Entre nosotros (12 page)

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Authors: Juan Ignacio Carrasco

Tags: #Terror

BOOK: Entre nosotros
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—La doctora Phillips es aquella mujer —le pregunté, señalándole los dibujos que teníamos en la pared de enfrente.

—No, esa mujer es mi madre. Son retratos copiados de fotos e imágenes mentales que de vez en cuando afloran y me la devuelven por un instante.

—Era muy guapa.

—Sí, lo era. No sé cómo se pudo casar con un tío tan feo como mi padre, pero ya dicen que el amor es ciego. Bueno, ciego y sordo.

—Y estos dibujos que tienes colgados encima de la cama ¿de qué son?

—¿Estos? Son de mis sueños. Mejor dicho, son de mis pesadillas. Siempre sale un dragón, el círculo ese y el naipe.

—¿Y qué significan?

—No tengo ni la más remota idea. Me obsesionan porque tengo la sensación de que ocultan algo que debería saber y no sé. Es que también tengo lagunas en la memoria, que dicen que es otro síntoma. La verdad es que la esquizofrenia tiene mil síntomas, y si nos ponemos a hilar fino, todo el mundo padece un par de ellos. Lo que ocurre es que una vez que tienes alucinaciones, la cosa cambia y los síntomas leves se unen a ello y lo agrava todo.., ¿Ves? No quería hablar del tema y al final aquí estoy, soltándote un rollo.

—Lo siento.

—No, hombre, no te preocupes. También es bueno hablar, lo que ocurre es que me paso hablando del tema todos los días con la gente que me trata y cansa un poco.

—¿Y tu padre qué piensa de todo esto?

—Mi padre no lo lleva muy bien, la verdad. Le compadezco. Murió su mujer y su hijo es un tipo raro. Siempre que vengo aquí estamos como ahora, casi sin hablarnos. Más que nada porque a mí solamente me apetece estar encerrado y él tampoco hace nada para que sea diferente. Luego es como si me adaptase y la cosa cambia, y disfruto de estar con él y pintar. A veces parece que todo se va a arreglar, pero al final siempre ocurre algo que lo fastidia. Tengo algún tipo de alucinación o pienso que han pasado cosas que no han ocurrido realmente, como que ha venido alguien a cenar, y no es cierto, o que he rellenado un bloc con dibujos, y cuando voy a buscarlo ya no está porque jamás había existido. Entonces mi padre se pone nervioso, yo me cabreo y me deprimo, y decidimos que lo mejor es volver con los médicos. Así siempre, siempre. Medio año aquí y medio año allí. No tiene fin.

—Debe de ser horrible.

—Te acostumbras y siempre hay buenos momentos. Me alegro mucho de que estéis tú y…

—Arisa.

—Pues eso, que estoy contento de que estéis aquí porque mi padre se agobiara menos y yo como ves, tengo alguien con quien hablar. Además Arisa alegra la vista.

—Hoy no mucho.

—Ya sé que mi Padre la ha hecho llorar. Seguramente tenía ganas de gritarme a mí y como no puede hacerlo, le ha tocado a ella, pero ya verás cómo se le pasará pronto el cabreo que lleva y todo volverá a ser normal. Puede que mañana por la mañana se comporte como si nada hubiese pasado. No quiero justificarle, pero entiendo que el pobre no lo debe de estar pasando bien.

Como vi que a medida que hablaba de su enfermedad, pese a intentar quitarle dramatismo e incluso bromear al respecto, Gabriel se iba entristeciendo, decidí cambiar de tema y hacer varios comentarios sobre sus dibujos de paisajes. Le dije que me parecían muy bonitos y para animarle añadí que me gustaría poder dibujar tan bien como él. Gabriel me dijo que dibujar era muy sencillo, que la cuestión era proponérselo y practicar. Me dijo que si no dibujaba bien no era por mi culpa —¡bien por Gabriel!—, sino de mis profesores que no habían sabido enseñarme y se apostó cien pavos a que antes de que me fuera de Ithaca conseguiría hacer de mí un buen dibujante o, al menos, un dibujante decente. Acepté la apuesta, aunque de perderla no tenía pensado soltar ni un centavo, y él me citó en el montículo del cedro aquella misma tarde para recibir mi primera lección.

El sol se estaba ya poniendo cuando subí al montículo. Mi nuevo profesor de dibujo me dio un bloc y unos carboncillos.

Gabriel me pidió que para empezar me limitara a dibujar las líneas básicas del paisaje que veía: las de las orillas del lago, la recta del horizonte, las onduladas de los montes cercanos… Según él, lo primero que tenía que aprender era a convertir un paisaje complejo en cuatro líneas simples que me sirvieran para acotar un espacio.

Más adelante debería dividir el paisaje en figuras geométricas y una vez conseguido eso venía lo más difícil, los detalles que era, a fin de cuentas, lo que diferenciaba a un pintor de un tipo que hacía rayajos en una hoja. Cuando acabé lo que me había mandado dibujar se lo enseñé, y él cogió un carboncillo y dibujó por encima de mis líneas otras de mayor tamaño que eran mucho más acordes con las que la naturaleza había dibujado en ese paisaje. Me pidió que volviera a intentarlo y en este segundo intento no corrigió nada de mi dibujo.

—Muy bien. Fin de la primera clase —dijo Gabriel—. Puedes practicar tú solo con este paisaje y con lo que quieras, y mañana o pasado seguiremos. Ya verás cómo esto de dibujar es mucho más fácil de lo que parece.

Gabriel apoyó su espalda en el cedro, suspiró un instante, sacó un paquete de tabaco y se encendió un cigarrillo.

—¿Tú fumas? —me preguntó, ofreciéndome tabaco.

—No, ahora no. Fumé un tiempo, pero no me gustó.

—Ah, eso está bien. Yo no fumo mucho y no sé muy bien por qué lo hago. La verdad es que no sé por qué hago la mayoría de las cosas.

No sé la razón por la que Gabriel me parecía un personaje interesante. Puede que fuera por sus dibujos, sobre todo por los de sus pesadillas, o porque su forma de hablar y comportarse le hacían parecer un tipo misterioso, como si ocultase un importante secreto. Tal vez esa aura de misterio se debiera a la enfermedad que padecía, aunque para mí ese chico no parecía sufrir ningún tipo de trastorno. Claro está que yo de psicología o psiquiatría no tenía ni idea, y a lo mejor todo lo que veía en él eran precisamente síntomas de su enfermedad. Se había mostrado muy abierto conmigo al explicarme que estaba enfermo, pero a mí no podía dejar de picarme la curiosidad y quería saber más, quería saber ese secreto que antes he dicho que creía que él ocultaba. Aproveché que ambos estábamos relajados, contemplando ese atardecer que las mujeres contemplan apoyando la cabeza en los hombros de los hombres, para preguntarle, con el mismo tono utilizado para preguntar la hora, cuál era la razón por la que le habían ingresado en el sanatorio por primera vez y le habían diagnosticado su esquizofrenia.

—Es por ella —me contestó Gabriel señalándome la tumba de Helen Shine.

—¿Por tu madre?

—Sí. Es algo complicado de explicar y además tengo vacíos en mi memoria, pero sé que es por ella.

—Te traumatizó su muerte. ¿Es eso?

—No, ella murió cuando yo tenía cuatro años. Murió en un accidente de coche. Al parecer quedó tan desfigurada que en el funeral el ataúd permaneció cerrado todo el tiempo. Eso lo recuerdo muy bien. Sabía que había muerto, que no la volvería a ver. Era un crío que aún creía en Papa Noel y ya era consciente de lo que era la muerte. Tengo la imagen de mí mismo llorando sobre aquel ataúd cerrado. Mi problema empezó realmente dos años después, cuando la volví a ver.

—¿A tu madre?

—Sí. Entonces aún vivíamos en Nueva York. Poco después de cumplir los seis años, mi madre entró una noche en mi habitación, me arropó, me dio un beso en la frente y se fue.

—¿Y qué hiciste?

—Nada. Me sentí muy bien. Era mi madre, no sé cómo explicarte la sensación. Después de esa, me visitó más veces. Siempre era después de que yo me acostara. Cada vez fue viniendo con más frecuencia. Al final me visitaba unas tres veces por semana de media. Era muy bonito, en serio.

—¿Hablabas con ella?

—No, jamás hablé con ella, pero una vez le regalé una cinta para el pelo, y me dio las gracias y a partir de entonces siempre que venía la llevaba puesta.

—¿Es la del dibujo?

—Sí, la cinta azul.

—¿Y no te daba miedo?

—No, para mí no era un fantasma, era mi madre. Me hacía sentir igual que cuando estaba viva. Dejé de verla a partir del momento en el que le expliqué a mi padre aquellas visitas.

—Ah, claro, entonces él te llevó a un psicólogo o a un psiquiatra, ¿no?

—No, se lo dije y no hizo nada de eso, pero a partir de ese momento se acabaron las visitas de mi madre. Supongo que me la imaginé, que soñaba despierto. Hay niños que tienen amigos imaginarios, y yo tenía una mamá imaginaria. Quizá al decírselo a mi padre saqué de mi subconsciente el trauma de su pérdida y ya no la volví a ver. Es la explicación que me dieron en su momento y me parece la más correcta.

—Pero si sabes que eran imaginaciones tuyas y eran por un trauma del que ya eres consciente, tu madre no pinta nada en tu enfermedad o a lo mejor ni siquiera estás enfermo.

—Es que aún no te he contado toda la historia. Mi madre dejó de visitarme, pero yo la volví a ver años después y ya no era un crío que añoraba a su mamá, sino un tipo de diecisiete que ya se afeitaba, conducía y tenía novia.

—¿Volvió a presentarse en tu habitación?

—No, la vi por la calle. Lo que ocurrió ese día lo tengo muy borroso. Sé que la vi, sé que me vio, sé que llevaba aquella cinta azul en el pelo, pero no recuerdo nada más. Solamente tengo la sensación de haberla visto y cuatro imágenes borrosas. Una es el dibujo con esa cinta. No sé, la vi y no sé dónde fue. De esa noche, aparte de haberla visto, solo recuerdo que me desperté de madrugada en un calabozo de una comisaría. Al parecer agredí a un policía en un ataque de nervios. Después de despertarme en el calabozo tengo otra laguna mental que termina ya en el sanatorio. No sé dónde vi a mi madre ni por qué pegué a ese policía. Tampoco sé por qué me metieron realmente en el sanatorio. Me faltan piezas, solamente tengo la de mi madre, por eso sé seguro que mi enfermedad tiene que ver con ella. Supongo que cuando recuerde todo lo que ocurrió esa noche, empezaré a curarme de verdad. Mi cerebro decidió borrarla, pero espero poder recuperar esa parte de mi historia. Lo necesito.

Después de que me contase aquello, Gabriel me pareció mucho más interesante. Él era consciente de su problema y también de cuál podía ser su solución. Quizá se equivocase al pensar eso, pero al menos era una deducción lógica, no los desvaríos de un demente. Ahora bien, seguro que se debía de sentir muy angustiado al pensar que lo que había olvidado podía ser lo que podía ayudarle a recuperarse. La pérdida de una madre o un padre, o de ambos, puede afectar de manera brutal a un crío, y a lo mejor este no es consciente de ello hasta que se hace mayor. Mi caso era diferente al de Gabriel. Mi madre murió cuando yo tenía trece años y fue de leucemia. Quizá porque mi padre y yo nos concienciamos de que íbamos a perderla cuando vimos que ya nadie podía hacer nada por ella, cuando murió no lloramos. Ni una sola lágrima. Algo extraño. Tampoco lloramos en el funeral, y desde entonces mi padre y yo jamás hablábamos del tema. Hablábamos de ella, pero como protagonista de una anécdota o como autora de una frase que utilizábamos en una ocasión concreta, pero jamás para decir que la echábamos de menos y que su pérdida fue muy dura. Se había ido, eso era todo, como si se hubiese ido de viaje a no sé sabe dónde y algún día fuese a regresar. Irene se llamaba.

Gabriel y yo bajamos del montículo y a medida que nos acercábamos a la casa se iba oliendo con mayor intensidad el aroma inconfundible de una barbacoa. Al llegar a la entrada del hogar de los Shine, nos encontramos al padre de Gabriel y a Arisa charlando amigablemente al lado de las brasas sobre las que se estaban asando hamburguesas y salchichas. Al parecer, el incidente de la mañana había pasado a mejor vida. Cuando Arisa nos vio llegar, cogió dos copas de vino tinto y nos las ofreció. Gabriel le dijo que no podía beber y yo que solamente lo hacía en celebraciones muy especiales.

—Pues entonces, bebe —me dijo ella poniéndome la copa en la mano.

—¿Qué celebramos? —le pregunté.

—Pues que me quedo. ¿Te parece algo digno de celebración?

Asentí con la cabeza, me besó y me dio las gracias por haberla apoyado. Entonces se volvió un momento hacia la mesa de madera en la que íbamos a cenar esa noche y cogió el dibujo que le había hecho Gabriel y que hasta ese momento no me había dado cuenta de que estaba allí.

—¿Es tuyo? —le preguntó Arisa a Gabriel.

—Sí. Lo siento, debí haberte pedido permiso.

—¿Permiso para hacerme sentir bien? Eres tonto, para eso no se pide permiso.

Entonces Arisa se acercó a él y le besó. Gabriel se puso más rojo que un tomate avergonzado, me quitó la copa de la mano y se la bebió de un trago.

Capítulo 6

El Año del Dragón

V
ino tinto. Habría sido preferible que Gabriel se hubiese mantenido firme y no se hubiese bebido mi copa de vino. No le pasó nada grave, pero se quedó como un tronco antes de acabarse la primera hamburguesa que se había servido. Quizá bebió para mitigar los efectos del beso de Arisa, pero el remedio fue peor que la enfermedad —si es que eso de que te besen sin esperártelo se puede considerar algo enfermizo— porque Gabriel cayó redondo sobre la mesa y no hubo manera de despertarle. Entre el señor Shine y yo le estiramos sobre uno de los bancos sobre los que nos sentábamos y Arisa sacó un cojín de uno de los sillones de la casa para que hiciese de almohada para la improvisada cama de Gabriel.

Arisa y el señor Shine se bebieron dos botellas de vino en la cena. Pensé que ella acabaría por los suelos por la cantidad de alcohol que había ingerido, pero no fue así, tenía más aguante que un cosaco ruso mata-osos. En vez de caerse inconsciente, que habría sido lo suyo, se pasó toda la cena charlando de vinos con el señor Shine, utilizando palabrotas francesas que solamente entendían ellos. Llegó un momento en el que envidié a Gabriel porque él se estaba librando de soportar aquel rollo patatero sobre el maravilloso mundillo del zumo de uva alcoholizado. Me estaba aburriendo mucho y ninguno de mis compañeros de mesa despiertos me hacía caso. Estuve a punto de dejarlos allí con sus vinitos e irme a dormir, pero ocurrió algo que me hizo cambiar de idea: Arisa se cargó el seminario.

—Señor Shine, creo que su seminario es un rollo inútil —dijo Arisa balbuceando mientras se llenaba otra copa de vino.

—Creo que te quedas un poco corta, encanto —dijo el señor Shine—. En realidad este seminario es una patraña.

—Bueno, yo también soy una patraña —añadió Arisa— porque en realidad su seminario me importa una mierda.

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