Todos los pormenores técnicos, así como las observaciones empíricas y las aplicaciones de la teoría, habrían admirado a cualquier atomista griego. Pero en ambas concepciones, la contemporánea y la griega de hace 2.400 años, se expresa una misma idea básica: la de la estructura discontinua de la materia. En este aspecto también la explicación del movimiento por Epicuro como una marcha a saltos entre átomos espacio-temporales, en un intento para resolver las aporías de Zenón, puede encontrar remotos ecos en la mecánica cuántica;
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y su movimiento de desviación irracional podría relacionarse acaso con el llamado «principio de indeterminación» en los procesos de la microfísica.
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Sin embargo, hay algo que distancia fundamental y dolorosamente la Física moderna de la epicúrea, el hecho de estar esta última subordinada a una concepción final de la vida humana: el logro de la felicidad. Si a un especializado físico moderno se le preguntara qué relación tiene su actividad científica con su ética y su concepción de la vida, se quedaría extrañado y le sería muy difícil responder. En cambio, la ciencia por la ciencia o por sus inmediatas aplicaciones técnicas no es el objetivo primordial de la Física epicúrea, que resulta simplemente una parte de la Filosofía encaminada a procurarnos la felicidad. El científico moderno, muchas veces cargado de los mismos prejuicios vulgares de otras gentes y especializado bárbaramente en su pequeño dominio, no tiene nada que ver con el «sabio» ideal de los griegos. Hoy laureados científicos pueden «eslabonar comprensiones geniales con los más vulgares cuentos de criadas» sobre aspectos filosóficos centrales de la vida,
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olvidando la armonía espiritual que perseguía el antiguo filósofo, llámese Demócrito, Platón, Aristóteles o Epicuro.
Éste escribió muchos libros de cuestiones naturales, como su amplio
Perì Physeos
en 37 volúmenes; pero su interés no iba tanto a las cuestiones de detalle cuanto a proporcionar una visión conjunta de la naturaleza que permitiese la tranquilidad del ánimo y ayudara a liberar el espíritu humano de los errores supersticiosos ante los prodigios impresionantes de la naturaleza, en los que Demócrito había visto una de las causas de la religión. Por otra parte, mucho menos intelectualista que Demócrito, quiso también, frente a la necesidad de aquél, un margen de libertad en su mundo físico para liberar al hombre de un yugo tan duro como los dioses del pueblo: el de la Fatalidad. «Pues sería mejor —dice en Dióg. Laercio X, 134— aceptar la fábula popular sobre los dioses que ser esclavo de la Fatalidad de los fisiólogos. Porque aquella suscribe una esperanza de absolución mediante el culto de los dioses, pero ésta nos presenta un destino inflexible».
En este punto el conocimiento de la naturaleza del mundo físico tiene primordialmente un valor pragmático; nos ayuda a liberarnos de los terrores supersticiosos y, al mismo tiempo, no debe encadenarnos en un determinismo que impide la actuación y la decisión moral del hombre (Cf. M. C. XI-XIII).
Lo peculiar del atomismo frente a otros sistemas de explicación del universo físico es la falta de teleología. No rige el mundo un único principio, ni la materia está sometida a la jerarquía de las ideas o de las formas. Ni siquiera la necesidad en el movimiento de los átomos puede ser una norma rígida que encadene a la materia. Epicuro modificaba aquí la teoría mecanicista, admitiendo unos movimientos imprevisibles de los átomos, unas desviaciones irracionales en su caída en el vacío. Esta teoría de la
parénclisis
, el
clinamen
o desviación de los átomos, tiene, como Marx destacó, el fin de salvar la libertad del alma humana, compuesta, como toda realidad, de átomos algo más sutiles que los del cuerpo, pero de idéntica naturaleza.
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Ni la Providencia divina, ni el Nous o «Inteligencia» de Anaxágoras, ni las ideas subordinadas a la del Bien, ni un último motor inmóvil, ni la Necesidad implacable ni la fatalidad astral, confieren un orden al acontecer cósmico y humano.
También la materia es libre, sin principio ni finalidad, frente a cualquier destino ajeno a su propia composición desordenada.
La danza de los átomos en el vacío es tan caótica como la desacompasada historia de los hombres.
Sus enemigos reprochaban a Epicuro su ignorancia de las matemáticas, que para los griegos fueron siempre la base del orden y la armonía. Los estoicos intentan lograr la tranquilidad de ánimo mediante la creencia en una Providencia que ha determinado de modo sabio, justo e inevitable el destino del mundo; y en ese sometimiento sensato al orden divino el estoico se siente tan libre como el epicúreo en su libertario y caótico mundo. Se puede pensar que en éste las posibilidades de obrar eran más amplias que en cualquier otro. Sin embargo, el epicúreo no tenía ningún interés en la acción. Trataba sólo de no sentirse ligado por una obligación externa, por ningún destino; y efectivamente, la teoría materialista de los átomos se adecuaba magníficamente con la perspectiva moral y social del filósofo, que anteponía siempre el individuo a la sociedad; como los átomos son anteriores a los cuerpos, compuestos y descompuestos sin fin por ellos.
En la época helenística el fatalismo, más o menos filosófico y más o menos supersticioso, se extendía poderosamente. El ánimo humano no resiste fácilmente la idea de la completa libertad, de la independencia total y del intrascendente destino del hombre. Gusta de sentirse encadenado a algo perdurable que supere el propio yo limitado y se agarra con fe a las estrellas fatídicas o a las utopías revolucionarias con ese «miedo a la libertad» de que el psicólogo Fromm y el profesor Dodds han tratado.
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El epicureísmo, sin embargo, no pone excesivas esperanzas en ninguna de estas trascendencias.
El hombre se queda solo. Y en esta soledad, frente a los demás hombres, quedan sólo las alegrías del placer, de la amistad y del conocimiento.
Para explicarnos mejor algunos de los rasgos de su filosofía conviene, desde un principio, tener en cuenta algunos datos de la vida de Epicuro. Época, patria y condición social, si no determinan, condicionan al menos las preguntas y respuestas del horizonte intelectual. Algunas Historias de Filosofía suelen fingir un proceso absoluto y utópico de las ideas, en el que unas teorías filosóficas polemizan con otras sobre un fondo abstracto, con escasas referencias a las circunstancias históricas de la vida de los filósofos, convertida en anécdota marginal a su pensar. Aunque pensamos que en el plano general teórico probablemente nadie defiende hoy esta falsa autonomía del pensamiento frente a la vida personal, sin embargo nunca está de más prevenirnos contra el riesgo de un teorizar ahistórico de un modo concreto. En nuestro caso parece imprescindible la evocación del marco histórico del mundo helenístico en que a Epicuro, el último gran filósofo ateniense, le tocó vivir.
Nació en Samos en el 341 a. C., y pasó en esta isla su niñez y adolescencia. Su padre, Neocles, ciudadano ateniense, se había establecido allí como colono, y se ganaba la vida como maestro de escuela. Era entonces ésta una profesión connotada por un bajo nivel social y una cierta ramplonería de oficio.
Aludiendo a esta condición del padre insultará a Epicuro el satírico Timón, llamándolo «el hijo del maestro de escuela»: «el último de los físicos y el más desvergonzado, el hijo del maestro de escuela, que vino de Samos, el más ineducado de los animales» (D.L. X.3). Las condiciones de su posición familiar no eran las más favorables para una niñez despreocupada.
La familia, compuesta de los padres y cuatro hermanos, parece haber estado muy unida; y las relaciones cordiales de Epicuro con su madre (como muestra la carta dirigida a ella, testimoniada por Diógenes de Enoanda) y con sus hermanos (que le acompañarán en sus viajes y convivirán con él en el Jardín) son ejemplarmente auténticas.
A los dieciocho años Epicuro tuvo que marchar a Atenas, la ciudad de sus antepasados, para prestar servicio militar como efebo, durante dos años. Días revueltos para la orgullosa ciudad, cuya gloria política declinaba ya hacia un recuerdo retórico, los del año 323. En el año anterior el victorioso Alejandro había exigido desde la lejana Asia honores divinos; y los atenienses, escépticos e irónicos, le habían consagrado como a un dios. Entonces llegó la noticia de que, con una impertinencia notable, Alejandro había muerto, a los pocos meses, en Babilonia. Por los mismos días desapareció de la escena griega otro tipo escandalosamente popular: Diógenes, a quien apodaban «el Perro». En su legendario tonel, o más bien en su tinaja, el cínico apátrida que se proclamaba «cosmopolita», y que no habría cambiado su miseria por el imperio de Alejandro, abandonó este mundo cuyas convenciones había ridiculizado y ofendido.
La noticia de la muerte del monarca macedonio incitó a la ciudad de Atenas a un nuevo intento de recuperar su autarquía política, azuzada otra vez por el impenitente Demóstenes. Según una brillante predicción oratoria, «el olor del cadáver de Alejandro iba a llenar el universo». La derrota de la armada ateniense en Amorgos en el 322 fue la última gran batalla de los atenienses por la libertad, la sagrada y renombrada libertad. Demóstenes, acosado en la persecución, se suicidó. En cuanto a Aristóteles, que, temeroso de ser acusado filomacedonio y de impío, se había refugiado en Cálcide, abandonando el Liceo, murió también aquel año después de haber disecado el cosmos y catalogado el universo. Al frente de la escuela quedaba su sucesor, Teofrasto, interesado en continuar una vivisección al por menor de plantas y caracteres psicológicos.
Los dos destructores de la ciudad como marco político, Alejandro y Diógenes, y los dos defensores últimos, Aristóteles en la teoría y Demóstenes en la práctica política, desaparecieron en poco más de un año. Aquel trágico período de 323-321, que fue para Epicuro el del encuentro con la ciudad de sus mayores, la gloriosa Atenas, fue para ella el de la pérdida de sus esperanzas políticas. Desde entonces en Atenas no brillarán los políticos ni los ideólogos, sino tan sólo maestros de cultura, filósofos cargados de pasado y de resignación.
La democracia, tan malherida por las sucesivas crisis y consecuencias bélicas, experimentaba un nuevo revés. los militares macedonios vencedores reservaron los derechos de ciudadanía a aquellos que poseían más de 2.000 dracmas; es decir, a unos 9.000 atenienses, mientras que más de la mitad de la población se veía privada de ellos. Como decía, amargamente y sin ilusiones, el epitafio compuesto a los muertos en Queronea, años antes: « ¡Oh, Tiempo, que ves pasar todos los destinos humanos, dolor y alegría; la suerte a la que hemos sucumbido, anúnciala a la eternidad! «.
También en Samos había repercutido la conmoción política. Los colonos atenienses, entre ellos la familia de Neocles, fueron expulsados de la isla. El padre de Epicuro fijó su nueva residencia en Colofón, ciudad de la costa jonia, ilustre como pretendida patria de Homero, y como hogar natal del lírico Mimnermo y de Jenófanes, el poeta crítico y teólogo ilustrado del s. VI. A ella acudió Epicuro a reunirse con su familia, y allí residió desde el 321 al 311, desde sus veintiuno a sus treinta y un años. Durante este tiempo completa su formación filosófica, frecuentando la escuela que en la vecina isla de Teos regentaba Nausífanes, un discípulo de Demócrito y de Pirrón.
Detengámonos en esta formación filosófica, muy significativa para comprender su propia teoría.
El interés de Epicuro por la filosofía parece haber despertado muy temprano: a los 14 años. Según una anécdota, se irritó con su maestro de letras (
grammatistés
) que no supo explicarle el sentido de la afirmación de Hesíodo de que «primero era el caos», y que lo remitió a los filósofos para su aclaración.
Estas anécdotas de las biografías griegas tienen más interés por su intención significativa que por su autenticidad.
En ésta podemos subrayar dos rasgos: el temprano criticismo del filósofo contra la educación tradicional fundada en la lectura de los poetas, maestros de sabiduría retórica, y la dificultad en admitir esa oposición física de caos y cosmos, que puede relacionarse con su filiación atomista. En efecto, el paso del caos al cosmos parece requerir la apelación a un principio ordenador externo a la materia misma (la divinidad, la Inteligencia divina, o algo así), y a una teleología física, principios que el atomismo excluye, o de que al menos puede prescindir. No sabemos quién pudo haber puesto al joven estudiante en contacto con la física atomista. Su primer maestro de filosofía, que conozcamos, fue el platónico Pánfilo. Detalle interesante, por lo que hemos subrayado de la oposición de Epicuro al platonismo, tanto en sus líneas fundamentales, cuanto en su rechazo decidido de toda educación previa al filosofar (como era la
paideia
matemática y dialéctica exigida por los académicos).
Es posible que durante su estancia en Atenas asistiera a alguna lectura de Jenócrates, el segundo sucesor de Platón en la jefatura de la Academia. Y que mantuviera algún contacto con los estudiosos del Liceo, donde Teofrasto había sucedido a Aristóteles. Aunque hay algún testimonio de que estudió con el peripatético Praxífanes en Rodas por algún tiempo, existe en esto una dificultad cronológica. Su maestro de los años de formación, entre los veinte y los treinta, ya que el estudio de la filosofía persistía habitualmente un largo período, fue indiscutiblemente Nausífanes de Teos.
Discípulo de Demócrito y relacionado con Pirrón —ya hemos aludido a ello— este atomista con inclinaciones escépticas había escrito un libro llamado
El Trípode
sobre los tres fundamentos del conocimiento; enseñaba en la costa jonia, lejos de la influencia social de platónicos y peripatéticos, las teorías físicas del atomismo; y exponía una teoría de las emociones que señalaba el fin de la vida serena en la «inalterabilidad» (
acataplexía
) del ánimo, posición semejante a la de sus maestros, y no muy distante de la del propio Epicuro.
Todos estos detalles hacen más notable la agria reacción de Epicuro contra él, al calificarle de «molusco», «analfabeto», «bribón» y «prostituta», entre otras referencias a su servilismo y su sofistería. Tal vez fue la decepción, al observar la probable incongruencia entre la teoría física, abocada como en Demócrito al determinismo, y la conclusión ética, lo que explica la hostilidad hacia su maestro. «Peor que un oponente, Nausífanes era en términos ideológicos un desviacionista», sugiere J.M. Rist.
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Esa misma virulencia verbal la atestigua Epicuro con otros filósofos, adjetivando a Platón de «aureo» (burla de la distinción en clases sugeridas por aquél) y a los platónicos de «aduladores de Dionisio» (el tirano de Siracusa), a Aristóteles de «depravado», a Heráclito de «embrollador», a Demócrito de «charlatán», a los dialécticos de «devastadores», y a Pirrón de «inculto» e «ineducado». (D.L. X.8). Del atomista Leucipo negó la existencia (probablemente no como persona física, sino como filósofo).