Read Encuentros (El lado B del amor) Online
Authors: Gabriel Rolón
Tags: #Amor, Ensayo, Psicoanálisis
El deseo no se detiene jamás
(nadie puede garantizar el amor eterno)
Recién planteamos que la pareja es una elección. ¿Pero decir que es una elección quiere decir que es una decisión voluntaria? ¿Es posible elegir amar para toda la vida a una misma persona? Y si fuera así ¿qué pasa entonces con lo que llamamos la metonimia del deseo?
Para decirlo de un modo simple, hablar de la metonimia del deseo es una manera de decir que el deseo se desplaza siempre de un objeto a otro, que no se detiene nunca y que no hay manera de satisfacerlo de una vez y para siempre. Por más que estemos muy bien en una situación, el deseo siempre se desplazará hacia otra cosa, porque todo deseo es básicamente, un deseo insatisfecho.
Sé que esta formulación no es agradable, que suena fea, que cuando alguien se enamora quiere que su pareja no desee a nadie más que a ella y, de hecho, una de las fantasías que genera el amor es ésa, la de interrumpir la metonimia del deseo.
Para quien se enamora, la fantasía es que el otro no va a desear a nadie más. Pero si ese alguien es sincero y se conoce, se va a dar cuenta de que esto no es posible; que no se deja de desear porque se esté enamorado.
Esta constatación de que el deseo de su pareja sigue circulando pone muy nerviosas a las personas inseguras, los desespera. Pero no hay nada que puedan hacer, ya que el deseo va a seguir su derrotero les guste o no.
Un paciente me dijo que ésa era una excelente excusa para darle a su mujer si lo encontraba con otra: «Mi amor, no es mi culpa, es la metonimia del deseo».
Pero más allá de que el comentario tiene su gracia, no quisiera que mis palabras se entendieran mal. No estoy diciendo que es imposible ser fiel. Porque, dentro de esa capacidad de elección que dijimos tiene el ser humano, cada quien tendrá que hacerse cargo de lo que hace con su deseo. Y ésa es otra de las ventajas de nuestra especie; porque en tanto que el perro no se cuestiona qué hacer ante la presencia de una perra en celo, un hombre en cambio puede decir: «qué hermosa es esta mujer, pero prefiero ir a mi casa con mi familia». Y esto es sólo un ejemplo, no es un consejo de cómo comportarse. No me corresponde ocupar ese lugar y cada quien tomará sus propias decisiones.
Con esto, apenas si quiero decir que el hecho de que el deseo sea algo imposible de inmovilizar, no nos quita la responsabilidad sobre nuestros actos.
Ahora, volviendo a la pregunta de si se puede elegir a alguien para toda la vida, es posible que eso sólo pueda responderse en el minuto final, mirando hacia atrás y dándose cuenta de que hemos pasado todos nuestros años al lado de la misma persona. Pero no al comienzo. Es demasiado pedirle a una relación que dure para toda la vida. Y con respecto a esto, les cuento una pequeña anécdota.
Tengo un paciente que es un poco obsesivo y que tiene todo un tema con la ley. Por ejemplo, si lo para un policía y le pide el registro, él le pregunta:
—¿Y por qué?
—Bueno —dice el policía— porque quiero ver que tenga todo en regla.
—Está bien —responde él— pero primero usted me dice su nombre, su cargo y me muestra su identificación.
—Es que la tengo en la oficina, allá adentro.
—Bueno, vaya a buscarla; yo lo espero.
Es un hombre simpático y muy inteligente, pero como todos, cuando el síntoma aparece, él se obnubila. Y ocurrió que el día de su casamiento, este tema que tiene con la ley lo llevó a protagonizar una escena bastante particular. Imaginemos la situación: casamiento por civil, los novios, los testigos, los invitados y el juez, representante de la ley.
Ustedes saben que los jueces de paz suelen ser amables, simpáticos, generalmente presiden situaciones gratas, elegidas. Pero aun así, la cuestión es que el juez le pregunta: Señor, ¿acepta por esposa a esta mujer para amarla, respetarla, serle fiel, cuidarla por el resto de su vida hasta que la muerte los separe?
Mi paciente lo mira y le dice: «De ninguna manera yo puedo jurarle eso».
Imaginen ustedes la cara de la novia y de todos los presentes. La cuestión es que el hombre lo mira asombrado y él, muy tranquilo, casi ajeno a la situación que se acababa de generar en la sala, le dice que está ante un juez de la Nación que le está tomando una declaración jurada y que no piensa mentir.
—Usted pretende que le jure que yo la voy a amar toda la vida, y no la voy a engañar nunca. Y la verdad es que no puedo prometerle eso. ¿Qué sé yo si la voy a amar para toda la vida?
La novia, que lo conocía muy bien, lo codeaba y le decía: «basta; contéstale al juez lo que quiere escuchar».
Finalmente, mi paciente le dijo que lo único que podía decir con seguridad era que ese día en particular deseaba casarse con ella. Y el juez, para regocijo general respondió: «voy a tomar eso como un sí».
Sé que la actitud de este paciente es algo extrema y que en este caso tomó la palabra como si fuera un real, sin metáforas románticas, pero lo que él denuncia con su postura es que no hay garantías con respecto al amor; que decirle a alguien que lo vamos a amar toda la vida, es solamente un mimo, una parte más del juego erótico.
La pareja es un ámbito complejo y, con suerte, la persona que dice que va a amar toda la vida, lo dice porque lo siente aquí y ahora, aunque todo pueda cambiar en el futuro. Pero esto no quiere decir que el que lo dice está mintiendo. Seguramente lo sienta así, porque es tan fuerte el impacto que generan el amor o el deseo, y el momento presente golpea con tanta fuerza que el enamorado siente que no ha existido pasado ni existirá futuro. Por eso, cuando alguien nos dice que su pareja le confesó que jamás sintió con nadie lo mismo que con él, es posible que quien se lo dijo no le esté mintiendo, aunque lo que le diga no sea real.
Sé que esto último parece una contradicción, pero no lo es. Porque una cosa es la realidad, llamémosla objetiva (si es que esto fuera posible) y otra muy distinta es la realidad psíquica. O si quieren, en términos más fuertes, una cosa es la realidad y otra muy distinta es la verdad.
¿Y de qué lado queda cada una? La verdad siempre está del lado del sujeto; al menos la que nos importa encontrar en un análisis. Una verdad única para ese paciente en particular. Por eso, para nosotros los analistas, no importan las opiniones de los otros, sino a lo sumo, cómo éstas impactan en quien está acostado en el diván.
Me acuerdo de que una vez llamé a la casa de una paciente joven porque necesitaba modificar un horario. Me atiende la madre. Me presento y le pido hablar con su hija. La mujer, muy entusiasmada me dice: «Ah, qué suerte que llamó. Con usted quería hablar, porque las cosas no son como ella se las cuenta».
La mujer no tenía la menor idea de lo que la hija me había o no contado, pero seguramente creía que ella tenía una idea diferente acerca de la realidad de lo que ocurría en su familia. Obviamente, le hablé con mucha amabilidad pero no le di lugar. Porque no correspondía y porque además no me importaba en lo más mínimo lo que tuviera para decirme, porque yo, como analista, trabajo con la realidad psíquica de mis pacientes, aunque las cosas no sean como ellos las cuentan. Es sólo por esa vía que alguien puede acceder a sus deseos. Deseos que, seguramente en muchos casos, pueden acarrear problemas.
Por ejemplo, y volviendo al tema de la pareja, más de una vez alguien me ha dicho que, en el momento en el que se estaba casando, ya sabía que estaba cometiendo un error, que no era lo que deseaba. «Pero ¿qué iban a hacer —suelen preguntar— tirar todo para atrás, la fiesta, el vestido, los invitados?»
No se animaron y, por no pagar los costos en ese momento, los pagaron después. Y hay quienes pagan un precio demasiado elevado por no animarse a escuchar lo que desean.
Y, para terminar con esto del amor
para siempre
, digamos que puede ser que haya muchos amores para siempre en la vida de una persona. De hecho, excepto que se trate de un cínico, casi todo amor se vive, en el presente, como si fuera para toda la vida y es muy triste cuando esto no es así, cosa que solía darse cuando la motivación para estar en pareja era aquel mandato social del que hablamos anteriormente y no de un verdadero deseo.
No todos elijen estar en pareja por las mismas causas
No es un tema menor el motivo por el cual un sujeto decide estar con alguien. He conocido algunas mujeres que querían desesperadamente armar una pareja sólo porque habían pasado los cuarenta y tenían un anhelo de maternidad que las forzaba a encontrar a alguien con quien inventar un amor allí donde, a lo mejor, no había nada.
Recuerdo que cierta vez una paciente me dijo que tenía la
necesidad
de ser madre. Pero sucede que, en el ser humano, excepto uno o dos funciones orgánicas mínimas y necesarias para mantener el organismo con vida, la necesidad es algo que se ha perdido. Por eso es tan interesante para el devenir de un análisis cuando la paciente puede cuestionar esa supuesta necesidad, por ejemplo, de tener una pareja y, luego de un tiempo, llega a la conclusión de que en realidad no se trataba de una necesidad de estar en pareja, sino del deseo de tener un hijo, y que la pareja apareció sólo como algo imprescindible para poder realizar ese deseo.
Pero lo cierto es que las motivaciones para estar en pareja pueden ser muchas y diversas. Incluso hay quienes buscan una relación para sentirse completos o porque les asusta la posibilidad de quedarse solos.
Con respecto a lo primero, como dijimos en el capítulo anterior, es cierto que hay un sueño de completud que el amor parece poder cumplir. Por poco tiempo, porque esa sensación es fruto de la etapa de enamoramiento, la cual no es más que una locura pasajera. Y ¿por qué digo que es una locura?
Porque genera la idea, casi el delirio diría, de que a alguien ya no le falta nada. En ese sentido, la sensación que produce se parece un poco a la que crea el embarazo en algunas mujeres: esa vivencia de estar completas. Se tocan la panza, están contenidas en sí mismas y pareciera ser que nada les falta. Por eso, en esos casos, suele venir después la depresión post parto. Porque cuando otra vez están
solitas e incompletas
, se angustian.
Pero son muchas las personas, sobre todo si no se han analizado, que buscan en el amor la posibilidad de sentirse completos y renegar así de la falta. Pero recuerden lo que dijimos en el capítulo anterior cuando hablamos del mito de los Andróginos, y de la poesía de Borges, acerca de la inútil ilusión del enamorado «de fundirse uno en el otro y de hacer de dos un mismo ser».
«¿Es el amor un arte? En cuyo caso requiere conocimiento y esfuerzo. ¿O es el amor una sensación placentera cuya experiencia es una cuestión de azar, algo con lo que uno “tropieza” si tiene suerte?»
ERICH FROMM
Dorian Gray, un recuerdo infantil
Recuerdo que el día de nuestro tercer encuentro me encontré con que muchas caras ya me iban resultando familiares, y que otras nuevas se sumaban, como cada sábado; y pido perdón por la utilización de la sinécdoque. Ya saben ustedes, la sinécdoque es una figura retórica que implica tomar la parte para referirse al todo. Así, Borges dice: «llamaron a la puerta una voz y un nombre». Bueno, de un modo mucho menos poético y eficaz, he escrito que encontré caras, en lugar de decir personas; pero ocurre que, aunque estuviéramos en un ámbito tan poco formal como un café, los juegos del lenguaje forman parte del psicoanálisis y, por ende, de mi modo de hablar y pensar como analista.
Como saben, habíamos convenido dedicar estos encuentros a cuestiones relacionadas con el amor, que es ni más ni menos que uno de los temas fundamentales en la historia de la humanidad. Por amor se han llevado a cabo hazañas, traiciones, sacrificios personales y guerras.
Pero, lejos de esas epopeyas, para abrir este capítulo me voy a permitir contarles una experiencia personal.
Hace algunos años, por cuestiones laborales, hice un viaje a París que, como todos saben, es una de las ciudades más bellas del mundo. Allí se puede caminar por los puentes del Sena, ver la Torre Eiffel, recorrer la Catedral de Notre-Dame, el barrio de Montmartre, el museo del Louvre y muchas otras maravillas. Pero lo cierto es que mi deseo era otro: quería visitar el cementerio de Pére Lachaise.
A los que no lo conozcan, les cuento que es un lugar muy concurrido al que va gente de todas partes para rendirles homenaje a algunos «muertos ilustres» como Chopin, Edith Piaf o Jim Morrison, por nombrar sólo algunos. En mi caso, quería dejar una flor sobre la tumba de Oscar Wilde.
Alguno se preguntará el porqué de este anhelo. Bien, lo cierto es que yo tendría trece o catorce años cuando leí
El retrato de Dorian Gray
, y a partir de esa lectura ya no volví a pensar acerca del amor de la misma manera que antes.
Ustedes saben que Oscar Wilde fue un hombre que padeció mucho por amor. Fue homosexual en una época en la que la homosexualidad era considerada no sólo un pecado por la religión y una degeneración por la medicina, sino también un delito. Además, se enamoró de un hombre que no le ahorró ninguna crueldad, y sin embargo, escribió cosas maravillosas acerca del amor; párrafos llenos de ironía e inteligencia.
Como dije, era apenas un adolescente cuando leí
El retrato de Dorian Gray
, y sucedió que con el tiempo me di cuenta de que recordaba una novela diferente de la que es. Por eso, cuando conversando sobre ella con algunos amigos percibí que hablábamos de obras distintas, supe que tenía que leerla nuevamente. Y así lo hice, siendo ya un adulto, y resultó que había muchísimas cosas que en su momento no había registrado y que eran fundamentales en la trama.
Por ejemplo, todo el fuerte contenido de erotismo homosexual que hay en los primeros capítulos yo ni lo había percibido siquiera. Eso es lo que se llama represión; es un mecanismo de defensa del que ya hablamos en encuentros anteriores. Y esta represión tuvo que ver, sin duda, con la edad en la cual la había leído.
La adolescencia es una etapa en la que se está definiendo la personalidad pero, sobre todo, la identidad sexual de un sujeto. Por eso, no me resultó raro que en un momento evolutivo tan crítico, haya habido cosas que preferí no ver. Quizá porque me hayan asustado, no lo sé. En ese tiempo aún no me analizaba.
Podría decir, parafraseando a Heráclito, que nadie lee dos veces la misma novela; ya sea porque uno no es el mismo o porque los libros, como los ríos, cambian con el tiempo.