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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

En el nombre del cerdo (34 page)

BOOK: En el nombre del cerdo
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Sin embargo la furia de P no está aplacada, y termina empujando el cuerpo hacia un lado, lo hace rodar sobre la cama y cae al suelo golpeándose la cabeza en la mesilla de noche, lo que hace que el despertador se vuelque.

Él queda de rodillas en la cama, jadeando, con la vista puesta en la muchacha inmóvil en el suelo. Tiene los ojos abiertos, la nariz chorreando sangre sobre la boca, el brazo bajo la espalda y las piernas abiertas en una posición grotesca, como de pularda lista para entrar en el horno. Está muerta, y por un momento P piensa en los problemas que puede acarrearle este episodio. Pero es sólo un momento, porque de pronto repara en la potente erección que experimenta, y un relámpago de excitación le acelera el corazón.

El despertador volcado todavía no ha sonado, de hecho deben faltar unos cinco minutos para que suene, y quizá pasen diez o más hasta que al tipo de abajo se le ocurra subir, de modo que tiene tiempo de bajar de la cama, tomar los brazos de la muchacha, y tirar de ellos hasta estirarla de nuevo en la cama, de través, con los brazos colgando por un lado del colchón, los tobillos por el otro y los ojos abiertos hacia el techo. Entonces se baja de nuevo los calzoncillos y trata de penetrarla empujando con toda la fuerza que le otorga su sólida erección. Pero la sequedad de aquel sexo inanimado resulta poco propicia y, cada vez más impaciente, P ha de recurrir a mojarlo con saliva que escupe sobre su mano y luego aplica como una ligera pomada.

El cincuentón de la corbata marrón lo ve bajar por las escaleras cinco minutos después y eso basta para que se quede tranquilo de momento, tardará un rato en extrañarse de que no baje también la chica.

En el bar no están ni el Martín ni el Robocop, y la camarera explica que volverán enseguida. P lo piensa un poco y finalmente decide esperarlos en el aparcamiento, por precaución y también porque al menos afuera el olor a estiércol que aún le embota el olfato no se mezclará con el de los perfumes que hace veinte minutos le resultaban tan estimulantes y que ahora, con varios mililitros menos de fluido en la próstata, le parecen sumamente cargantes, casi tanto como el
Devórame otra vez
que empieza a sonar para regocijo unánime de las Venus Rollizas.

EN EL PARAÍSO

T y Suzanne salen del
Sunrise
pasada la medianoche, cuando el local se ha ido llenando ya de parroquia y no da pena dejar a los músicos solos. El Copito de Nieve de la entrada les sonríe muy amablemente y vuelve a decir algo que T no entiende. Afuera no hace frío, apetece caminar por las calles del Village todavía mojadas. Lo hacen despacio, hacia el norte, esperando encontrar una calle numerada que les sirva de referencia.

—Acabo de tener un
déjà vu
—dice Suzanne—: esto mismo ya me ha pasado antes.

—¿Cuándo ha empezado?

—Hace como diez segundos, y creo que todavía dura.

—Sí...

—Espera, voy a decir algo raro...
Chiricatampayo.
¿Todavía dura?

—Sí...

Suzanne sonríe, es un
déjà vu
especialmente largo. T corre un poco para situarse delante de ella, levanta una pierna doblada por la rodilla, hace buruletas con la lengua, se lleva los pulgares a las sienes y mueve a lo loco el resto de los dedos...:

—¿Qué, todavía dura?

Suzanne se ha detenido, presa de un ataque de risa. T deja de hacer monadas:

—No me digas que ya te había pasado esto...

Ella tarda un poco en recuperar la compostura:

—No: se me ha pasado el
déjà vu
de golpe.

Siguen caminando, Suzanne todavía atacada de brotes de risa, pero T se ha puesto serio:

—Lo raro es que no nos pase más a menudo —dice, y señala un taxi que circula—: Por ejemplo, veo ese taxi y me pregunto: ¿es la primera vez que lo veo?... ¿Tú qué dices?

—No sé... —dice Suzanne—, es probable que no.

—Es probable que no, desde luego. Y también es probable que no sea la última vez que lo vea. A lo mejor lo vi en el aeropuerto el día que llegué, y a lo mejor vuelvo a tropezármelo de aquí a dos semanas. No lo sé. Pero lo verdaderamente molesto es que tampoco sé cuándo será la última vez que lo vea. Y sin embargo alguna vez tendrá que ser la última.

—Sí, claro...

—De manera que cada día vemos y hacemos un montón de cosas por última vez en la vida, sin enterarnos, sin tiempo para despedidas. —Pausa—. Por ejemplo, ¿crees que alguna vez volveremos a ver juntos ese taxi?

—Uf...

—Y hoy ha sido la primera vez que hemos cenado juntos. ¿Volverá a ocurrir después?

—Seguramente. Hemos fundado una Hermandad Hispano-Irlandesa, ¿no?

—Bueno, no sé si va a ser posible una hermandad duradera entre tú y yo. En realidad ni siquiera creo que podamos ser amigos durante mucho tiempo.

—¿Ah no?, ¿y eso?...

—Pues..., creo que estoy enamorándome de alguien. Y ya debes de saber lo absorbente que es el amor, acaba con casi cualquier otro tipo de vida social...

Suzanne titubea. Opta por copiar el tono ligero de él:

—Bueno, si te has enamorado supongo que debería felicitarte, ¿no?

—Gracias. La verdad es que parece una chica formal. Y además no es del todo fea, si entrara con ella en el Ambassador sería la envidia de los comisionados de la ONU.

—¿Española, norteamericana...? Si no es mucho preguntar, ya sabes lo curiosa que soy...

—Bueno, es medio irlandesa. De Sligo, en la República, costa atlántica... Debe de ser un lugar bonito, dice que hay casas de piedra y un río que pasa por en medio, y al parecer también disponen de servicio diario de arco iris.

—Ajá... suena bien.

—En realidad la acabo de conocer hace justo una semana. El domingo por la mañana tuvimos nuestra primera cita a solas. Hace sólo cuatro días de eso, pero me parece una eternidad. Fuimos a Central Park, y después tomamos un café en Madison Avenue.

—¿Eso es todo?

—Bueno, casi todo. En realidad ya la conocía de un cuadro de Bellini...

T sonríe, pero Suzanne deja pasar la aparente broma:

—¿Y por un paseo matinal y un café ya estás enamorado?

—Estoy a punto...; soy un tipo muy sensible...

—Pues suerte que no os citasteis a medianoche para subir al Empire State por las escaleras... —gestos de euforia alpinista.

—Mi querida joven: temo que la ironía no sea la actitud más aplaudida en el continente que nos acoge...

—Confío en que se nos disculpará atendiendo a nuestro origen europeo... —gesto de británico retorciéndose los bigotes.

—En ese caso has de saber que, a pesar de mi edad casi venerable, estoy al corriente de que la gente ya no se enamora. Pero si uno descuida reprimirse aún puede ocurrir, desgraciadamente seguimos estando dotados para ello, forma parte de nuestra sucia naturaleza. La cuestión es que he caído. En inglés lo decís muy bien: falling in love: realmente es como caer, una cosa que da vértigo.

Suzanne sigue con el tono ligero:

—Bueno, y qué piensas hacer al respecto...

—Psss..., no estoy muy seguro... Por lo pronto daría un dólar por saber cómo lo ve ella.

—¿No se lo irás a preguntar directamente? Conviene ser sutil..., deberías usar tu instinto masculino. A ver, ¿qué te dice tu instinto masculino? —manos a la espalda y saltito de Pantera Rosa.

—Mi instinto me dice que el viento es propicio y habría que ir pensando en zarpar. Pero uno no puede fiarse totalmente del instinto: ahí tienes a los periquitos, que se pirran instintivamente por el perejil y resulta que el perejil los mata. Digamos que, a modo de orientación, me sería útil saber si ella también lo ve todo de color rosa ácido y oye de fondo un chill out de violines...

—Bueno, yo te aconsejo que observes y saques tus propias conclusiones. Por lo demás, sé espontáneo, es lo mejor...

T piensa un poco antes de hablar:

—Para ser espontáneo debería proponerle que durmiéramos juntos cuanto antes. Quizá esta misma noche.

Suzanne tarda en responder:

—OK, good luck! Pero recuerda que ella no es norteamericana sino medio irlandesa, y a lo mejor no entiende el sexo como medio de hacer vida social. —Siguen los saltitos de Pantera Rosa—. Podría ocurrir por ejemplo que fuera especialmente anticuada y quisiera saber algo más de ti.

—Precisamente por eso deberíamos pasar la noche juntos cuanto antes. Bueno, ahora mismo estoy temblando como un flan, pero en cuanto me fume dos o tres cigarrillos estaré dispuesto cuando ella lo esté.

—Oh..., muy considerado de tu parte... ¿De manera que sólo queda por dilucidar la cuestión sexual, no es eso? —La Pantera Rosa hace un gesto sexi.

—No, no es eso. Para empezar no he mencionado ni la palabra «sexo» ni ninguno de sus sinónimos. Y para continuar, creo que lo sexual entre dos personas como ella y como yo nunca es sólo sexual. Lo que quise decir es que sólo después de llegar al grado de intimidad que supone compartir la cama durante una noche entera podremos comportarnos con naturalidad y empezar a conocernos de verdad. Hasta ese momento no haremos otra cosa que jugar a las conversaciones ingeniosas y a las danzas nupciales. —Ahora es T el que salta a lo Pantera Rosa para ponerse al paso de ella.

—Las danzas nupciales tienen su importancia desde el punto de vista de la hembra —parpadeo de avestruz coqueta—. Le sirven por ejemplo para conocer las virtudes del macho que la pretende, y también para averiguar hasta qué punto está interesado en ella. ¿No has visto nunca documentales sobre pájaros?

—¿Debo desplegar la cola, trinar, obsequiarla con lombrices? OK, I'm ready. Pero si hablamos de «saber» y de «conocer», creo que ella ya sabe de mí todo lo que se puede saber y conocer. —Ahora la sincronización entre los dos es perfecta, dos pasos y salto de Pantera Rosa, dos pasos y salto de Pantera Rosa—. En realidad le he contado más de lo que le he contado a ninguna otra persona, hombre o mujer, sólo hay que seleccionar los pedazos y componer el puzle para tener un retrato completo... Oye, ¿no podríamos caminar como personas normales?

—Mmm..., define «normales».

Suzanne espera respuesta y enriquece el paso con una media vuelta que inserta en algún lugar del complicado ritmo. T se detiene y ríe:

—Estás loca, ¿adonde vas...?

Ella se detiene en seco:

—Te has reído... Sí, te has reído... Es la primera vez que te veo reír de verdad...

—¿La primera vez?, no es verdad...

—Sí es verdad. Es la primera vez que te ríes de verdad: porque algo te hace gracia, no por cortesía.

T levanta las cejas:

—¿Eso te parece?

—No te has reído de mis gansadas ni una sola vez hasta ahora... Ni una vez, y yo haciendo la mona sin parar...

—¿Eso es lo que necesitas, hacer reír?

—Justo eso. Estoy harta de que todo el mundo me encuentre tan guapa y tan estupenda, me gusta que la gente se ría conmigo, o mejor aún: de mí.

—Pues según andan diciendo por la radio las cosas deberían ser al revés...

Han desembocado sin saber cómo en la Octava Avenida, y también sin pensarlo giran al este por la 13. Ahora caminan normal, a paso lento, de paseo. T mira al suelo; Suzanne finge que también, pero observa de reojo buscando la expresión de él. Y parece que queda algo por decir, de modo que enlentecen aún más el paso hasta casi pararse en mitad de una acera desierta, frente a un almacén de artículos de bricolaje que exhibe motosierras y contenedores para el compost. «¿Qué clase de loco necesitará una motosierra en mitad de esta ciudad?», se pregunta T en voz alta mientras se sienta en el murete que delimita el escaparate. Suzanne se planta delante y también observa la colección de máquinas eléctricas, y cizallas, y mangueras, y guantes de jardinero.

—A lo mejor Freddy Krueger tiene un apartamento por aquí cerca —dice.

—¿Lo he estropeado? —pregunta T, sin hacer caso a la broma.

—El qué...

—No sé... Quizá podría haber seguido flirteando contigo, jugar, divertirnos, pero siempre ofreciéndote la oportunidad de no darte por enterada de lo que no te interesara saber. Y en lugar de eso no se me ocurre otra cosa que violentarte con una declaración de amor en toda regla.

Suzanne lo observa unos segundos y empieza a cantar:

—And then I go and spoiled all / By saying something stupid like I love you... ¿Sabes?, me gustas casi más que mi charcutero italiano, me parece que voy a besarte.

T levanta los ojos y la mira. Está de brazos cruzados, con un pie un poco torcido hacia adentro, se diría que en posición deliberativa. Se acerca a él, se agacha, el cabello rojizo le cae sobre la cara, se lo aparta con las dos manos y ladea un poco el rostro. T gira también la cara en sentido contrario y contribuye a aproximar los últimos centímetros. Los dos pares de labios llegan a tocarse, rebotan ligeramente, enseguida vuelven a unirse y se aprietan un poco, se ablandan y se endurecen ensayando atenazar la carne del contrario. El contacto es breve pero lo bastante largo como para que ambos suelten aire por la nariz y noten el calor del otro en el embozo; luego escuchan el delicado, casi inaudible, chasquido con que se separan. Suzanne vuelve a erguirse, se da la vuelta, camina hacia el borde de la acera y, otra vez de brazos cruzados, observa el tráfico que llega veloz. T tarda un poco en levantarse y caminar hacia allí, y para cuando arriba a su altura ella ya ha parado a un taxi. Antes de que se detenga completamente, se vuelve hacia T y le dice:

—Time to go bed: se ha hecho tarde.

T le abre la portezuela. Mientras Suzanne entra en el habitáculo no sabe a qué atenerse, pero como ella no hace gesto de despedirse también él se mete dentro, y una vez bajo el mismo techo se da cuenta de que Suzanne no le ha dado todavía la dirección al conductor. Es más, todo parece indicar que no tiene intención de hacerlo, y en un momento de lucidez, T comprende que la decisión está en su mano, que ella ha decidido que él decida por los dos.

Así que finalmente es él, con su inglés parco e inseguro, el que dice: Pennsylvania Hotel, please. Luego busca la mano de ella sobre la tapicería de falso cuero del asiento. Y la encuentra.

* * *

T llega a dormirse profundamente quizá sólo unos minutos, o eso le parece a él.

Lo despierta la repentina falta de contacto con el cuerpo de Suzanne, el movimiento elástico del colchón al liberarse del peso de ella, el pedazo de sábana caliente que queda vacío a su espalda. «¿Adónde vas?», pregunta sobresaltado, ronco. «Duerme», dice Suzanne. Sin embargo T se incorpora como impulsado por un resorte y se frota los ojos tratando de desentrañar la oscuridad. Brillan los dígitos rojos del radio-despertador: las seis y diez. Oye roce de ropa, pasos sobre la moqueta, el chasquido de un interruptor; lo ciega momentáneamente la luz del baño, luego se cierra la puerta y queda un cuadrilátero luminoso siguiendo las ranuras.

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