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Authors: Lois Lowry

Tags: #ciencia ficción - juvenil

En busca del azul (14 page)

BOOK: En busca del azul
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—¿Te trataban con dureza? —preguntó Nora, recordando el tono de Jacobo al hablar a la niña.

Él meditó.

—Con severidad —dijo finalmente.

—Pero, Tomás, la niña de abajo…, Lol…, estaba llorando. Sollozando. Quería estar con su mamá, decía.

—Mat nos dijo que su madre ha muerto.

—Pues no parece que ella lo sepa.

Tomás trató de recordar su propio caso.

—Yo creo que me dijeron lo de mis padres, pero quizá no fuera en el momento. Ha pasado mucho tiempo. Recuerdo que alguien me trajo aquí y me enseñó dónde estaba cada cosa, y cómo funcionaba…

—El cuarto de baño y el agua caliente —dijo Nora con una sonrisa irónica.

—Sí, eso. Y todas las herramientas. Yo ya era un entallador. Llevaba mucho tiempo haciendo talla…

—Como yo hacía antes los bordados. Y como esa niña, Lol…

—Sí —dijo Tomás—. Mat dijo que ya antes era cantante.

Nora, pensativa, se alisó la falda.

—Así que cada uno de nosotros —dijo lentamente— era ya… no sé cómo llamarlo.

—¿Artista? —sugirió Tomás—. Es una palabra que yo no he oído emplear a nadie, pero la he visto en algunos libros. Quiere decir algo así como persona que es capaz de hacer algo bonito. ¿Podría ser esa la palabra?

—Sí, podría ser. La niña hace sus cantos, y son bonitos.

—Cuando no está llorando —señaló Tomás.

—Así que todos somos artistas, y todos huérfanos, y a todos nos han traído aquí. No sé por qué. Y hay otra cosa, Tomás. Una cosa rara.

Él la escuchaba.

—Esta mañana hablé con Marlena, una mujer a la que conozco de los telares. Vive en la Nava, y se acordaba de Lol, aunque no sabía su nombre. Recordaba a una niña cantora.

—Todos los de la Nava se acordarían de una niña así.

Nora hizo un gesto de asentimiento.

—Dijo…, ¿cómo lo dijo? —trató de recordar la descripción de Marlena—. Dijo que al parecer la niña tenía saberes.

—¿Saberes?

—Ésa fue la palabra que empleó.

—¿Qué quería decir?

—Dijo que al parecer la niña sabía cosas que no habían ocurrido todavía. Que la gente de la Nava pensaba que era magia. Parecía como si le diera un poco de miedo hablar del asunto. Y, Tomás…

—¿Qué? —preguntó él.

Nora vaciló.

—Me hizo pensar en lo que pasa a veces con mi trapito. Éste —abrió la caja que le había hecho Tomás y sacó el pedacito de tela para recordárselo—. Te conté que parece como si me hablara. Y recuerdo que tú me dijiste que tienes una madera que también da esa impresión…

—Sí. Desde que era pequeño y empezaba a tallar. La de la repisa. Te la he enseñado.

—¿Podría ser lo mismo? —preguntó Nora con timidez—. ¿Podría ser lo que Marlena llamó saberes?

Tomás la miró y miró al pedazo de tela que yacía inmóvil en su mano. Y arrugó la frente.

—¿Pero por qué? —preguntó al fin.

Nora no sabía la respuesta.

—Quizá sea algo que tienen los artistas —dijo, porque le gustaba el sonido de la palabra que acababa de aprender—. Una clase especial de saber mágico.

Tomás asintió y se encogió de hombros.

—Bueno, tampoco importa mucho, ¿no te parece? Ahora todos vivimos bien. Tenemos mejores herramientas que antes. Buena comida. Trabajo que hacer.

—Pero, ¿y la niña de abajo? No para de sollozar. Y no le dejan salir de la habitación —Nora recordó su promesa—. Tomás, yo le dije que volvería. Y que la ayudaría.

Él puso cara de duda.

—No creo que les gustara a los guardianes.

Nora recordó nuevamente la aspereza que había oído en la voz de Jacobo, y cómo la puerta se cerró de golpe.

—No, yo tampoco lo creo —convino—. Iré de noche. Bajaré entonces sin hacer ruido, cuando crean que todos estamos durmiendo. Claro que… —y su cara se ensombreció.

—¿Claro que qué?

—Que está cerrado con llave. No tendré modo de entrar.

—Sí tendrás —dijo Tomás.

—¿Cómo?

—Con una llave que tengo yo —dijo él.

* * *

Era verdad. Fueron a su habitación y se la enseñó.

—Fue hace mucho tiempo —explicó—. Yo estaba aquí encerrado, con todas estas magníficas herramientas, y me hice una llave. La verdad es que fue muy fácil. Es una cerradura sencilla.

—Además —añadió, pasando los dedos por el complejo perfil de la llave de madera—, sirve para cualquier puerta. Todas las cerraduras son iguales. Lo sé porque las he probado. Salía por las noches y me recorría los pasillos abriendo puertas. Entonces todas las habitaciones estaban vacías.

Nora sacudió la cabeza.

—Eras bastante travieso, ¿eh?

Tomás sonrió de oreja a oreja.

—Ya te lo he dicho. Como Mat.

—Esta noche —dijo Nora, poniéndose seria de repente—. ¿Vendrás conmigo?

Tomás asintió.

—De acuerdo. Esta noche.

Capítulo 16

Atardecía. Nora, en el cuarto de Tomás, contemplaba desde la ventana la miseria del pueblo y escuchaba el caótico guirigay de los trabajadores que remataban las últimas tareas en los distintos talleres. Siguiendo la línea de la calle vio al carnicero vaciar un cacharro de agua sobre el umbral de piedra de su barraca, un gesto inútil para limpiar la suciedad incrustada. Más acá, las mujeres salían de los telares donde Nora había pasado una parte tan grande de su infancia trabajando como ayudante.

Se preguntó, sonriendo, si Mat habría estado allí durante la jornada que acababa de concluir. Asignado a tareas de limpieza, probablemente habría estado metiéndose por en medio con sus compinches, enredando y robando comida del almuerzo de las mujeres. Desde el observatorio de la ventana no se veía el menor rastro de él ni de su perro. Nora no les había visto en todo el día.

Esperó junto a Tomás hasta que se hizo de noche y las auxiliares pasaron a recoger las bandejas de la cena. Por fin todo el edificio quedó en silencio, y también los sonidos del pueblo se apagaron.

—Tomás —sugirió Nora—, lleva tu madera. La especial. Yo llevo mi trapito.

—Bien, pero ¿por qué?

—No lo sé exactamente. Siento que debemos hacerlo.

Tomás tomó de la repisa la piececita tallada y se la echó al bolsillo. En el otro llevaba la llave de madera.

Juntos recorrieron el sombrío corredor hacia la escalera. Tomás, que iba delante, susurró:

—¡Shhh!

—Lo siento —susurró Nora a su vez—. El bastón hace ruido, pero no puedo andar sin él.

—Espera un momento.

Se detuvieron junto a una de las antorchas de la pared. Tomás arrancó una tira de tela del borde de su camisa, y diestramente la ató alrededor de la contera del bastón. La tela amortiguó el sonido de la madera en las baldosas.

Rápidamente bajaron las escaleras y se dirigieron a la habitación donde dormía Lol. Delante de la puerta se pararon a escuchar. No se oía nada. La mano de Nora, en el bolsillo, no sintió ninguna advertencia del trapito. Hizo seña a Tomás con la cabeza, y él introdujo la llave sin hacer ruido y la giró para abrir la puerta.

Nora contuvo el aliento, porque temía que una auxiliar pudiera dormir en la misma habitación para cuidar de la niña por las noches. Pero en la habitación, sólo iluminada por la pálida luz de luna que entraba por la ventana, no había más que una camita y una niña profundamente dormida.

—Yo me quedo en la puerta vigilando —murmuró Tomás—. A ti te conoce, o por lo menos conoce tu voz. Despiértala tú.

Nora se acercó a la cama y se sentó en el borde, apoyando a su lado el bastón. Tocó a la niña en un hombro con suavidad, y dijo en voz baja:

—¡Lol!

La cabecita, de larga melena enredada, se revolvió inquieta. Pasado un instante, la niña abrió los ojos con cara de susto.

—¡No, vete! —exclamó, apartando la mano de Nora.

—Shhh —susurró Nora—. Soy yo. ¿No te acuerdas de que hablamos a través de la puerta? No tengas miedo.

—¡Quiero a mi mamá! —gimió la niña.

Era muy pequeña, mucho más pequeña que Mat. Apenas había empezado a crecer. Nora recordó la potencia de la voz cantante que había oído, y se maravilló de que saliera de aquella cosita diminuta y asustada.

La tomó en sus brazos y la acunó.

—Shhh —dijo—. Shhh. No pasa nada. Soy tu amiga. ¿Ves a ése de ahí? Se llama Tomás. Es tu amigo también.

Poco a poco la niña se tranquilizó. Abrió los ojos de par en par, se metió el pulgar en la boca, y habló sin dejar de chuparlo.

—Oíte por el agujeru —recordó.

—Sí, por el ojo de la cerradura. Nos hablamos bajito.

—¿Tú conoces a mi mamá? ¿Puedes traerla?

Nora meneó la cabeza.

—No, me parece que no. Pero yo estaré aquí. Vivo justo en el piso de arriba. Y Tomás también.

Tomás se acercó y se arrodilló junto a la cama. La niña le miró con desconfianza y se agarró a Nora. Tomás apuntó al techo.

—Vivo justo encima de ti —dijo en tono cariñoso—, y te oigo.

—¿Oyes mis canciones?

Él sonrió.

—Sí. Tus canciones son muy bonitas.

La niña frunció el ceño.

—Todo el ratu me hacen aprender otras.

—¿Otras canciones? —preguntó Nora.

Lol asintió tristemente.

—Venga a aprender. Tengu que acordarme de todo. Mis canciones de antes me salían porque sí. Pero ahora me meten cosas nuevas y mi pobre cabeza duele hurrible —la niña se frotó el pelo enredado y dio un suspiro; un suspiro que sonó extrañamente a persona mayor, y que hizo que Nora sonriese con comprensión.

Tomás estaba mirando por el cuarto, que tenía muchos muebles exactamente iguales a los de los cuartos de arriba: una cama, una cómoda alta, una mesa, dos sillas.

—Lol —dijo de pronto—, ¿se te da bien trepar?

Ella frunció las cejas y se sacó el pulgar de la boca.

—A veces trepu a los árboles en la Nava. Pero mi mamá me pega si trepu porque dice que si rómpome las piernas me llevarán al Campu.

Tomás asintió muy serio.

—Sí, seguramente es verdad, y tu madre no quiere que te hagas daño.

—Si te llevan los acarreadores al Campu, ya no vuelves nunca. Te comen las fieras —el pulgar regresó a la boca.

—Pero mira, Lol. Si pudieras subirte aquí… —Tomás señaló a lo alto de la cómoda.

Los ojos muy abiertos siguieron la dirección de su dedo, y la niña asintió.

—Si te empinases desde ahí, y tuvieras algún instrumento, podrías dar golpes en el techo y yo te oiría.

La niña sonrió encantada ante la idea.

—No se trata de que lo hagas para divertirte —se apresuró a añadir Tomás—. Sólo si verdaderamente nos necesitaras.

—¿Puedu probar? —preguntó Lol ansiosa.

Nora la bajó al suelo. Con la agilidad de un animal, la niña se encaramó de la silla a la mesa y de ésta a lo alto de la cómoda. Allí se irguió triunfante. Bajo su camisón tejido lucía desnudas un par de piernas flacas.

—Necesitamos un instrumento —murmuró Tomás, buscando con la vista.

Nora, recordando algo de su habitación, fue al cuarto de baño. Tal como suponía, en el estante del lavabo había un cepillo del pelo con mango de madera.

—Prueba con esto —dijo, y se lo acercó a la niña.

Con una gran sonrisa, la pequeña cantora se estiró y golpeó el techo con el mango del cepillo.

Tomás la bajó y la metió otra vez en la cama.

—Pues ya está —dijo—. Si nos necesitas, ésa es la señal, Lol. Pero no se te ocurra hacerlo para divertirte. Sólo si necesitas ayuda.

—Y también vendremos a verte aunque no llames —añadió Nora—. Después de que se hayan ido las auxiliares —la arropó—. Ten, Tomás: ¿quieres devolver esto a su sitio?

Y le dio el cepillo.

—Nos tenemos que ir ya —dijo a Lol—. ¿Te sientes mejor ahora que sabes que tienes amigos arriba?

La niña asintió y se metió el húmedo pulgar en la boca. Nora alisó la manta.

—Buenas noches, pues.

Por un instante permaneció sentada en la cama, con un vago recuerdo de que algo más había que hacer. Algo de cuando ella era una niña así de pequeña y la acostaban.

Instintivamente se inclinó hacia la niña. ¿Qué era lo que hacía su madre cuando ella era pequeña? Puso los labios en la frente de Lol. Era un gesto que no le resultaba familiar, pero parecía ser algo así.

La niña hizo un ruidillo de contento con sus propios labios contra la cara de Nora.

—Un besitu —susurró—. Como mi mamá.

* * *

Nora y Tomás se despidieron en el corredor de arriba y se fueron cada uno a su cuarto. Era tarde, y a la mañana siguiente tendrían que trabajar como siempre: había que dormir.

Mientras Nora se disponía a acostarse, pensó en la niña sola y asustada de abajo. ¿Qué cánticos serían los que la estaban obligando a aprender? ¿Por qué estaba allí? Lo normal era que una niña huérfana fuera entregada a otra familia.

Era la misma pregunta que ella y Tomás habían discutido el día anterior. Y la respuesta parecía ser la conclusión a la que habían llegado: eran artistas los tres. Hacedores de cantos, de maderas, de dibujos bordados. Por ser artistas, tenían algún valor que Nora no alcanzaba a comprender. Debido a ese valor estaban los tres allí, bien alimentados, bien alojados y atendidos.

Se cepilló el pelo y los dientes y se fue a la cama. Por la ventana abierta entraba la brisa. Abajo vio las construcciones a medio hacer que pronto serían su huerta de colores, su fogón y su taller. Al otro lado de la habitación, a través de la oscuridad, plegado y cubierto encima de la mesa de trabajo, veía un bulto: el manto del Cantor.

De pronto Nora comprendió que, aunque su puerta no estuviera cerrada con llave, no por eso era libre. Su vida estaba limitada a aquellas cosas y aquel trabajo. Estaba perdiendo la alegría que en otro tiempo sentía cuando los hilos de alegres colores tomaban forma en sus manos, cuando se le ocurrían los dibujos y eran suyos. El manto no le pertenecía, aunque a través del trabajo estaba aprendiendo lo que contaba. Casi sería capaz de relatar la historia ahora que había pasado entre sus dedos, ahora que durante tantos días la había estado examinando de cerca. Pero no era lo que sus manos, o su corazón, ansiaban hacer.

Tomás, aunque nunca se quejaba de nada, había hablado de los dolores de cabeza que le producía el trabajar muchas horas. También la pequeña cantora de abajo. «Ahora me meten cosas nuevas», había gimoteado. Ella quería ser libre para cantar sus canciones como antes.

Nora también. Quería que sus manos se librasen del manto para poder hacer sus propios dibujos otra vez. De pronto deseó poder abandonar aquel sitio, a pesar de sus comodidades, y volver a la vida que había conocido.

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