietos por poder beber de ellas.

—Verá… —prosiguió Teodora, algo dudosa—, teníamos ciertas esperanzas depositadas en Gabriel. Bueno, en realidad, las mismas que tienen todos los padres en sus hijos, pero él pronto dejó claro que quería seguir su propio camino. Por eso precisamente eligió a Sara.

Bebió con discreción su café y dejó la taza de nuevo sobre la mesa que había delante. Fredrika preguntó con delicadeza:

—¿Tiene idea de cómo era la relación entre Sara y Gabriel?

De inmediato se dio cuenta de su error. Teodora se sentó aún más erguida, si ello era posible.

—Si me pregunta si yo, como abuela de Lilian, estoy informada sobre las despreciables mentiras que mi nuera explica sobre mi hijo, la respuesta es sí. Creo que ya se lo conté cuando hablamos por teléfono.

El mensaje era sencillo de entender. O Fredrika daba marcha atrás o el interrogatorio terminaría enseguida.

—Me doy cuenta de que es un tema delicado —dijo Fredrika con voz ronca—, pero nos enfrentamos a una investigación muy importante y…

Teodora la interrumpió inclinándose hacia la mesa que las separaba y fijando sus ojos de acero en Fredrika.

—Mi nieta, no la suya sino la mía, lo más preciado que tengo, ha desaparecido. ¿Cree, ni por un segundo, que necesita explicarme la gravedad de la situación? —preguntó con voz estridente.

Fredrika respiró hondo y se negó a rendirse con la mirada, aunque sentía que estaba temblando.

—Nadie ha puesto en duda su preocupación —aseguró con una calma que a ella misma le sorprendió—, sin embargo, sería preferible que contestara a nuestras preguntas. Nos gustaría contar con su colaboración.

Después le habló del paquete que Sara Sebastiansson había recibido aquella misma mañana. Cuando acabó, hubo un silencio casi desagradable en la sala y por primera vez, Fredrika constató que había conseguido conmover a Teodora.

—No estamos diciendo —dijo Fredrika resaltando la palabra «no»— que su hijo tenga algo que ver con esto. Pero tenemos que, repito, tenemos que dar con él. Ni podemos ni queremos ignorar la información sobre él que ha llegado a nuestro conocimiento sobre su matrimonio con Sara. Y nos es imposible descartarlo de la lista de personas que hemos redactado si no podemos hablar con él.

No había ninguna lista de personas pero, por lo demás, Fredrika estaba muy satisfecha de su argumentación. Si hasta el momento no había conseguido captar la atención de Teodora, ahora ya la tenía.

—Si sabe dónde está, ésta es una buena ocasión para decirlo —añadió en voz baja pero firme.

Teodora negó despacio con la cabeza.

—No —contestó al fin, tan bajo que Fredrika apenas alcanzó a oírla—. No sé dónde está. Lo único que sé es que ayer se iba de viaje de negocios; es lo que me contó cuando hablé con él por teléfono el lunes. Me dijo que vendría a comer con Lilian cuando Sara hubiera vuelto de uno de esos viajes a los que obliga a la pobre criatura a acompañarla.

Fredrika la observó.

—Ya entiendo —respondió inclinándose un poco hacia la mesa—. El problema —prosiguió con un asomo de sonrisa— es que según el jefe de Gabriel, está de vacaciones desde el lunes. —Sintió cómo se le aceleraba el corazón al ver palidecer a Teodora—. Así que nos preguntamos por qué mintió a su propia madre —continuó con suavidad al tiempo que se erguía de nuevo en la silla—. Entonces ¿no hay nada más que quiera explicarme?

Teodora permaneció callada unos instantes.

—Gabriel no suele mentir —respondió al cabo—. Me resisto a creer que lo que me dijo no fuera cierto antes de que él mismo me confirme que es así. —Frunció la boca y poco a poco recuperó el color de la cara. Después fijó la mirada en Fredrika—. ¿También han sometido a interrogatorio a la madre de Lilian? —preguntó casi cerrando los ojos.

—En casos de este tipo, investigamos a todas las personas del entorno más cercano a la niña —respondió Fredrika, concisa.

Teodora entrelazó las manos sobre la mesa que tenía delante mientras en su cara se dibujaba una sonrisa ladeada y de superioridad.

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