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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (5 page)

BOOK: En busca del rey
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Blondel y Guillermo ayudaron al rey a incorporarse. Le sangraba la mano y profería furiosos juramentos. Luego examinaron el caballo y comprobaron que se le había roto una pata delantera; Guillermo, el más resuelto, mató al animal y Ricardo montó detrás de Blondel.

—Tendremos que arriesgarnos a ir al Castillo. —Blondel no opuso objeciones; ahora sabía que ninguno de ellos llegaría a Inglaterra.

Acababa de ponerse el sol cuando llegaron a las puertas del castillo. No habían dicho una palabra desde el enfrentamiento con los hombres del duque: daban por sentado que los atacantes eran austríacos. Tampoco habían mencionado a Baudoin, y Blondel se preguntó si habría muerto o sólo lo habrían capturado. Ricardo no hacía comentarios, fruncía el ceño, y Blondel comprendió que estaba asustado.

Las puertas del castillo aún no estaban cerradas; permanecían entornadas en el muro de piedra; el torreón era de madera, de construcción reciente y de estilo normando.

—Explicad quiénes sois. —Un guerrero les cerraba el paso, el guardián de las puertas.

—Cruzados —dijo Ricardo de regreso a nuestra Francia nativa. Perdí el caballo en el camino, un accidente. Como caballeros y cristianos solicitamos se nos conduzca al señor de este castillo.

El hombre les alumbró las caras con una antorcha. Blondel sabía que con esas caras polvorientas y las capas desgarradas parecían salteadores, pero vestían la cota de malla de los caballeros; hacía mucho que Ricardo se había deshecho del hábito de monje.

—Entrad —dijo el hombre, sin mucha convicción—. El señor del castillo, sir Eric, acaba de regresar también de Palestina, y están preparando las bodas de su hermana con un compatriota vuestro.

—¿Y quién es? —preguntó cortésmente Ricardo.

—Sir Roger de Aubenton, él…

—¡Aubenton! —Ricardo casi gritó de alegría. Luego añadió—: Roger es un viejo camarada. ¿Dónde puedo hallarlo? ¿Ahora se encuentra aquí?

El hombre estaba impresionado, y también aliviado, sin duda.

—Llamaré a un guardia para que te conduzca ante él. —Llamó a uno de los hombres que jugaban a los dados cerca del portón—. Conduce a este caballero… ¿Cómo te llamas?

—Ricardo… de Guyenne —dijo el rey, usando su viejo título.

—Conduce a Ricardo a las habitaciones de sir Roger. Y si de paso ves al capitán austríaco, anúnciale que su caballo está listo.

Blondel empezó a orar en silencio, automáticamente, invocando a todos los dioses y santos.

El patio estaba lleno de hombres y caballos. Pajes con antorchas, como luciérnagas gigantes, iban apresuradamente de un lado al otro, transmitiendo mensajes, cumpliendo encargos. La luz se filtraba por las angostas ventanas, y en un instante de debilidad, Blondel deseé que los capturaran con tal de poder estar de nuevo con gente, deambular por habitaciones tibias e iluminadas. Desmontaron y el guardia los condujo al castillo.

Atravesaron el gran salón donde los criados preparaban la cena y los perros, sentados sobre juncos, observaban los asadores que giraban sobre el fuego. En un pequeño cuarto a un lado del salón encontraron a sir Roger, quien estaba poniéndose una túnica por la cabeza.

—Ricardo de Guyenne —anunció el guardia.

—¿Quién? ¿Ricardo de…? ¡Dios mío! —Estiró la túnica para hacerla pasar por la cabeza—. Márchate —le dijo al guardia. Cuando el hombre se fue, abrazó a Ricardo. Luego dio un paso atrás y lo miró estupefacto. Al fin rió y dijo—: Ahora veo por qué muchos te llaman Corazón de León. Te introduces en el castillo del primo de Leopoldo el mismo día que envían una partida de soldados a capturarte… ¿Sabes?, algunos dirían que Su Majestad está loco.

Ricardo se desplomó fatigosamente en un banco, apoyando la mano vendada en la rodilla (habían confeccionado el vendaje con un jirón de la capa de Blondel).

—No, loco no. Los hombres del duque nos atacaron hace unas horas. Han capturado o matado a Baudoin de Bethune, pero nosotros hemos escapado. Mi caballo se ha roto una pata. Esta parecía la única oportunidad de obtener un caballo; en cuanto al riesgo… —Se encogió de hombros.

Roger asintió; era un hombre pálido, de pelo rubio.

—A Baudoin sólo lo han capturado, y supongo que lo retendrán para pedir rescate. No corre ningún peligro en especial. Me asombra que el guardia de la puerta no haya sospechado nada.

Ricardo sonrió débilmente.

—No creo que se le haya ocurrido que un hombre perseguido se uniera a los perseguidores. ¿Qué clase de hombre es sir Erie?

—No es malo, supongo… Es el protegido del duque, y muy ambicioso. No podéis permanecer aquí.

—No —dijo Ricardo—, no podemos. ¿Puedes conseguirme un caballo y provisiones? No pienso viajar a pie hasta Normandía.

Sir Roger asintió.

—Espérame aquí —dijo, y se marchó. Blondel y Guillermo se sentaron junto a Ricardo en el banco.

—¿Puedes fiarte de él, señor? —preguntó Guillermo.

—No me queda otro recurso —dijo Ricardo, y esperaron. A Blondel se le hizo la boca agua al oler el humo del asado del salón grande. El murmullo de voces, hombres y mujeres mezclados, se intensificaba a medida que el salón se llenaba de gente; alguien tocó una viola y empezó a cantar (no muy bien) y Blondel descó desesperadamente estar con ellos, gozar del calor, estar rodeado de personas otra vez, contar con una audiencia: pero esa noche debían cabalgar por campos escarchados y dormir a la intemperie en un suelo duro.

Roger reapareció.

—Tengo un caballo para ti señor —dijo rápidamente—. Las alforjas están llenas: pero debes marcharte sin dilación. El capitán de la guardia ha hecho algún comentario a los austríacos y tienen curiosidad por verte; sospechan algo, diría yo.

Ricardo se incorporó.

—Gracias, Roger. —Estrechó la mano del caballero—. Cuida de que no le hagan daño a Baudoin.

—Lo haré.

—Si vienes a Inglaterra serás recompensado.

—Gracias, señor.

Atravesaron el salón confundiéndose con la multitud. Roger los escoltó hasta el portón y dijo al capitán de la guardia que Ricardo viajaba a Viena con mensajes para el duque y no pernoctaría en el castillo.

Agitaron la mano para despedirse de sir Roger, quien permanecía en la puerta, la luz de una antorcha a sus espa1das~ él les devolvió el saludo. Luego partieron al trote corto y bajaron por la pendiente hacia los campos desiertos. En el firmamento, una luna nueva envuelta en brumas iluminaba el camino con un grisáceo resplandor.

4

Pasaron la mitad de la noche cabalgando. La luna derramaba una luz opaca en árboles y colinas. Mientras los labriegos dormían en sus lóbregas chozas, ellos cabalgaban, y finalmente, cuando los hombres de los castillos, cansados de hacer el amor, se disponían al sueño, ellos acamparon en el lecho de un río, encendieron una pequeña fogata y durmieron.

La escarcha blanca perlaba el suelo como un encaje. Bajo un cielo medio gris, medio oscuro, con el sol aún por debajo del horizonte, cuando apenas despuntaba el día, despertaron y cabalgaron hacia el norte.

Blondel tiritaba de frío, y le dolían las magulladuras. Tenía las manos frías, rojas como la carne cruda, y se preguntó si no se le helarían, aferrando las riendas para siempre. Soplaba un viento cortante, perforándole los oídos, ofuscándole el cerebro: los tímpanos le dolían. Miró a Ricardo y notó que era indiferente al frío, como correspondía a un rey. Pero Guillermo, que era sólo un caballero, y un caballero joven, también sufría. Sin embargo, apretaba los labios con firmeza, e imitaba al rey. Blondel lo envidiaba porque Guillermo creía en muchas cosas en las que un hombre de más edad no podía creer: que los reyes no sufrían las incomodidades si eran valientes, que los sarracenos eran malignos y los cristianos bondadosos, que las cruzadas se habían emprendido para liberar la tumba de Cristo. Blondel sonrió amargamente al viento mientras éste le aguijoneaba los labios. En Oriente había riquezas y rutas comerciales hacia la India y los países productores de seda. Todas las naciones de Europa ambicionaban dominar el Oriente, y alguien había tenido la feliz ocurrencia de recordar que Jerusalén albergaba el sepulcro de Cristo, de modo que los reyes reclutaron ejércitos, recibieron la bendición papal y, acompañados por obispos mitrados, zarparon hacia Palestina, donde combatieron contra las gentes de tez oscura seguros de la justicia de su causa y convencidos de que la justicia de su causa y convencidos de que la muerte de los paganos no era nada comparado con la liberación de la tumba de un Dios muerto.

Ricardo, al menos, no era hipócrita en privado, y Blondel se alegraba de ello. El rey siempre hablaba en términos de pillaje, rutas comerciales y posiciones estratégicas. Las únicas veces que mencionó el Sepulcro fue en discursos dirigidos a eclesiásticos y otros príncipes que a su vez le dirigían a él discursos similares.

También era una idea atinada, sabía Blondel, porque así los caballeros tenían un lugar adonde ir, un lugar donde los jóvenes podían luchar y matar sin temor a ser censurados, donde podían ejercer su bravura y ser bien recompensados, donde podían convivir, practicar juntos la violencia, libres de la influencia restrictiva de las mujeres y de una sociedad relativamente segura. Vistas así, decidió Blondel, las cruzadas eran útiles y semejantes ventajas compensaban las incomodidades, el dolor, la flecha penetrante o la cimitarra que tan a menudo daban un sangriento fin a la vida de un joven nacido a más de mil millas de distancia, en una comarca más gentil donde las colinas eran verdes y no pardas, y no estaban hechas de polvo. En cierto modo, la muerte de los jóvenes en batalla era hermosa: no envejecerían, ni se afearían, ni serían víctimas de una enfermedad lenta e implacable. Tendrían la fortuna de morir en un acto de repentina violencia, aún robustos y vigorosos, y su sangre daría un brillo fugaz a la tierra parda y triste de Palestina. Sí, era mejor que estuvieran unidos allí y dieran muerte a los sarracenos y no que permanecieran en Europa y, a falta de otra diversión, se dieran muerte entre si. Él y Ricardo discutirían todo esto algún día, cuando pudieran sentarse tranquilamente frente al fuego y recordar, un viejo rey y un viejo trovador…, siempre que ambos llegaran a la vejez. Presentía que Ricardo diría esas mismas palabras: los jóvenes deben luchas…, sí, era bueno, doloroso, por supuesto, pero bello, con esa dimensión trágica propia de toda gran belleza. Sus propias baladas, aun cuando casi siempre cantaban al amor, eran tristes. Pero aunque cantara al amor, Blondel sabía que el amor era mucho más que los sentimientos de un hombre por una mujer, más que un hombre rogándole a una mujer que lo recibiera: la estructura convencional de una balada, la súplica a la dama. Pues la dama era muchas cosas: amor, grandes emociones, batallas. La dama era la camaradería de los caballeros. La dama era la belleza. La dama era la madre de Dios. Así se alzaba como símbolo de múltiples cosas, de toda la pasión y toda la belleza del mundo. La había descubierto a los dieciséis años, caminando, por las verdes campiñas estivales de Artois, caminando por primera vez, en compañía de alguien, de una muchacha: la dama.

Todas sus baladas estaban dedicadas a la dama.

Ahora el sol se elevaba detrás de ellos, brillante y helado. Sintió los rayos apenas tibios en la nuca e imaginó que la luz lo calentaba. Pensó en hogares con grandes leños crepitantes y llamas amarillas, pensó en el verano en las campiñas de Artois; pensó en hacer el amor.

Al mediodía hicieron un alto para almorzar y encendieron un fuego tan pequeño que únicamente hizo que el frío, por contraste, pareciera más intolerable. Luego continuaron esa cabalgata de pesadilla. Los árboles desfilaban, burlones, frente a ellos, como esqueletos de sarracenos degollados. Las colinas los observaban como los cráneos de soldados muertos. El campo abierto, constelado de escarcha y sembrado de surcos, la cara de un gigante muerto mirando al cielo, se extendía ante ellos hasta la línea del horizonte. A veces les daba la impresión de que ellos apenas se movían, de que eran los árboles, las colinas, la tierra lacerada los que se movían precipitándose a un abismo distante, una tumba definitiva más allá de la tierra, alejándose de los viajeros, abandonándoles para arrojarse al vacío y a los brazos del frío. El sol se elevó, trazó una curva y cayó del este al oeste; luego volvió a elevarse y volvió a caer desde la cúspide del cielo a las montañas de poniente. Una pequeña fogata seguía a otra a intervalos irregulares, como rosas vívidas caídas en la nieve.

El frío siempre estaba presente; cabalgaba junto a ellos, era un cuarto jinete. Por la noche revoloteaba fuera de la pequeña aureola del fuego, y cuando reanudaban la marcha él la reanudaba con ellos, montado en el viento.

El rey enfermó. Una mañana despertó tosiendo y con la respiración entrecortada. Cuando Blondel sugirió atizar el fuego y descansar todo el día, al menos una o dos horas, Ricardo se enfureció y, tambaleante, montó y se dirigió hacia el norte. Lo siguieron.

Pero, afortunadamente, esa noche llegaron a un río ancho, y junto al río había un pequeño pueblo que se llamaba, según un aldeano, Oberhass, o algo parecido, pues ninguno de ellos hablaba alemán y el aldeano no conocía otra lengua. Mientras cabalgaban por las calles, Blondel pensó que nunca había visto un pueblo tan maravilloso.

Los edificios eran de madera, de construcción sólida y no muy altos, con los tejados inclinados y cubiertos de tejas. Casi todas las ventanas estaban protegidas contra el frío, y la calle central del pueblo había sido recientemente pavimentada: parecía un pueblo próspero, un pueblo nuevo. La plaza no tenía nada fuera de lo común: la consabida fuente era esta vez clásica, profusamente ornamentada y decorada con delfines que escupían agua que se congelaba al tocar la taza.

Una iglesia de estilo italiano dominaba la plaza. A ambos lados de la plaza estaban las casas de los ricos; en el cuarto lado, frente a la iglesia, había unos porches: el mercado. Sin embargo, ese día el lugar estaba desierto. Se detuvieron frente a la iglesia, y en ese momento, un sacerdote salió por una de las puertas laterales.

Blondel lo interpeló en su mejor latín:

—Dime, padre, ¿dónde podríamos encontrar alojamiento para esta noche?

El sacerdote les habló de una casa donde los viajeros eran bienvenidos; le dieron las gracias, y no tardaron en encontrarla.

Al principio, Blondel pensó que el calor de la habitación iba a producirle un desmayo. Ráfagas de calor le azotaban la cara, haciéndole arder y vibrar los oídos. El rey se tambaleó hasta un banco, se sentó y hundió la cara en las manos, incapaz de moverse. Guillermo se quedó atónito, mirando el fuego. Finalmente, fue Blondel quien trató con el dueño del lugar. Le dijo que permanecerían allí varios días; miró a Ricardo, casi esperando una protesta, pero el rey guardó silencio. Eran caballeros franceses que volvían a su patria. Durante el viaje habían luchado con bandidos; les habían robado el equipaje y matado a la servidumbre. Elaboró una historia convincente; habló en latín, lengua que el tabernero no comprendía a la perfección, pero era un hombre pretencioso, y fingió comprenderla; asentía a menudo con un aire de falsa inteligencia.

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