En busca de lo imposible (16 page)

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Authors: Javier Pérez Campos

Tags: #Intriga, #Terror

BOOK: En busca de lo imposible
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—¿No me digas que lo has encontrado?
—le pregunté, expectante.

—Así es
—respondió mientras me tendía el artículo.

Era la edición del 4 de abril de 2010. Casi en las mismas fechas que el artículo actual y el titular decía: «La finca del crimen». El artículo, también escrito por Javier Martínez, continuaba: «Un vecino murió de una paliza en el rellano, otro agredió con un hacha a su pareja y en dos pisos residieron una banda de ladrones de casas y un atracador de bancos».
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—¿Y dónde ocurrió todo esto?
—le pregunté, impresionado.

—A escasos 100 metros del otro edificio… Concretamente en el número 1 de la calle Callosa d'En Sarrià.

Mientras escuchaba las palabras de aquel periodista de raza, continuaba leyendo el artículo: «Una finca de Valencia tiene un desencanto especial. Como la fuerza magnética de un imán, el edificio atrae los sucesos, los delincuentes y los delitos de sangre».

—Recuerdo haber cubierto los hechos y fue un caso parecido al de Tres Forques, aunque a menor escala. También a escasos metros del edificio ha habido otras muertes extrañas, como un hombre al que le prendieron fuego y otra persona que apareció muerta en el lugar.

Estaba totalmente noqueado, cuando me ofreció un último dato…

—Pero es que también a escasos metros de allí se produjo el accidente de metro más grave en muchos años… Fue en la Estación de Jesús. Ocurrió en el año 2006 y acabó con la vida de 43 personas.

—¿Y se determinaron las causas del accidente?

—Parece que pudo ser un exceso de velocidad, pero ¿causado por qué?

Era como si el perímetro que rodeaba a aquel edificio atrajera a la fatalidad de forma casi constante. Un macabro goteo de sucesos propios de la España negra que habían acabado formando un charco en torno a la avenida de Tres Forques…

Enterramientos medievales

Rafael Solaz es una de esas almas inquietas que siempre, sin excepción, propician datos más que interesantes a las investigaciones. Por ello, cuando decidí acudir a Valencia para cubrir el caso de la «finca maldita», lo primero que hice fue llamarlo para ponerle tras la pista de este asunto.

Tras acudir a la entrevista con Javier Martínez, nos dirigimos a la casa de Solaz. Horas antes me había dejado caer que había conseguido corroborar unos datos que me dejarían helado. No esperaba menos…

La casa del director de la Sociedad Bibliográfica Valenciana no podía ser de otra forma: grandes estanterías almacenaban enormes tomos, registros antiquísimos y legajos ya inencontrables. Libros auténticos del siglo XVII sobre exorcismos se apilaban junto a los diarios de antiguos cronistas de la tierra. En algunos soportes, extrañas esculturas talladas en madera parecían observarnos sigilosas, como queriendo conocer el porqué de nuestro encuentro, para después guardarlo en secreto durante siglos.

Solaz había investigado a fondo varios de esos tomos con resultados sorprendentes. El primero de ellos tenía que ver con una gran epidemia de peste que asoló Valencia en 1647. Podemos imaginar a los vecinos de la ciudad, completamente atemorizados ante aquella amenaza invisible que procedía del norte de África y que llegó a acabar con el 20% de la población de algunas ciudades.

La enfermedad, altamente contagiosa y letal, producía fiebres, dolores de cabeza, hinchazón de ganglios linfáticos y la aparición de manchas azuladas o negruzcas en algunas partes de la piel causadas por trombos con áreas isquémicas. Producía, además, una terrible agonía porque afectaba también al sistema respiratorio al originar importantes neumonías.

El contagiado, al principio inconsciente de que algo aniquilador y nefasto había empezado a habitar dentro de su cuerpo, empezaba a notar los primeros síntomas pasados tan sólo 3 días. Para entonces ya era tarde, no había cura efectiva. Aquellas manchas en la piel eran una tarjeta de embarque sin retorno. Una marca para un funesto destino.

Los muertos se apilaban a las puertas de las casas, sumidos en una niebla absoluta producida por la quema de hierbas como el romero. Se creía que este humo ayudaba a acabar con la epidemia. Los hospitales no daban abasto; las iglesias acogían a miles de fieles que se encomendaban a todos los santos y confesaban sus pecados, por lo que pudiera pasar. Tras las puertas de los cementerios no había hueco para un solo enterramiento más.

Fruto de una masiva danza macabra, muchos se vieron obligados a enterrar a sus familiares a las afueras de las ciudades, para evitar los contagios.

En aquella época se instaló un hospital de campaña en la zona de Patraix, antiguamente en la periferia de Valencia, pero que, con el crecimiento de la ciudad, llegó a acoger, entre otras, a la avenida de Tres Forques. Allí fueron enterradas más de un centenar de víctimas de la virulenta plaga.

El dato no procedía de elucubraciones absurdas, sino de un libro de registros de la época, donde un cronista narraba en primera persona aquellas dantescas imágenes. No conforme con este dato, el cronista Rafael Solaz fue más allá y continuó investigando en los viejos legajos de su archivo. Como suele ocurrir cuando uno se sumerge a fondo en una historia, los datos nos dejaron petrificados. En el siglo XIX Valencia fue azotada por seis epidemias de cólera. El pánico más absoluto volvió a desatarse, imparable, por la ciudad. Aquellas buenas gentes eran conscientes de la facilidad de acierto en aquella terrible lotería macabra: sólo uno de cada tres infectados era capaz de sobrevivir a la enfermedad. La guadaña podía sesgar la vida del infectado sólo 24 horas después del contagio, mediante fuertes diarreas que acababan produciendo una mortal deshidratación. En esta ocasión, el mal vino del Ganges, río que nace en el Himalaya occidental. Aquel jinete del Apocalipsis sesgó la vida de casi 5.000 valencianos.
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De nuevo, la casualidad o la atracción de la tragedia (juzguen ustedes mismos): un hospital de campaña fue a colocarse en el barrio de Patraix.

Recientemente se hallaron varias fosas comunes con centenares de huesos de aquellas víctimas del cólera, la mayoría en el barrio de la Fuensanta, que limita al este, como no podía ser de otra forma, con la avenida de Tres Forques.
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La noticia corrió por los medios de toda España y, pronto, se ofrecieron nuevos detalles, como que aquellos cuerpos habían estado bañados en cal.
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Aunque nadie más relacionó aquellas informaciones, fue Rafael Solaz quien, con sus palabras, volvió a sorprenderme una vez más: «Desde luego, estos datos son objetivos. Que estén relacionados o no, cada uno lo juzgará. Pero a mí me parece una muestra de que es un lugar propicio en sucesos negativos».

¿Puede matar un lugar?

La pregunta seguía sonando con fuerza en mi cabeza, mientras descendía casi a oscuras las escaleras de la finca maldita. Eran las 6 de la madrugada y un silencio sepulcral se extendía, denso, por el edificio.

Fuera amanecía y, mientras la ciudad empezaba a cobrar vida, parecía como si el edificio volviera a sumergirse en un letargo diurno. Tal y como había descrito Carolina López, como si el edificio durmiera de día y despertara de noche…

Al día siguiente tenía otra entrevista muy especial que, en parte, respondería a mis preguntas sobre si un enclave puede influir en la gente. Psicólogo y presidente de la Asociación de Hipnosis Profesional, Jesús Genaro vive muy cerca de Tres Forques y había conocido de primera mano el ambiente enrarecido de aquella semana en que los medios de toda España llenaron sus páginas con la «finca maldita». Aparte de describirme aquellos días de sentimientos encontrados entre los vecinos de la comunidad, me habló de cómo en psicología se distinguen casi a la perfección 3 tipos de lugares. Esta clasificación se conoce desde los primeros asentamientos en Europa y, con el paso del tiempo, ha dejado de ser tan clara para la población. La primera clase son los lugares relajantes, especialmente distinguidos por los pastores, ya que allí el ganado estaba más tranquilo y no se desbocaba. Incluso, estaba comprobado que las ovejas daban allí las mejores lanas por el estado de apaciguamiento que alcanzaban. Con el tiempo, esos lugares empezaron a ser aprovechados para erigir santuarios, templos y, posteriormente, lugares de relax como balnearios.

El segundo tipo son los lugares eufóricos, que transmitían alegría y entusiasmo a quienes los poblaban, y se utilizaron como centros de reunión social: plazas, mercados, centros de ocio, etc.

Finalmente, existe un tercer tipo de lugares que nadie parecía dispuesto a habitar: los centros depresivos. Sitios donde los animales iban a morir y los suicidas acudían para cumplir su último deseo. Allí, las peleas, trifulcas y agresiones tienen lugar con más asiduidad. El entorno produce sensaciones negativas, como abatimiento, desánimo, hastío, incluso, a la larga, depresiones. Al carecer de cualquier utilidad positiva para el hombre, estos lugares fueron quedando en el extrarradio de las ciudades, hasta que el valor del suelo anuló cualquier otro factor decisivo para la construcción que no fuera el dinero. Es curioso, porque el barrio de Patraix estuvo a las afueras durante siglos.

El encargado de ofrecer los últimos datos sobre este tema fue el criminólogo Vicente Garrido, también profesor titular en la Universidad de Valencia. Para él, la estadística de crímenes y tragedias en el edificio es absolutamente desorbitada: «Imaginemos que en España ocurren, al año, una media de 200 crímenes. De todos ellos, sólo un 5 por 100 tienen lugar dentro de algún edificio. Piensa ahora cuántos millones de viviendas hay en nuestro país y reparte por ellos ese puñado de tragedias anuales. ¿Cuál es, entonces, la posibilidad de que un mismo lugar acumule siete tragedias de ese tipo? Más aún cuando no es un barrio marginal ni delictivo. Si lo piensas, en el 99,99 por 100 de las viviendas nunca ha ocurrido ningún homicidio. Esto nos habla de que, al menos, se trata de un edificio con una tradición verdaderamente sorprendente».

Touché
.

Otros lugares marcados

El traqueteo del tren me devolvió a la realidad. Durante el viaje de regreso a Madrid iba recordando algunos datos y anotándolos en mi Moleskine. Recordé entonces que llevaba conmigo unos viejos recortes de prensa sobre otros lugares que habían sido bautizados como «malditos» mucho tiempo atrás.

El más sonado fue el número 3 de la madrileña calle de Antonio Grilo, donde se cometieron hasta ocho homicidios en diferentes épocas de su historia.
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El primero de ellos ocurrió en 1945, cuando un camisero del primer piso fue asesinado por unos ladrones que entraron a robar. El 1 de mayo de 1962, un sastre asesinó a su mujer y a sus cinco hijos para después descerrajarse un tiro y poner fin a su propia vida. Aquel hombre aseguró haber escuchado voces que le habían obligado a hacerlo. De hecho, llegó a asomarse al balcón, con el cuerpo de uno de sus hijos en los brazos, gritando: «¡Tenía que hacerlo! ¡Tenía que hacerlo hoy!».

Por si esto fuera poco, dos años más tarde, una mujer estranguló a su bebé y escondió su cadáver en un cajón del armario. Diarios y semanarios de toda España, como
El Caso
, dedicaron varios especiales al trágico suceso, con titulares como «La casa de los crímenes» o «La casa maldita».

Esta serie de tragedias sólo suelen ser relacionadas por los propios vecinos de la zona, pero, desde hace unos años, el Observatorio de Seguridad del Ayuntamiento de Madrid está creando, en colaboración con otras ciudades europeas, un software que, a modo de mapa, avisaría de las incidencias que han ocurrido en cada lugar y pondría en alerta de otros que pudieran producirse atendiendo a rasgos como el número de sucesos que se han producido allí, el momento del año en que se produjeron y otra serie de factores que pudieran influir. Sin embargo, es posible que estos «mapas del crimen» nunca se hagan públicos. Como explicaba Manuel Correa Gamero, director del Observatorio de Seguridad del Ayuntamiento de Madrid, esto podría tener repercusiones directas sobre el mercado inmobiliario, provocando una depresión en zonas donde hubiera una alta criminalidad. Sin embargo, para Felipe Hernando, vicedecano de la facultad de Geografía e Historia de la Complutense, que lleva cartografiando el crimen en Madrid desde 1983, son datos que deberían hacerse públicos porque están directamente relacionados con la seguridad del ciudadano: «Además, estos mapas desmontan tópicos, como la criminalización del extranjero, ya que los barrios inmigrantes son también víctimas de muchos más crímenes, o el miedo de las mujeres a los parques, la mayoría de las violaciones se cometen en el entorno del hogar».
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Algo más fruto del azar que de la fatalidad ocurrió en la calle Bravo Murillo, 353. El semanario
El Caso
la bautizó como «La casa que atrae a la muerte». El periodista comenzaba el relato totalmente conmocionado, porque en 1961 recibieron una llamada a la redacción diciendo: «Vengan inmediatamente al número 353 de Bravo Murillo porque ha ocurrido algo importante». En la noche del 8 de junio de 1956 recibieron una llamada similar, diciendo que en ese mismo número había ocurrido algo terrible. Cuando llegaron allí en 1956, encontraron una escena dantesca. Entre escombros, polvo y sirenas de ambulancia, pronto descubrieron que se acababa de derrumbar un edificio. El balance de la tragedia fue de 16 víctimas y 30 heridos.

Años después, en ese mismo lugar, se abrió una tienda de electrodomésticos. Fidel Moreno Calvo y su familia vivían encima de la misma. De nuevo, casi a la misma hora, 1.45 de la madrugada del 10 de febrero de 1961, el piso volvió a temblar, como lo había hecho 5 años antes. Parecía que iba a volver a hundirse. Todos salieron corriendo de allí, atemorizados. Ya fuera, cuando miraron la fachada, descubrieron que un autobús se había empotrado con el edificio. La escena volvió a llenarse de ambulancias y policía. Por suerte, esa vez no hubo muertos, pero el conductor, Manuel Gómez Castresana, que realizaba un trayecto fácil y al que estaba habituado, no supo explicar las causas del accidente, porque sufrió una grave conmoción cerebral. El artículo habla de «la casa maldita», porque desde hacía años los vecinos ya la conocían así.

Fuera de España estos casos ocurren también con asiduidad, aunque no suelen traspasar nuestras fronteras. El 3 de octubre de 1983, José Galvez Denegri degolló en su domicilio de Perú a una bailarina y a su hijo de 8 años, para después descuartizarlos y esparcir sus vísceras por todas las estancias de la casa. Tras aquel suceso atroz, nadie quiso comprar el inmueble por razones lógicas, por lo que meses después un sacerdote de la parroquia de Antón acudió al lugar para exorcizarlo y «alejar de él la mala suerte». Semanas después del ritual, aquel hombre fue asesinado en extrañas circunstancias, alimentando así la leyenda negra del lugar.

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