El irlandés Liam O’Connor, recién nominado al Nobel de física y autor de varios bestsellers, llega a Colonia para la promoción de su último libro. En el aeropuerto tropieza con un antiguo compañero del IRA (grupo al que perteneció en su juventud). Este encuentro casual precipitará una serie de acontecimientos que llevarán a O’Connor a descubrir la existencia de una conspiración para asesinar al presidente de Estados Unidos. Como ya hizo en El quinto día, Frank Schätzing utiliza una trama de ficción para involucrar al lector en cuestiones fundamentales sobre la vida contemporánea.
Frank Schätzing
En silencio
ePUB v1.1
AlexAinhoa26.05.12
Título original:
Lautlos
Frank Schätzing, 06/2008.
Traducción: José Aníbal Campos González
Editor original: AlexAinhoa (v1.0 a v1.1)
ePub base v2.0
Para el pícaro de Paul Schmitz.
Mapa AeropuertoEste libro es una novela. La trama es fruto de la imaginación y los personajes ficticios, salvo aquellas personas reales que se representan a sí mismas.
En la década de 1990, el mundo se vio confrontado con la guerra en dos ocasiones. En 1991, con la guerra del golfo arábigo-pérsico; y ocho años después, con la guerra en Kosovo.
En todo caso así ha quedado fijado en nuestra memoria.
Sin embargo, en realidad, en la última década del segundo milenio, más de cien naciones se vieron envueltas en conflictos de carácter bélico, millones de personas murieron a raíz de estos conflictos armados y como consecuencia de la tortura o la expatriación. Los escenarios abarcaron desde Ruanda y el Tibet hasta los territorios kurdos, Chechenia y la franja de Gaza. En muchas regiones de África y Sudamérica las guerras civiles se cobraron la vida de un elevado número de víctimas. No obstante, no fueron esos conflictos los que reabrieron el debate en torno a la legitimidad de las guerras, sino los esfuerzos de un déspota para obtener otras fuentes de crudo y los de otro por preservar un pedazo de tierra en la que, hace más de seiscientos años, un tal príncipe Lazar derrotó a los otomanos.
Si echáramos una ojeada al vertiginoso desarrollo de la cultura mediática en Occidente, descubriríamos por qué vemos las cosas de ese modo. La televisión e Internet nos permiten un acceso casi sin restricciones a cualquier tipo de información que deseemos. Podemos abastecernos de datos a nuestro gusto y para ello no es necesario ni siquiera esperar un determinado tiempo. No hay región del mundo ni disciplina ni intimidad que nos esté vedada. A cambio, hemos sacrificado nuestra capacidad para juzgar. Medimos la importancia de los acontecimientos mundiales por el tiempo que se les dedica en la televisión. Dos minutos de Chechenia, tres minutos de temas locales, un minuto de cultura, el tiempo. El problema es que nos hemos acostumbrado a confiar ciegamente en esa valoración realizada por los medios. En consecuencia, somos víctimas de un error.
Confundimos la pregunta sobre si algo nos resulta interesante con la pregunta sobre si eso mismo, en principio, lo es, y dejamos que los medios respondan.
Desde el punto de vista de Occidente, hubo en realidad sólo dos guerras, es decir, las dos que hicieron que nos interesaran. Cuando Saddam Hussein amenazó con incendiar los pozos petroleros de Kuwait, esa guerra empezó a interesarle a todo el mundo. Los expertos profetizaron un desastre ecológico global. Esa guerra regional se convirtió en una guerra mundial, dominó los medios y las opiniones.
Mucho más relativo es, a primera vista, el interés mundial por el destino de los albanokosovares, sobre todo en Estados Unidos, un país donde apenas nadie tiene la más mínima idea de dónde se encuentra Kosovo ni de por qué se pelean allí desde hace años. A ello se añade que Slobodan Milosevic no había atacado a un Estado soberano, sino que la guerra se producía en su propia casa, por así decirlo. El hecho de que de ello se derivara otra guerra mundial -en el sentido de una guerra que mantiene ocupado y en vilo al mundo entero- se debe a un nuevo concepto que subrepticiamente va incorporándose al vocabulario de la política internacional: la «guerra de valores».
Ese concepto se ocupa de todo lo imaginable, pero no aporta claridad. Tiene un gran mérito, por supuesto, salvar vidas humanas. Pero también es muy cierto que cualquier acción humanitaria bien intencionada se presenta bajo una luz completamente distinta cuando se realiza en favor de la correlación de fuerzas en el mundo. Si llegamos a la conclusión de que las guerras son legítimas, ello implicaría también preguntar quién está autorizado para llevar a cabo esas guerras: precisamente el que está en posesión de la mayoría de las armas y de la mayoría de los valores considerados justos. De modo que si la OTAN tiene alguna legitimidad por sus valores para recurrir a las armas, eso no tiene tanto que ver con los trágicos sucesos en un país balcánico como con quién impondrá en el futuro al mundo sus valores y, en caso extremo, quién castigará a todo aquel que no los respete.
Algo crédulo, Occidente partió del hecho de que esos valores gozarían de una aceptación general, y que otra vez, de un modo parecido a la guerra del Golfo, el mundo entero cerraría filas en contra del gran villano. En su lugar, sin embargo, el conflicto se salió de quicio y desembocó en una mera confrontación de fuerzas. Lo que había comenzado en Kosovo, volvimos a encontrarlo en las calles de Pekín, donde se quemaron banderas norteamericanas, y planteó al gobierno de la República Federal de Alemania complejas cuestiones constitucionales y condujo a Rusia hacia un peligroso papel marginal.
Ante todo eso se sentaba y se sienta todavía el consumidor normal de los informativos de la noche, al tiempo que anhela pasar del país de las maravillas del panorama global de las noticias y regresar a su protegido valle, a la visión de conjunto y a los problemas que entiende. Incapaz de ver en un contexto adecuado esos recortes de realidad provenientes del mundo entero, se busca un fragmento simple y pequeño para poder participar, dedica toda su afectación al refugiado individual que muestra la televisión y que ya ha dejado hace mucho tiempo de ser objeto de interés.
Su realidad ya no es la realidad.
En junio de 1999, este consumidor de noticias normal vivió la capitulación de Milosevic y el maratón de la cumbre de Colonia. La paz deslumbró a todos. La Cumbre del Grupo de los Ocho (G-8), que vino a continuación, presentó imágenes de concordia. Clinton, Yeltsin, Schröder, todos parecían quererse de nuevo. Como la mayoría de las personas no sabían todavía muy bien cuál había sido el objeto de esa guerra, se fiaron una vez más de las imágenes y se dejaron llevar por la suposición de estar presenciando una película con final feliz.
Pero las cosas no son tan sencillas en este mundo interconectado, en el cual surgen cada día tramas de intereses cada vez más complejas y enrevesadas. Nadie hubiese sospechado que la intervención en Yugoslavia le daría motivos a Boris Yeltsin para amenazar con la Tercera Guerra Mundial. Nadie podía sospechar que, desde mucho antes de la guerra, la cuestión de Kosovo había atraído a fuerzas que perseguían objetivos muy particulares. En la red global vemos lo que sucede, pero no de qué se trata. Tampoco vemos quién ejerce su influencia ni con qué repercusiones. En este contexto se desarrollaron, durante la Cumbre de Colonia, unos acontecimientos que jamás llegaron al conocimiento de los medios y que sólo aparecieron más tarde en las actas como «el incidente». Ese «incidente» puso de manifiesto, de un modo inquietante, cuáles son los peligros que nos depara una aldea global en la que los habitantes ya no saben nada, y donde hasta los que toman las decisiones han perdido la visión de conjunto. También pone en evidencia que hacemos bien en enfrentarnos con escepticismo al concepto de «realidad».
No se encontrará en los periódicos ninguna referencia al «incidente». Nada de aquello se filtró entonces a la opinión pública. No obstante, la mayoría de los que estuvieron implicados directamente en estos acontecimientos están ahora muertos, y los gobiernos de los países participantes tienen muy poco interés en hacer público el asunto.
Y puesto que el «incidente» no apareció en los medios, al final tampoco tuvo lugar.
Ésta es su historia.
FASE 1«Una sociedad que lo sabe todo, no sabe nada.»
Theodor Adorno.
Sumido en un estado de semiinconsciencia, el anciano percibió el ruido del coche que se acercaba desde lejos. Con las manos apoyadas en la balaustrada de piedra y la cabeza encogida entre los hombros, el hombre miraba fijamente hacia las siluetas de las montañas situadas más allá de la colina cubierta de árboles. Sólo habría tenido que dar unos pocos pasos hacia la derecha y la sombra del imponente tejado situado sobre su cabeza hubiera cedido el paso a la cálida alfombra de sol que cubría la región hasta el horizonte. Era un día excepcionalmente claro y el cielo tenía una de esas tonalidades de azul que nos permiten intuir el espacio sideral, y a pesar de la avanzada época del año hacía un calor como el de julio. El anciano, sin embargo, prefería el frío. Achinó los ojos bajo sus espesas cejas de color blanco, echó el mentón hacia adelante, buscando mantener la distancia respecto de la belleza del paisaje. Aún no hacía tiempo para bajar los escalones de la antigua iglesia del monasterio hasta donde las suelas de las botas se hundirían en la suave hierba, y donde a uno le entrarían ganas de ir a las próximas y al tiempo inalcanzables montañas. Lo que quería alcanzar el anciano no estaba a su alcance. Era algo que estaba todavía detrás de esas montañas y que no era el mar ni ningún territorio más grande y anchuroso, sino una visión.
Una lagartija corría por las piedras, cruzó la franja de sombra y se acercó a sus dedos. El anciano esperó a que saltara. Cuando era pequeño, había pasado horas esperando, y en una ocasión había sucedido. Fue una sola vez, pero su paciencia había tenido su recompensa.
El anciano suspiró. ¿Cuánta paciencia tendría que tener esta vez? ¿Cuántos años serían imprescindibles todavía?
Bajó la vista hacia las manchas del dorso de su mano y sintió escalofríos.