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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

En el nombre del cerdo (26 page)

BOOK: En el nombre del cerdo
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Recorren el breve camino de vuelta al apartamento, suben las escaleras, el comisario introduce su llavín, pero desde dentro su mujer ha oído las voces y se adelanta a abrir la puerta: «Bueno: aquí tenemos al viajero..., pasa hijo, que estoy trasteando en la cocina». Se besan. «¿Sabe que no he conocido a su marido cuando he bajado del autocar?», dice T. «Calla, chico, que me tiene frita; ahora le ha dado por escuchar música moderna.» El comisario está exultante, sonríe: «Bueno, los tiempos cambian...» «¿Y sabes que ahora de repente ha descubierto la playa?, no hay quien lo saque del agua, chico.» «Ya lo veo, parece un cazador de cocodrilos...»

Intercambian ligerezas durante algunos minutos más, hasta que Mercedes pregunta si quieren que les apañe un aperitivo o prefieren tomarlo por ahí y hablar de sus cosas. El comisario se adelanta para contestar que mejor bajan al bar de los boquerones; «Bueno, ¿y a qué hora le echo el agua al arroz».

Caminan de vuelta a la plaza de los autocares. «La Parrilla», dice el letrero del bar de la esquina. El comisario y T entran y se acercan a la barra. «Carmen, ¿qué nos pone para acompañar a esas Cruz Campo heladas que tiene escondidas su marido?», «Ahora mismo está la Montse rebozando unos boquerones, ¿le apetecen?...» Se sientan a una de las mesas de madera flanqueadas por bancos corridos: «Verás, vas a comer los mejores boquerones rebozados de tu vida».

No arrancan a hablar de verdad hasta que llegan las dos botellas de cerveza rezumantes de condensación y un gran plato de pescado caliente.

—Bueno, explícame el misterio —dice el comisario—. ¿Te gustan con limón?

—Sí, está bien... ¿Qué misterio?

—¿Tan mal se está en Nueva York para que salieras de allí disparado? —el comisario ha de tragar saliva porque tiene la boca echa agua.

—Al contrario...

—¿Te gustó?

—Me enamoré de la ciudad...

—¿Ah, sí...? Tiene fama de difícil, eso dicen...

—También dicen que cuando uno ha logrado sentirse cómodo allí ya ningún otro lugar del mundo parece lo bastante bueno para vivir. Yo llegué a sentir eso en cuestión de días.

—Debe de ser... interesante. —El comisario está tratando de que T se suelte un poco hablando, y además está ocupado con el plato de boquerones. T toma uno con los dedos, pero no tiene mucho apetito.

—Es algo más que interesante... Una madrugada, comiendo alitas de pollo en un coreano de la Séptima Avenida, pensé que si sólo se pudiera salvar una ciudad del mundo habría que salvar Manhattan. Si uno salva Segovia está salvando a los segovianos, pero si salva Nueva York está salvando a la humanidad, es como un Arca de Noé anclada en la desembocadura del Hudson.

—Bueno, no sé qué opinarán los segovianos... —El comisario sonríe y se cubre la boca para no enseñar el boquerón que acaba de empujarse dientes adentro—. ¿Y entonces...?, ¿no ibas a solicitar una beca de residencia?

—La solicité..., pero me marché antes de saber si me la concedían.

—Y eso...

T no puede evitar contestar con franqueza.

—No sé..., de pronto me pareció que no encajaba en el Arca de Noé.

El comisario hace una mueca de inteligencia, se chupa los dedos y le da un trago a la cerveza antes de hablar.

—Pues sólo se me ocurre una razón para que a uno le pase eso precisamente en el Arca de Noé...

—Y seguro que acierta.

El comisario se desentiende por un momento de los boquerones.

—Ha tenido que ser algo serio, en tan poco tiempo...

—Tan serio que llegué a comprar un anillo. Nunca antes había hecho una cosa semejante.

—Y qué pasó..., si puede saberse...

T contesta despacio, pensando lo que dice.

—No estoy muy seguro...

—¿Algo salió mal...?

—No lo sé. Llegué a pensar que de pronto le entró miedo al compromiso, por lo visto ahora también les pasa eso a ellas. —El comisario hace una mueca de comprensión—. Es igual, creo que ya no quiero saberlo, el caso es que me he venido con el anillo en el neceser. Debí tirarlo desde el Empire State la última noche, supongo que ahora tendré que buscar otro lugar lo bastante alto.

—Ya... ¿Y lo de marcharte de repente a Irlanda...?

T levanta las cejas y niega con la cabeza.

—Supongo que el ser irracional que habita en mí se fue para allá en busca de otra irlandesa. «La mancha de mora...»

—¿Era irlandesa? —T asiente; el comisario tarda un poco en seguir—. ¿Y ese ser irracional que habita en ti no estará pensando ahora en aceptar lo que te propone Rodero?

—Hablé con él ayer. Le dije que seguramente podría contar conmigo.

—Mal hecho. Tarde o temprano tendrás que dejar de hacer tonterías.

Los boquerones supervivientes han dejado de humear. T los mira sin verlos, suelta aire, cabecea.

—Mira, Tomás —sigue el comisario—, he tenido la suerte de que la única mujer de la que me he enamorado en la vida está ahora en casa preparándonos una paella, pero puedo imaginarme lo que sería perderla...

T interrumpe:

—No es sólo eso, y usted lo sabe, ¿se le ocurre algo que yo todavía no haya perdido en la vida?

—Sí, se me ocurren varias cosas. Por ejemplo la sensatez. Y no es sensato que sigas huyendo hacia adelante.

—Uno huye cuando en lugar de permanecer donde debe corre hacia otra parte. Y mi problema es que ya no sé dónde debería permanecer. ¿Dónde?, ¿lo sabe usted?

—A lo mejor sólo tendrías que quedarte quieto en cualquier parte. La felicidad no se alcanza corriendo tras ella, a veces hay que dar tiempo para que ella te atrape a ti.

—Perdone pero eso suena a proverbio zen...

—Déjate de proverbios, te estoy hablando en serio... Mira, lo de Rodero es pura soberbia..., se cree muy inteligente y quiere que todos lo sepamos, ¿te ha explicado lo que se le ha ocurrido, todo eso de hacerse pasar por escritor y demás?

—Sí, me estuvo contando...

—¿Y no te parece una estupidez disfrazada de genialidad?

T tarda en contestar:

—Si quiere que le diga la verdad me da lo mismo. Lo importante es que San Juan del Horlá parece estar lo bastante alejado del resto del mundo.

El comisario se adelanta sobre el asiento.

—¿Y a eso no lo llamas tú «huir»?

A T vuelve a costarle encontrar respuesta.

—A eso lo llamo encontrar en qué ocuparse cuando ya no te importa nada.

—¿Ni siquiera te importa ya ser un buen policía?

T ríe de mala gana.

—¿«Sacrificio, Técnica, Constancia»?

—Sentido común. Mira..., no sé qué te ha pasado exactamente pero nos conocemos lo bastante como para saber que no estás bien. No es el momento de encerrarte allá arriba. Hazme caso, soy más viejo que tú, un viejo montañés que sabe lo que es pasar un invierno aislado del resto del mundo, aunque sólo sea por eso te llevo alguna ventaja.

—No me parece mucho mejor encerrarme en un despacho en una comisaría de distrito.

—Muy bien, entonces súbete a otro avión y vuelve a Nueva York, mañana mismo. Tu sueño sigue allí, ve a por él. ¿También te parece un proverbio? Si aceptas este caso no vas a adelantar nada, estarás completamente solo allá arriba y ni tú ni yo sabemos a qué ni a quién puedes tener que enfrentarte. Lo único que sí sé y que puedo decirte es que corres el riesgo de hundirte en tu propia pesadilla.

* * *

Jueves tarde, reunión conjunta en la sala anexa al despacho del comisario. Asisten, además del comisario, Prades y Berganza de la Provincial, Rodero el jefe de Homicidios y T. Desde poco más de las cinco sólo ha hablado Rodero: sobre cerdos, sobre el tráfico de cocaína y otros estupefacientes, y sobre la conveniencia de impostar a un agente encubierto como escritor. A modo de prontuario ha ido anotando algunas palabras en la pizarra plástica que tiene a la espalda, y una hora después todavía sigue hablando:

—Bien, y yendo ya al contexto, nos hemos ocupado de investigar a tres individuos, sobre todo por su relación con el matadero. En concreto se trata del veterinario, el matarife y un encargado de la sección de empaquetado —apunta los tres oficios en la pizarra—. Enseguida vamos con ellos. Hemos tenido en cuenta que emplearse en el matadero por las buenas resulta prácticamente imposible, no sólo por la estricta lista de espera sino porque como norma no se acepta a nadie que no viva en la comarca y no tenga algún valedor ya empleado. De modo que entablar alguna relación con cualquiera de estos tres constituye el principal objetivo de nuestro agente. En primer lugar por la capacidad que tienen para intermediar con la dirección de la empresa, y en segundo por la información privilegiada que presumiblemente manejan. Sin embargo, puede haber otros individuos interesantes. También hablaremos de ellos..., de momento me gustaría que Berganza, que ha investigado
in situ,
nos hiciera una semblanza rápida del lugar, nos será muy útil oír cualquier cosa que pueda decirnos a modo de introducción...

Berganza carraspea para aclarase la voz después del largo silencio; se incorpora en la silla, cierra la libreta y empieza a hablar tocándose el pendiente, con aire de improvisar:

—Bueno... es un lugar... curioso. Para empezar la gente suele subir allí a suicidarse arrojándose desde el hombro del Horlá, aunque salvo una excepción reciente los suicidas suelen venir de fuera, así que nunca hemos tenido nada que investigar en el pueblo. Los únicos centros de relación son los tres bares: tenemos el Consorcio Ganadero, donde se dan principalmente comidas y cenas, frecuentado por los hombres de más edad, campesinos y ganaderos; tenemos el llamado «bar de los soportales», el más concurrido, donde se reúne la parroquia para ver el fútbol o beber; y tenemos lo que ellos llaman el Pub, que funciona a modo de bar de noche, sobre todo los fines de semana. Además hay un hostal, pero es como una cripta, sólo está la dueña del negocio y dos matrimonios de sordomudos que se alojan allí desde hace años, nunca vimos entrar ni salir a nadie más. En lo que a nosotros nos ocupa, creo que lo más interesante es la altísima rotación de camareros en el Pub: se toma y se deja el empleo a conveniencia, a veces basta que uno tenga resaca para que le pida a alguien el favor de sustituirlo, casi parece un trabajo comunitario. No creo que en caso necesario fuera difícil conseguir empleo allí, y quizá tampoco en el Consorcio Ganadero. Eso, naturalmente, una vez instalado y al cabo de un tiempo, no es verosímil que un recién llegado consiga integrarse fácilmente. Qué más puedo decir... Dos curiosidades: una, el consumo de estupefacientes es altísimo, los huertos entre las dos calles principales son verdaderas plantaciones de marihuana, y la cocaína se toma habitualmente en plena calle, apenas se molestaron en disimular ante nuestra presencia. Y dos..., a lo mejor les parece una tontería, pero en dos semanas no vimos a un solo niño, ni siquiera en las casas en las que entramos. Es... inquietante, no sabría cómo explicarlo... Por lo demás, ya en plena primavera aquello parece un limbo, se oye una sola emisora de radio, los canales de televisión se ven muy mal cuando se ven, y los teléfonos móviles sólo tienen cobertura en las afueras del pueblo, camino del valle, así que no quiero ni imaginar lo que debe de ser cuando quedan incomunicados por carretera en invierno. Me acuerdo..., en el bar de los soportales siempre hay un viejo al que llaman Betoven, aunque la verdad es que se parece más bien a Einstein, con bigotes... Bueno, la cuestión es que dice que Guy de Maupassant pasó una temporada en San Juan del Horlá antes de volverse loco... Desde luego la anécdota no tiene el más mínimo vestigio de verosimilitud, me he molestado en consultar la biografía de Maupassant, pero
si non e vero e ben trovato,
no se puede resumir mejor la impresión que causa aquello.

—Por cierto, volviendo un momento al asunto de los escritores y antes de que me olvide —retoma Rodero dirigiéndose a T—, tendremos que hacerte unas fotos posando con cara de novelista, y también habrá que presentarte a Quique Aribau para que te ambientes un poco. Ya te he hablado de él, supongo que disfrutaréis estudiándoos mutuamente...; quiero que te cuente su vida, vete de copas con él, o de excursión, o haz lo que quieras, pero has de ser capaz de decir las mismas cosas que él dice, ¿estamos? —T asiente muy serio—. Y otra cosa, que es a lo que iba: parece un asunto menor pero tenemos que buscarte un nombre y acostumbrarnos a llamarte así cuanto antes. ¿Se te ocurre algo que suene a escritor? —T hace una mueca vagamente negativa—. Si no podemos usar el mismo método de Quique..., dice que elige un nombre de pila cualquiera y añade a modo de apellido una calle de la ciudad. A ver, propuestas...

—«Nicolás Granvía» —se arranca el comisario, con inequívoco escepticismo que los demás no captan, aunque ríen.

—¿Qué tal «Alejandro Caspe»? —dice Prades, completamente en serio.

—Ese es bueno... A mí se me ocurre «Gregorio Aragón», pero a lo mejor suena demasiado serio. T, nos interesa mucho tu opinión, al fin y al cabo va a ser tu nombre durante una larga temporada.

—No sé..., me gustaría algo con «Balmes» —dice T—. ¿Qué tal «Pedro Balmes»?

Nadie opone nada, así que Rodero decide:

—Bien, adjudicado; a partir de ahora ya no eres T sino P, ¿todo el mundo de acuerdo?... Otra cosa. —Rodero toma de nuevo el rotulador para escribir algo en la pizarra plástica...

EN EL INFIERNO

P es varón caucásico, complexión atlética, cabello y ojos oscuros, cuarenta y cuatro años. Es el único pasajero del autocar en los últimos quince kilómetros de curvas ascendentes. Acaba de oscurecer, llueve un agua mansa y tenaz, las ventanillas empañadas transparentan el negro de un bosque profundo. El motor reduce al aproximarse a un indicador de carretera emborronado con pintadas: San Juan del Horlá. Los faros iluminan las fachadas de piedra mojada, embocan una larga calleja en cuesta, giran, se detienen; suena un resoplido de calderines. El conductor habla en voz alta para P en su asiento: «¿Seguro que no quiere volverse conmigo?». El Cochero en Transilvania. P contesta poniéndose en pie: «Gracias: traigo una ristra de ajos...». El conductor ríe; se oye el chasquido hidráulico de apertura de la puerta y P baja al asfalto con su bolsa de mano.

Luz de luna nublada; lluvia fina; huele a leña; hace frío. El autocar maniobra el cambio de sentido y P rota sobre sí mismo para situarse. Alrededor, la silueta oscura de las montañas, un circo angosto que lo abraza todo. En primer plano la iglesia, con el campanario iluminado por focos azulones, tan chato que parece retraído bajo la lluvia. No hay nadie en la calle; luz en tres ventanas. El motor del autocar se aleja por donde ha venido y queda el silencio; la lluvia, tan fina, no hace ruido al caer. A la izquierda se estrecha el asfalto y se pierde hacia las afueras; a la derecha una fila de soportales aloja las mesas exteriores de un bar. El cartel que anuncia cerveza está encendido. Al acercarse, P advierte que hay un hombre sentado a una de las mesas de la terraza, medio oculto en la oscuridad. Cuarentón flaco, con gorra de béisbol, pantalones cortos y botas militares. Bebe cerveza y mira la lluvia caer. Cuando P está cerca le da las buenas noches. El tipo no contesta, sólo lo sigue con la mirada. En el último momento, antes de que P traspase la puerta del bar, parece que se ríe. «Bienvenido», dice, pero no suena a saludo auténtico.

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