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Authors: Andy McDermott

Tags: #Intriga, #Histórico

En busca de la Atlántida (4 page)

BOOK: En busca de la Atlántida
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—Has hecho lo adecuado.

Jack ocultaba la cara en la capucha.

—No me siento orgulloso de esto. Eran mis amigos… ¿y qué va a ocurrir con su hija?

—Teníamos que hacerlo —respondió Qobras—. La Hermandad no puede permitir que alguien encuentre la Atlántida. —Frunció el ceño—. Y menos aún que lo haga Kristian Frost, que financia a intermediarios como los Wilde… porque sabe que lo vigilamos.

—¿Y… y si Frost sospecha que he trabajado para vosotros? —preguntó Jack, nervioso.

—Tendrás que convencerlo de que fue un accidente. Podemos dejarte a diez kilómetros de Xulaodang. De este modo apenas habrá riesgo de que te vean con nosotros y podrás regresar caminando hasta la aldea, ponerte en contacto con Frost y darle las malas nuevas: que fuiste el único superviviente de un alud, un desprendimiento de rocas, lo que quieras. —Qobras tendió una mano—. ¿La radio?

Jack hurgó en su mochila y le devolvió a su propietario el aparatoso transmisor que había usado para proporcionarle al equipo de Qobras el emplazamiento de la Cima Dorada.

—También tendré que hablar con otras personas. Las autoridades chinas, la embajada estadounidense…

—Ocúpate de que tu historia sea coherente y cuando regreses a Estados Unidos te estará esperando el dinero. Si en el futuro te enteras de que alguien más intenta seguir el camino de los Wilde, me informarás ipso facto, ¿verdad?

—Para eso me pagas —respondió Jack desabridamente.

Tras esbozar una fría sonrisa Qobras alzó la mirada para ver cómo se aproximaba el helicóptero, cuyas luces de navegación refulgían en el cielo oscuro.

Al cabo de cinco minutos partió y solo dejó tras de sí un montón de cuerpos.

Capítulo 1

Nueva York, diez años más tarde

La doctora Nina Wilde respiró hondo cuando se detuvo ante la puerta; su reflejo en el cristal oscuro la miró pensativamente. Iba vestida de un modo más formal de lo habitual, con un traje de chaqueta y pantalón azul oscuro que apenas se ponía, en lugar de sus habituales y cómodas sudaderas y pantalones deportivos; además, se había recogido la melena caoba que le llegaba a la altura de los hombros en un peinado más serio que su típica coleta. Era una reunión importantísima, y aunque conocía a todos los asistentes, quería causar una impresión lo más profesional posible. Satisfecha con su atuendo y de que no se hubiera manchado las mejillas con pintalabios sin querer, se mentalizó para entrar en la sala y, en un gesto casi inconsciente, se llevó la mano al cuello para colocarse el colgante. Su amuleto de la buena suerte.

Había encontrado ese trozo de metal curvo y bordes afilados, de unos cinco centímetros de largo y erosionado por las arenas marroquíes unos veinte años antes, durante una expedición en la que había acompañado a sus padres, cuando solo contaba ocho años. Por entonces, con la cabeza llena de historias sobre la Atlántida, creyó que era de oricalco, el metal que Platón consideró como uno de los rasgos característicos de la civilización perdida. Ahora que lo observaba con una mirada crítica y adulta, había aceptado que su padre tenía razón, que no era más que un trozo de bronce descolorido, un objeto sin valor despreciado y desechado por aquellos que se les habían adelantado. Pero, sin lugar a dudas, lo había producido el hombre —las marcas de desgaste en el borde exterior y curvo así lo demostraban— y puesto que había sido su primer hallazgo, sus padres le dieron permiso, tras su persuasiva y repetitiva artimaña, típica de una niña de ocho años, para que se lo quedara.

Cuando regresaron a Estados Unidos, su padre lo convirtió en un colgante para ella. Nina decidió, sin pararse a pensar, que le daría suerte. A pesar de que eso aún estaba por demostrar —sus éxitos académicos se debían únicamente a su inteligencia y ganas de trabajar, y no le había tocado la lotería—, sabía una cosa: el único día que no se lo había puesto, ya que se lo olvidó en casa de una amiga al salir precipitadamente para hacer los exámenes de ingreso a la universidad, fue el día en que murieron sus padres.

Desde entonces había cambiado mucho. Lo único que seguía igual era que no pasaba un día sin ponérselo.

De forma más consciente, lo apretó una vez más antes de soltarlo. Ese día necesitaba toda la suerte del mundo.

Se serenó y abrió la puerta.

Los tres profesores, que estaban sentados a los imponentes y viejos escritorios de roble, la miraron cuando entró. El profesor Hogarth era un anciano afable y corpulento cuya plaza de profesor numerario y su antipatía hacia la burocracia significaban que era capaz de aceptar una solicitud de financiación por el mero hecho de que la presentación fuera mínimamente interesante. Nina esperaba que la suya fuera mucho más que eso.

Por otra parte, ni la presentación más fascinante de la historia, rematada con el descubrimiento de un dinosaurio vivo y una cura para el cáncer, le serviría para granjearse el apoyo de la profesora Rothschild. Pero puesto que esa vieja misántropa y de rabia contenida no soportaba a Nina —ni a ninguna mujer de menos de treinta años— ya la había dado como una causa perdida.

Así que tenía un «no» y un «quizá». Como mínimo podía confiar en el tercer profesor.

Jonathan Philby era amigo de la familia. También era el hombre que le había dado la noticia de la muerte de sus padres.

Ahora todo dependía de él, ya que no solo tenía el voto decisivo, sino que también era el jefe del departamento. Si lo convencía, el dinero ya era suyo.

Si fracasaba…

No podía permitirse pensar aquello.

—Doctora Wilde —la saludó Philby—. Buenas tardes.

—Buenas tardes —contestó ella, con una sonrisa radiante. Como mínimo Hogarth reaccionó bien a ella, pero Rothschild apenas si podía disimular su ceño fruncido.

—Tome asiento, por favor. —Nina se sentó en la única silla que había ante el escritorio—. Bueno —dijo Philby—, todos liemos tenido tiempo de digerir su propuesta. Es algo… fuera de lo corriente, debo decir. No se trata de una idea que recibamos a diario en este departamento.

—Ah, pues a mí me ha parecido de lo más interesante —terció Hogarth—. Está muy bien elaborada y es bastante audaz. No está mal, para variar, ver un pequeño desafío que ponga en duda la ortodoxia establecida.

—Me temo que no comparto tu opinión, Roger —intervino Rothschild con su voz entrecortada y aguda—. Señora Wilde —«no doctora Wilde», observó Nina. «Bruja mezquina»—, creía que se había doctorado en arqueología. No en mitología. Y la Atlántida no es más que un mito, tan solo eso.

—Como Troya, Ubar y las Siete Pagodas de Mahabalipuram… hasta que alguien las descubrió —replicó Nina. Puesto que estaba claro que Rothschild ya había tomado una decisión, decidió presentar batalla.

Philby asintió.

—¿Le importaría desarrollar su teoría?

—Por supuesto que no.

Nina conectó su portátil Apple, con signos evidentes de desgaste después de varios viajes, al proyector de la sala. La pantalla cobró vida con un mapa que abarcaba el mar Mediterráneo y parte del Atlántico hacia el oeste.

—La Atlántida —empezó— es una de las leyendas más duraderas de la historia, pero tiene su origen en un número muy reducido de fuentes, la más famosa de las cuales son los Diálogos de Platón, por supuesto, aunque hay referencias en otras culturas antiguas aun gran poder de la región mediterránea, en particular las historias acerca de los Pueblos del Mar que atacaron e invadieron las costas de lo que hoy es Marruecos, Argelia, Libia y España. Pero gran parte de lo que se sabe sobre la Atlántida procede de los diálogos de
Timeo
y de
Cridas
.

—Ambas obras, sin duda, pertenecientes a la ficción —la interrumpió Rothschild.

—Lo que me conduce a la primera parte de mi teoría —dijo Nina, que ya había previsto esa posible crítica—. Sin duda, en todos los diálogos de Platón, no solo en
Timeo
y en
Critias
, hay ciertas pinceladas de ficción que le facilitaron la tarea de exponer sus teorías, del mismo modo que en las películas biográficas que se graban hoy en día se altera la cronología de los hechos y se combinan personajes. Pero Platón no escribió sus diálogos como si fueran ficción. Sus demás obras son aceptadas como documentos históricos. Entonces, ¿por qué no las dos que mencionan la Atlántida?

—¿Nos está diciendo que todo lo que escribió Platón acerca de la Atlántida es del todo cierto? —preguntó Philby.

—No exactamente. Lo que digo es que él creía que lo era. Pero a él se lo contó Critias, que se basó en los escritos de su abuelo Critias el Viejo, quien, a su vez, supo de la Atlántida cuando era un niño por boca de Solón, quien la conoció gracias a unos sacerdotes egipcios. Así que tenemos una suerte de juego del teléfono de la Antigüedad —Hogarth se rió al escuchar el comentario—, por lo que es inevitable que se distorsione el mensaje original, como cuando se hace una copia de una copia de una copia. Uno de los aspectos en los que es más probable que se hayan introducido errores con el paso del tiempo es en la cuestión de las medidas. Es decir, hay algo extraño en
Critias
, que contiene casi todas las descripciones detalladas que Platón hace de la Atlántida, que resulta tan obvio que parece que nadie se ha percatado nunca de ello.

—¿A qué se refiere? —preguntó Hogarth.

—A que todas las medidas que da Platón de la Atlántida no solo están redondeadas, ¡sino que están en unidades griegas! Por ejemplo, dice que la llanura en la que se encontraba la capital atlante medía tres mil estadios por dos mil. En primer lugar, hay que resaltar que se trata de una llanura muy proporcionada; y, en segundo, que resulta increíblemente práctico que se ajustara a una medida griega de forma tan precisa, ¡sobre todo si tenemos en cuenta que procedía de una fuente egipcia! —Nina se dio cuenta de que empezaba a emocionarse e intentó refrenarse y adoptar una actitud más profesional, pero le resultaba difícil contener su entusiasmo—. Aunque la civilización atlante usara algo llamado estadio, es poco probable que tuviera el mismo tamaño que el egipcio, o el griego, que era mayor.

Rothschild frunció los labios en un gesto de amargura.

—Todo esto es muy interesante —dijo, con un tono que daba a entender que opinaba justo lo contrario—, pero ¿de qué le va a servir para encontrar la Atlántida? Puesto que no sabe cuáles eran las unidades de medida atlantes reales, ni lo sabe nadie, no entiendo a qué viene todo esto.

Nina respiró hondo antes de responder. Sabía que lo que estaba a punto de decir era posiblemente el punto más débil de su teoría; si los tres académicos que tenían la mirada clavada en ella no aceptaban su razonamiento, entonces se había acabado todo…

—De hecho, es fundamental para mi propuesta —respondió, con toda la seguridad de la que fue capaz—. Para no andarnos con rodeos, si aceptamos las medidas de Platón, según las cuales un estadio medía ciento ochenta y cinco metros, eso significa que la Atlántida era una isla muy grande, de al menos quinientos noventa kilómetros de largo y cuatrocientos de ancho. ¡Era más grande que Inglaterra! —Señaló el mapa de la pantalla—. No hay muchos lugares en los que pueda ocultarse algo de semejante tamaño, ni siquiera bajo el agua.

—¿Y qué me dice de Madeira? —preguntó Hogarth, indicándola en el mapa. La isla portuguesa se encontraba a unos seiscientos cuarenta kilómetros de la costa africana—. ¿Podría ser lo que queda de la isla después de que se hundiera?

—Llegué a sopesar esa posibilidad en cierto momento, pero la topografía contradice esa teoría. De hecho, la isla que describe Platón no podría emplazarse en ninguna zona del Atlántico oriental.

Rothschild dio un resoplido de satisfacción. Nina le lanzó una mirada tan fulminante como permitía el contexto antes de regresar al mapa.

—Pero es este hecho el que conforma la base de mi teoría. Platón dijo que la Atlántida estaba situada en el Atlántico, más allá de las Columnas de Hércules, que hoy en día conocemos como el estrecho de Gibraltar, en la entrada del Mediterráneo. También dijo que, convertida a unidades modernas, la Atlántida medía casi seiscientos cincuenta kilómetros de largo. Puesto que no hay prueba alguna que permita conciliar ambas afirmaciones, o bien la Atlántida no se encuentra donde dijo él… o sus medidas estaban equivocadas.

Philby asintió en silencio. Nina no sabía de qué bando estaba, pero de pronto tuvo el presentimiento de que ya había tomado una decisión, en un sentido u otro.

—Bueno —dijo—, ¿dónde está la Atlántida?

No esperaba que fueran a formularle esa pregunta tan pronto; en realidad, tenía planeado desvelar la respuesta al final de la presentación para darle un toque espectacular.

—Hum, está en el golfo de Cádiz —respondió, algo nerviosa, mientras señalaba un punto del océano, a unos ciento cincuenta kilómetros al oeste del estrecho de Gibraltar—. Creo.

—¿Cree? —preguntó Rothschild con desdén—. Espero que vaya a fundamentar esa afirmación en algo más que meras conjeturas.

«¡Zorra!», pensó Nina.

—Si me permite explicar mi razonamiento, profesora Rothschild —dijo Nina, que hizo un gran esfuerzo para no perder la compostura—, le demostraré cómo llegué a esa conclusión. La premisa fundamental de mi teoría es que Platón tenía razón, y que la Atlántida existió. Sin embargo, se equivocó en lo que respecta a las medidas.

—¿Y no en el emplazamiento? —preguntó Hogarth—. ¿Descarta, así pues, todas las teorías modernas que sostienen que la Atlántida fue, en realidad, Santorini, cerca de Creta, y que la supuesta civilización atlante fue la minoica?

—Así es. Para empezar, los griegos sabían de la existencia de los minoicos. Además, esa teoría no encaja desde el punto de vista cronológico. La erupción volcánica que arrasó Santorini tuvo lugar novecientos años antes de la época de Solón, pero la desaparición de la Atlántida sucedió nueve mil años antes.

—El error de la «décima potencia» cometido por Solón se ha aceptado comúnmente como una forma de relacionar a la cultura minoica con el mito de la Atlántida —señaló Rothschild.

—Los símbolos egipcios de «cien» y «mil» son absolutamente distintos —replicó Nina—. Habría que estar ciego o ser un idiota integral para confundirlos. —Rothschild puso mala cara, pero no abrió la boca—. Además, Platón afirma de forma explícita en
Timeo
que la Atlántida se encontraba en el Atlántico, no en el Mediterráneo. Y Platón fue un tipo muy inteligente, estoy convencida de que sabía diferenciar entre este y oeste. Creo que a lo largo del proceso en el que la historia pasó de los propios atlantes a los antiguos egipcios, de los sacerdotes egipcios casi nueve mil años más tarde a Solón, de Solón a Platón durante varias generaciones de la familia Critias… se fueron confundiendo las medidas.

BOOK: En busca de la Atlántida
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