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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Drama, romántico

Ella, que todo lo tuvo (17 page)

BOOK: Ella, que todo lo tuvo
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¿Cuál había sido la última frase de Marco antes del accidente? Sí, la recordaba. Se la dijo al oído cuando entraron a la iglesia antes del concierto. Le había propuesto un viaje a las Maldivas, los dos, solos; la luna de miel que nunca hicieron, y ella le dijo que sí, a pesar de que no le gustaba dejar a Chiara.

¿Por qué nadie te preparaba para el último instante? ¿Lo habría intuido él? Quizá. Tal vez ese insistente afán de perfección sólo fuera el preludio de la despedida.

Las últimas semanas habían discutido por tonterías. Que si ella no se ocupaba de lo que debía, que si él no estaba atento a lo que le pedía. ¿Quién estaba al tanto de la educación de Chiara? Que si la casa, que si el control del gasto, que si lo uno, que si lo otro. Que por qué escribía lo que escribía. ¿Por qué la controlaba? Ahora lo entendía; hablaban de libertad. ¡Qué palabra más bella! LIBERTAD. Él la absorbía y ella necesitaba aire. ¿Aire? ¿Qué cosa era eso? Partículas cuya composición era lo de menos. Ésa era su palabra estrella. Aire; algo que ahora le sobraba y no podía compartir con nadie. ¡Qué estúpido era el ser humano! La mitad de la vida la gastaba luchando por algo que tenía; la libertad era inherente al ser humano, un derecho con el que se nacía. Era la propia persona quien renunciaba a conservarla, ofreciéndola a otra en aras del amor. Regalar la propia libertad era el error más grande que se podía cometer. Tantas palabras gastadas por no haber dejado claro desde el comienzo lo que cada uno necesitaba. Habían desperdiciado demasiadas horas tratando de venderse su verdad. Ahora que estaba sola lo entendía. Todas las verdades eran válidas si quien creía en ellas sabía expresarlas.

Tantas horas perdidas tratando de explicarse y entenderse. Tratando de convencerse y venderse. Tantos días con los cuerpos girados, mientras las ganas se dormían sin verse satisfechas. Tanto orgullo estúpido y ofensas sin sentido. La última vez que discutieron acabaron riendo de tanta sandez dicha. ¿Y qué esperaba ella? Sencillamente dos palabras, dos palabras que no pronunció; nunca le dijo que la quería. Y ella, la suplicante, nunca lo pidió, aunque se lo hizo saber de mil maneras. Ahora que no estaba, ¿se habría dado cuenta de la estupidez cometida?

Volvió a acariciar la idea de acabar con su existencia. Total, nadie la iba a echar de menos.

Matarse. Pronunció la palabra para sus adentros y le sonó bien.

Matarse, siete letras que también significaban diluirse, esfumarse, desvanecerse, evaporarse para sentirse un día más aérea, más perdida entre el viento y las hojas; más fantasmagórica… un átomo del universo; el polvo de una estrella.

Matarse, pero… ¿de qué manera? ¿Sobredosis de barbitúricos?… No; podía quedar en coma. ¿Circular con el coche a gran velocidad y estrellarlo en alguna curva?… Otra vez corría el riesgo de continuar con vida. ¿Cortarse las venas en la bañera?… ¿Y si la descubrían mientras se desangraba y la llevaban de urgencia a la clínica? ¿Lanzarse por la ventana y caer?… ¿Y si en la caída quedaba tetrapléjica? ¿Conseguir un revólver?… Pero ¿cómo? ¿Permitían la venta de armas? ¿Y si lo buscaba en el mercado negro? O mejor aún, ¿si lo hiciera con un arma antigua?

49

El revólver… tenía que conseguirlo como fuera. Tenerlo escondido en algún lugar, listo para cuando llegara el día en que no aguantara más. El día o la noche en que se estabilizara ese ir y venir buscando nadas.

Aunque ahora no tuviera fuerzas para desaparecer, en el momento en que se instalara en su existencia la indiferencia total estaría preparada. La muerte perfecta era indiferencia, ausencia de cualquier interés; por eso había tanto muerto vivo. Y ella prefería la muerte sin vida a deambular como tantos sin rumbo y revolcarse en la nada diaria. Moriría cuando la espera se muriera de desesperanza.

Ahora todavía pensaba que en algún lugar una niña la necesitaba. ¿Era responsabilidad o cobardía? No podría definirlo, la cobardía podía ser tan sibilina que era capaz de adoptar cualquier forma con tal de no ser descubierta.

Había pasado el día encerrada en la habitación y, a pesar de estar resguardada bajo techo y protegida por cuatro paredes, se sentía a la intemperie.

Trató de escribir cualquier cosa, de inventar algún cuento estúpido para espantar los ecos de la pesadilla vivida y aquel silencio que le gritaba la palabra NADIE, pero las palabras esquivaron sus dedos. Quiso leer, pero le era imposible concentrarse; las letras bailaban desordenadas en el papel. Finalmente, cansada de tratar de matar el tiempo, buscó en Internet posibles tiendas donde conseguir lo que se había propuesto y encontró un par de sitios especializados en venta de armas antiguas. Apuntó en un papel las direcciones y se metió en la ducha, tratando de lavar y desprender la pesadilla que todavía llevaba pegada a su cuerpo.

Se puso un tejano, el jersey más grueso que encontró y esperó a que dieran las cuatro para salir.

Cruzó la recepción, arrastrando el abrigo sin mirar a nadie, y oyó la voz de Fabrizio que le daba las buenas tardes y hacía algún comentario sobre la temperatura de los últimos días.

Fuera, las ráfagas de viento continuaban levantándolo todo. Las tiendas del Ponte Vecchio se estremecían solitarias.

¿Qué pasaba con el tiempo? ¿Y con la gente? ¿Hasta cuándo tanto frío glacial en pleno marzo?

Se perdió en la ciudad procurando mantenerse en tierra a pesar de que el viento trataba de llevársela. Cruzó la piazza de la Signoria, la Badia Fiorentina, y caminó por la via de Dante Alighieri hasta alcanzar la via Pandolfini. Una vez allí, buscó el número que aparecía en Internet. Se encontró con una tienda decrépita que exhibía en las paredes escudos y armas medievales cargadas de polvo. Al entrar, un hombre diminuto, de bigote almidonado y ademanes marciales, vestido con un antiguo uniforme militar, salió a recibirla.

—¿Puedo ayudarla?

—Quizá.

—¿Busca algo en especial?

—Un arma.

—Pues ha venido al lugar apropiado. ¿De qué artefacto estamos hablando? Tengo espadas, sables, fusiles, rifles, carabinas, machetes, dagas, navajas. Mire qué
piccolo coltello,
puñal del Quattrocento…

—Un revólver.

—¿De alguna marca y año concreto?

Ella alzó sus hombros.

—Entonces permítame asesorarla; pocas veces una dama como usted se ha interesado en mis tesoros. Lo que aquí ve son auténticas joyas. Todas, absolutamente todas las armas, han sido usadas y llevan en su historial más muertes que la epidemia de tifus.

Mientras hablaba, los ojos le brillaban.

—Mire qué rifle revólver, sistema Lefaucheaux 1858, calibre 12 milímetros, o este Winchester 1892, calibre 44-40, o este revólver Colt Mauser, calibre 22.

—¿Funcionan?

—Desde luego. Todo lo que yo vendo está en perfecto estado. Un arma que no funciona no es un arma.

El encargado continuó enseñándole los diferentes modelos; abrió una vitrina y extrajo un estuche en el que se exhibía una pistola.

—Ésta es una preciosidad; una Beretta 92. Observe qué cachas de nogal, talladas a mano. No encontrará ninguna como ésta en todo el mundo. Una auténtica joya. —El hombre se la ofreció—. Cójala sin miedo.

Se la entregó y Ella sintió el frío del metal y su peso. Era la primera vez que tenía un arma en sus manos y le pareció que, a pesar de matar, aquel instrumento ejercía sobre ella una extraña fascinación. Era absolutamente hermosa.

—¿Ha disparado alguna vez? —le preguntó el hombre, haciendo una mueca malvada—. Es una sensación indescriptible. La antesala del disparo, los ojos fijos en el objetivo, el dedo en el gatillo y la…

Ella lo interrumpió:

—¿Me enseña cómo va?

—Todo en la vida es familiarizarse. Hay que amar el instrumento antes de usarlo. Sentirlo, acariciarlo, manosearlo hasta perderle el respeto. ¿La quiere para… regalársela a alguien? ¿Un coleccionista, tal vez?

—La quiero para matarme.

—Qué gracioso. Evidentemente, no lo dirá en serio, ¿verdad?

—Claro que no. Sencillamente me atrae.

—La entiendo.

El hombre le explicó sin prisa el funcionamiento, su mantenimiento, su alcance y cómo colocar las balas para mantener el arma siempre a punto. Tras una larga discusión sobre el precio, llegaron a un acuerdo.

—Nunca se arrepentirá —le dijo al entregársela—. Me duele desprenderme de ella, ¡si usted supiera lo que me costó conseguirla! Si un día quiere venderla, vuelva. Aquí tiene un comprador.

Salió a la calle con una extraña sensación de poderío. Tenía el revólver; podía hacerlo cuando quisiera. Se trataba de encontrar el momento justo en que nada la atara al mundo, en que supiera de verdad lo que había pasado con los cuerpos de Marco y Chiara. El día en que, finalmente, le dieran la noticia de que estaban muertos.

Ahora entendía que, durante años, ellos y la escritura habían sido su antídoto de la muerte. Cuidándolos, se había librado de pensar. Escribiendo había mantenido a raya el maldito desasosiego de no entender la vida. Sin ellos, sin la escritura, volvía al inicio de su deambular absurdo. Todo lo que hacía la llevaba a la nada.

Mientras caminaba, fue ideando el modo en que lo haría. Era extraño. Por muchas cosas que hubiese escrito, la realidad en la cual se encontraba la llevaba a imaginar mucho más que cuando trabajaba la creación de un libro. Pensar en su propia muerte tenía un morbo especial, una especie de adicta fascinación. ¿De quién era la vida? Definitivamente, no era propia. Qué estupidez hablar en posesivo de ella: «Me has jodido MI vida»; «MI vida no vale nada»; «Tengo que hacer algo con MI vida». ¡Tanto adverbio de posesión para lo único que no se podía poseer!

La vida era algo prestado que iba mudando de ser; como un vestido que alguien te dejaba durante cierto tiempo y que sabes que, finalmente, acabará en otro cuerpo.

La muerte era otra cosa.

Con la pistola podía llamarla cuando quisiera; tenía conexión directa con ella. Aunque en ese momento no podía permitirse el lujo de morir —porque elegir el momento era un verdadero lujo—, sabía que podía hacerlo. Tenía la potestad. Antes de ir a buscarla, de concertar una solemne cita, necesitaba saber que no se debía a nadie; saber que su pequeña Chiara ya no existía. Era sólo una niña, una niña perdida, que la necesitaba.

¿Y si, finalmente, nada la ataba?

¿Cómo lo hacía? ¿Un disparo en la sien, como había visto en películas y leído en tantos libros?… ¿O en el corazón?… ¿O tal vez en la boca, directo al cerebro?

Se metió en el baño de una cafetería, tomó la pistola y la acercó a sus labios. Un beso. Era como un beso; la lengua del amado entraba buscando la respuesta. Era sencillo y fácil; sólo dejarla deslizar entre sus dientes, saborearla despacio y, después, ¡pum!, el momento final, el beso más profundo, el alma que se toca con el alma, el instante frugal, el final en el que todo acababa.

Retiró la pistola de su boca. No podía enamorarse de la Beretta. Todavía no.

50

Lívido consultó el reloj de bolsillo que colgaba de su anacrónico chaleco y se dio cuenta de que durante toda la tarde no había hecho más que mirarlo. Iban a ser las siete: la hora de su ración de felicidad.

Dos minutos más tarde sonaba el timbre de la librería.

Antes de bajar, eligió de entre su colección de binóculos el más querido —uno con motivos florales japoneses que le había regalado su abuela— y la observó sin prisas. Le pareció verla más serena y hermosa que otros días. Llevaba anudada a su cuello una bufanda de color gris, que hacía juego con sus ojos tristes, y en la comisura de sus labios se dibujaba una sonrisa contenida. ¿Cómo debía de ser verla reír? ¿A qué sonarían sus carcajadas? ¿Por qué ese gesto? ¿Cabría la posibilidad de que su tienda produjera en ella algún tipo de alegría?

Estaba ansioso por ver su reacción.

No estaba seguro de saberse tan diferente a ella; al final, la ilusión no tenía sexo, a pesar de que la humanidad se hubiese encargado de dividir en dos grupos a los seres. Por un lado, los hombres, con su fuerza y pragmatismo, sus manías y su control, su severidad y su practicidad, y por el otro, las mujeres, con su ternura y comprensión, con su capacidad de entrega y sacrificio, con su sensibilidad y su bondad. Una clasificación equivocada.

El alma humana, por encima de todo, sentía; podía vibrar. Era capaz de reconocer en otra su propio sentimiento.

A pesar de haber oído la manida historia de la atracción de los opuestos, él se reconocía en aquella extraña como un igual. Intuía que estaba tan solo como la mujer que se paseaba por su librería: la misma pesadumbre al despuntar el día; la misma tristeza al empezar la noche. La impotente tristeza de no saber, o no poder llegar a otros a través de la palabra dicha. Aquella timidez enfermiza que lo hacía parecer un ser antipático y pedante. Dos almas iguales, cuando el mundo buscaba acercar los diferentes. Dos polos, positivos ó negativos, eso era lo de menos, que por el azar del destino se rozaban.

Su silencio olía tanto como el de ella; un perfume desvaído que rozaba la invisibilidad, porque la soledad acababa por convertir a los seres en delgados gritos que nadie oía. Ella y él hablaban el idioma oscuro de las sombras, aquel que sólo quienes las habitan conocen.

Desde el momento en que la vio cruzar la puerta de la librería, en su vida algo empezó a cambiar. Se dio cuenta de que tenía apetencias. Su cuerpo volvió a coger forma de mortal. De ser un fantasma a quien nadie veía, y en los establecimientos y en las calles ignoraban, ahora empezaba a verse. Sus días eran mucho más llevaderos; su existencia más viva. Regresó el deseo de ser, y con él, el del estar. La sentía emparentada con sus sueños más íntimos.

Ahora que la veía, le parecía todo más fácil. Incluso lo más aburrido de su vida, como en un caleidoscopio, cogía formas alegres.

A sus cincuenta y nueve años, se sentía el más joven de los jóvenes.

Estaba allí, esperando por ella. Y ella, aunque él tardara, esperaba…

Bajó y abrió la puerta.

51

El librero la dejó entrar sin siquiera mirarla; al pasar por su lado, a Ella le pareció que el frío que desprendía aquel cuerpo enjuto, trajeado de azul marino, era menor. Quiso preguntarle algo pero, cuando iba a hacerlo, el hombre ya se había evaporado en la cetrina oscuridad del pasillo.

Se quedó a solas, respirando el amargo espesor de tantos incunables. Sí, definitivamente le gustaba estar allí. Aquella soledad era distinta. Estaba envuelta en un silencio sacro que sonaba a santuario. Repasó con su mirada las paredes. Las estanterías languidecían aburridas en la penumbra de la tarde. Brontosaurios dormidos emitían un ronquido apesadumbrado y viejo, un ronquido que sólo ella oía. Resguardados por el abandono, los libros aguantaban el polvo de los años, sin estornudar.

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