Entrelazados

Read Entrelazados Online

Authors: Gena Showalter

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: Entrelazados
8.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

La mayoría de los chicos de dieciséis años tienen amigos. Aden Stone tiene a cuatro almas humanas viviendo en su mente.

Una de ellas puede viajar en el tiempo.

Otra puede despertar a los muertos.

La tercera puede poseer a cualquier humano.

Y la última puede predecir el futuro.

Todos creen que está loco, y por eso se ha pasado la vida en hospitales psiquiátricos y en reformatorios estatales. Pero eso está a punto de cambiar, porque Aden lleva meses teniendo visiones con una preciosa chica que posee secretos muy antiguos. Una chica que lo salvará, o que tal vez lo destruya.

Gena Showalter

Entrelazados

Crossroads High - 1

ePUB v1.1

Mística
23.08.12

Colabora Aytza

Título original:
Intertwined

Gena Showalter, 2009.

Traducción: María Perea Peña

Editor original: Mística (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0

Entrelazados

Un cementerio. No. ¡No, no, no! ¿Cómo había podido terminar allí?

Claramente, el hecho de llevar su iPod mientras exploraba una ciudad nueva había sido un error. Sobre todo porque Crossroads, Oklahoma, tal vez la capital de los enanos de jardín del mundo y un infierno sobre la tierra, era tan pequeña que prácticamente no existía.

Ojalá hubiera dejado el Nano en el Rancho M. y D., la casa para adolescentes descarriados donde vivía en aquel momento. Pero no lo había hecho. Quería paz, sólo un poco de paz. Y en aquel momento iba a tener que pagar el precio.

—Esto es una mierda —dijo.

Se sacó los auriculares de las orejas y metió la pequeña distracción de color verde en su mochila. Tenía dieciséis años, pero algunas veces se sentía como si llevara viviendo toda la eternidad, y cada uno de aquellos días había sido peor que el anterior. Y, tristemente, aquél no sería una excepción.

Inmediatamente, la misma gente a la que había estado intentando ahogar con su
Life of Agony
a todo volumen clamó pidiendo su atención.

«¡Por fin!», dijo Julian dentro de su cabeza. «Llevo mil años gritando para que te des la vuelta».

—Bueno, pues deberías haber gritado más fuerte. Comenzar una guerra con los muertos en vida no es precisamente lo que quería hacer hoy —dijo él.

Mientras hablaba, Haden Stone, conocido como Aden, porque de niño no sabía pronunciar su nombre, dio marcha atrás, apartando el pie del límite del cementerio. Sin embargo, era demasiado tarde. En la distancia, frente a una tumba, el suelo ya estaba temblando, resquebrajándose.

«No me eches a mí la culpa», le dijo Julian. «Elijah debería haberlo predicho».

«Eh», dijo una segunda voz, que también provenía de la cabeza de Aden. «A mí tampoco me echéis la culpa. La mayoría de las veces sólo sé cuándo va a morir alguien».

Con un suspiro, Aden dejó la mochila en el suelo, se inclinó y sacó las dagas que llevaba metidas en las cañas de las botas. Si alguna vez lo detuvieran con ellas encima, lo devolverían al reformatorio, donde había peleas regularmente, y hacer un amigo de verdad era tan imposible como escapar. Pero en el fondo, Aden sabía que merecía la pena correr el riesgo. Siempre merecía la pena.

«Muy bien. Entonces es culpa mía», refunfuñó Julian. «Aunque no puedo evitarlo».

Eso era cierto. Los muertos sólo tenían que sentir su presencia para despertar. Lo cual, como en aquella ocasión, sucedía cuando Aden ponía el pie accidentalmente en su tierra. Algunos lo sentían más rápidamente que otros, pero al final, todos se levantaban.

—No te preocupes. He estado en situaciones peores.

Más que haber dejado el iPod en casa, pensó, debería haber prestado más atención al mundo que lo rodeaba. Después de todo había estudiado el mapa de la ciudad, y sabía cuáles eran las zonas que debía evitar. Sin embargo, mientras la música retumbaba, había perdido la noción del camino que seguía. Se había sentido liberado por un momento, como si estuviera solo.

La tumba comenzó a vibrar.

Julian y Aden suspiraron al mismo tiempo. «Sé que hemos soportado cosas peores. Pero yo también he causado situaciones peores».

«Estupendo. Ahora compadeceos a vosotros mismos».

Aquella tercera voz, que tenía un tono de frustración, era de una mujer, que también ocupaba terreno en su mente. Aden se sorprendió de que su otro huésped no interviniera también. Ellos no entendían lo que eran la paz y el silencio.

«¿Os importaría dejarlo para luego, chicos, y matar al zombi antes de que salga por completo, se espabile y nos patee el trasero?».

—Sí, Eve —dijeron Aden, Julian y Elijah al unísono.

Así eran las cosas. Los otros tres chicos y él discutían, y Eve intervenía como una formidable figura maternal. Ojalá aquella figura maternal fuera capaz de arreglar la situación aquella vez.

—Sólo necesito que todo el mundo se calle —pidió Aden—. ¿De acuerdo? Por favor.

Hubo unos resoplidos. Y aquél era el máximo silencio que iba a conseguir.

Se obligó a concentrarse. A varios metros de distancia, la lápida se tambaleó hacia atrás, cayó al suelo y se hizo trozos. Había llovido aquella mañana, y las gotas de agua salpicaron en todas direcciones. Pronto se les unieron puñados de tierra que volaron por el aire mientras una repugnante mano de color gris salía del suelo. La luz del sol iluminaba la piel rezumante, los músculos podridos… incluso los gusanos que había alrededor de los nudillos hinchados.

Un muerto reciente. Magnífico. A Aden se le revolvió el estómago. Tal vez vomitara después de todo aquello. O mientras sucedía.

«¡Estamos a punto de cargarnos a ese idiota! ¿Está mal que diga que me siento excitado?».

Y allí estaba Caleb, la cuarta de las voces. Si tuviera cuerpo, habría sido el tipo que hacía fotografías a las chicas en su vestuario, escondido entre las sombras.

Mientras Aden miraba, esperando el momento más adecuado para atacar, una segunda mano se unió a la primera, y ambas comenzaron a impulsar el cuerpo en descomposición fuera de su tumba.

Aden observó la zona. Estaba en el camino de un cementerio, en la cima de una colina de árboles frondosos que lo ocultaban de las miradas curiosas. Afortunadamente, parecía que la gran expansión de hierba y lápidas estaba desierta. Más allá había una carretera por la que pasaban algunos coches. Aunque los conductores fueran fisgones y no mantuvieran la atención puesta en el tráfico, no podrían ver lo que ocurría.

«Puedes hacerlo», se dijo. «Puedes. Lo has hecho más veces. Además, a las chicas les gustan las cicatrices». Eso esperaba. Tenía muchas para pavonearse.

—Ahora o nunca.

Caminó hacia delante con decisión. Hubiera corrido, pero no tenía prisa por tocar la campanilla. Además, aquellos enfrentamientos siempre terminaban igual, fuera cual fuera la secuencia de los hechos: Aden magullado y roto, y mareado por la infección que provocaba la saliva podrida de los cuerpos. Se estremeció al imaginarse sus dientes amarillentos mientras lo mordían.

Normalmente, la batalla duraba sólo unos minutos, pero si alguien decidía ir a visitar a un ser querido durante esos minutos… Pasara lo que pasara, nadie podía verlo. La gente pensaría que era un profanador de tumbas, o un ladrón de cadáveres. Lo llevarían al centro de detención del pueblo, y lo ficharían como delincuente, que era lo que había ocurrido en todas las ciudades en las que había vivido.

Habría estado bien que se oscureciera el cielo, y que comenzara a llover torrencialmente y la lluvia lo ocultara, pero Aden no tenía suerte. Nunca la había tenido.

—Sí. Debería haber prestado más atención a donde iba.

Para él, pasear por un cementerio era el epítome de la estupidez. Con un solo paso, como aquel día, algún muerto se despertaría con hambre de carne humana.

Lo único que él deseaba era encontrar un lugar privado para relajarse. Bueno, tan privado como pudiera ser para un tipo que vivía con cuatro personas dentro de la cabeza.

Y hablando de cabezas, había una que asomaba por el agujero, balanceándose a derecha e izquierda. Tenía un ojo en blanco, inyectado en sangre. El otro ojo no estaba en su lugar, y en la cuenca vacía se veía el músculo que había debajo. Tenía calvas, las mejillas hundidas y la nariz colgándole de unos cuantos hilos de carne.

Aden sintió un ardor de bilis en el estómago y estuvo a punto de vomitar. Apretó los dedos alrededor de la empuñadura de la daga, y se apresuró. Casi había llegado. Aquella cara demacrada olisqueó el aire, y obviamente, le gustó lo que olía. De su boca comenzó a salir una saliva negra y tóxica, y su lucha por liberarse creció. Aparecieron los hombros. Rápidamente, siguió el torso.

Llevaba una chaqueta y una camisa, rasgadas y sucias. Entonces, era un hombre. Aquello le resultaba más fácil. Algunas veces.

Puso una rodilla en la hierba. La otra.

Más cerca… Y más cerca. De nuevo, Aden apretó el paso.

Llegó junto a él justo cuando alcanzaba su altura completa, más o menos un metro ochenta y cinco centímetros, lo cual les ponía al mismo nivel. A Aden le golpeaba el corazón en el pecho, con latidos frenéticos. Tenía un nudo doloroso en la garganta. Hacía más de un año que no tenía que hacer aquello, y la última vez había sido la peor de todas. Tuvieron que darle dieciséis puntos en el costado, había tenido la pierna escayolada durante un mes, había pasado una semana en desintoxicación y había hecho una donación de sangre involuntaria a todos los cadáveres del Cementerio de la Colina de la Rosa.

«Esta vez no».

La criatura gruñó.

—Mira lo que tengo —le dijo Aden, mostrándole la daga de hoja brillante—. Bonita, ¿verdad? ¿Quieres verla de cerca?

Con el brazo firme, le golpeó el cuerpo. Para matar permanentemente a un cadáver había que separarle la cabeza del cuerpo. Sin embargo, justo antes de conseguirlo, la criatura recuperó su orientación, tal y como había temido Eve, y se agachó. Parecía que el instinto de conservación no moría nunca. Aden dio una cuchillada en el aire y, debido al impulso, giró.

Una mano huesuda lo empujó hacia el suelo, y se vio comiendo tierra. Acto seguido, algo pesado saltó sobre él y le aplastó los pulmones. Unos dedos le aprisionaron las muñecas y lo apretaron tanto que tuvo que soltar las dagas. Afortunadamente, aquellos dedos estaban tan húmedos que no pudieron sujetarlo lo suficiente como para inmovilizarlo.

Other books

Under a Stern Reign by Raymond Wilde
Airs & Graces by A.J. Downey, Jeffrey Cook
Nine Days by Fred Hiatt
A Touch of Frost by S. E. Smith
Irresistible Forces by Danielle Steel
A Stormy Spanish Summer by Penny Jordan
Conall by Reana Malori
Five Bells by Gail Jones
The Viscount and the Witch by Michael J. Sullivan