Cuando llevaba ya bastante rato mirando el alcázar de la
President
con el telescopio para averiguar el calibre de sus carronadas, oyó unos vivas en el lejano puerto. Se dio la vuelta enseguida, con bastante agilidad, puesto que cada día su fuerza aumentaba un poco más, y vio otra fragata norteamericana entrando al puerto sólo con las gavias y el foque desplegados. Había esquivado de alguna manera la escuadra que hacía el bloqueo, a pesar de que el viento soplaba desde el sureste y era moderado. Tal vez la escuadra estaba tripulada por locos de atar. Pero ese no era momento de hacer recriminaciones. Colocó bien el telescopio y se concentró en mirar la fragata.
Era una fragata de treinta y ocho cañones y por su modo de entrar se notaba que navegaba con facilidad. Tenía treinta y cuatro cañones largos de dieciocho libras en los costados, dos en el castillo y dos en el alcázar y además veinticuatro carronadas de treinta libras. La cubierta estaba en perfecto orden y los cabos adujados a la flamenca. Era la
Chesapeake
. Mientras observaba su alcázar vio a un oficial levantar la bocina y antes de que él oyera la orden, desaparecieron el foque y las gavias simultáneamente. La fragata se movió describiendo una larga curva en contra de la corriente y llegó al lugar donde debía atracar cuando ya casi no tenía velocidad. En ese momento, su barcaza cayó al agua por estribor y luego el barquero saltó a ella y el capitán fue transportado a tierra. Ninguno de los barcos en que había navegado habría hecho mejor las cosas, ni siquiera en la época en que el viejo Jarvie estaba al mando de la flota del canal de la Mancha. La única falta que había encontrado era que tres altos guardiamarinas estaban apoyados en la borda despreocupadamente, mascando tabaco y escupiendo el jugo por el costado.
—¿Va a comer ahora, señor? —preguntó Mary Sullivan—. Es que Bridey ha venido dos veces y usted estaba mirando los barcos. ¿Va a dejar que se enfríe el bacalao? Bien, bien, hace bien en comérselo cuando aún está caliente. Aquí tiene. Y nuestro querido doctor comerá en la ciudad, ¿verdad?
* * *
El señor Herapath padre era un hombre robusto y autoritario. Su pecho y sus hombros eran anchos y su abdomen grande. Su cara estaba enrojecida y también era grande, lo mismo que sus facciones. Tenía el pelo empolvado y vestía una chaqueta de terciopelo negro con cuello y puños azules. Esa combinación de colores le hizo recordar de nuevo a Diana. Entonces miró hacia un hermoso reloj inglés y pensó que en poco menos de veintisiete horas llegaría a Boston. El señor Herapath tenía un carácter fuerte. Era obvio que estaba acostumbrado a mandar y no le prestaba atención a su hijo ni al ama de llaves, una dama de cierta edad, los cuales permanecían silenciosos. Sin embargo, trataba a Stephen con mucha amabilidad y respeto.
Se disculpó por no haber ido a la Asclepia a presentarle sus respetos y a agradecerle lo bien que se había portado con su hijo Michael. Un horrible cólico le había impedido ir, pero ahora se encontraba mejor y se alegraba mucho de tener la oportunidad de conocerle. Sentía una gran satisfacción por el hecho de que Michael había tenido el honor de conocer a un hombre tan distinguido como él y de haber recibido sus enseñanzas. El doctor Rawley le había hablado de los valiosos estudios que el doctor Maturin había publicado sobre la salud de los marineros y él tenía entendido que era miembro de la Royal Society
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. Aunque era un simple comerciante, valoraba el saber, sobre todo si tenía utilidad.
La cena fue muy abundante, lenta y larga y durante todo el tiempo el señor Herapath y Stephen fueron casi los únicos que hablaron. Michael Herapath participó muy poco en la conversación y tía James se limitó a preguntarle a Stephen si creía en la Trinidad.
—Naturalmente, señora —respondió.
—Pues me alegro de que haya alguien que crea —dijo ella—. Casi todos esos sinvergüenzas de Harvard son unitarios y sus mujeres también.
Desde ese momento los únicos sonidos que emitió fueron siseos para llamar a las sirvientas. No era conversadora, pero, indudablemente, sí una excelente ama de llaves. La niebla que había fuera había oscurecido el día, pero en el amplio y agradable comedor había mucha luz, intensificada por los destellos de la madera pulimentada y por el fuego de la chimenea, que estaba rodeado por un marco de latón cuyo brillo hubiera enorgullecido a la Armada real e iluminaba gran parte de la alfombra turca roja y azul. Por otra parte, la comida fue sencilla y estupenda y la sirvieron en fuentes muy llenas. Luego ella pasó al salón y Stephen pudo ver que era una habitación muy agradable también. No era una casa elegante, aunque tenía algunos detalles de buen gusto. Sin embargo, tenía objetos que eran signos de una moderada riqueza y, sobre todo, era cómoda. A Stephen le parecía que estaba comiendo con un comerciante de la City de Londres dedicado desde hacía muchos años a su negocio. Y esa idea tuvo aún más fundamento cuando el señor Herapath llenó su copa, pasó la botella, se puso de pie y propuso brindar por el Rey. Michael Herapath bebió su copa con una mirada indiferente y Stephen observó que se echaba un cucharón de plata en el bolsillo del lado que su padre no podía ver.
Entonces el señor Herapath propuso un brindis por que la guerra de Madison tuviera un buen final y acabara pronto y Stephen añadió:
—¡Y por el aumento del comercio!
El señor Herapath se bebió el vaso lleno hasta el borde y dio tres golpes en la mesa con él para indicar que estaba totalmente de acuerdo con eso.
Cuando pasaron al salón, Stephen miró con aprensión la tetera de plata. Pero, aparentemente, en Boston sabían hacer té. Y él se alegró de poder beberlo, pues tenía la mente un poco turbada por la cantidad de clarete y oporto que había bebido. Pero sólo tomó dos tazas, pues el señor Herapath estaba impaciente y le preguntó a tía James que si no era hora de que echara la siesta y la pobre señora salió enseguida de la habitación sin decir palabra, dejando a medio comer un panecillo. Luego le dijo a Michael que ya era hora de que volviera junto a Caroline, pues ni esa tal Sally de Maryland ni nadie más la alimentaban regularmente, que él se ocuparía de llevar al doctor Maturin a la Asclepia y que tuviera cuidado porque la niebla era cada vez más espesa.
—Pase, doctor Maturin —dijo por fin, haciendo pasar a su invitado a una pequeña habitación que seguramente era su despacho, pues había en ella media docena de libros y también libros mayores—. Déjeme acercarle la silla al fuego. No tengo palabras para expresarle cuánto me alegra que se encuentre aquí.
Después de una pausa, durante la cual estuvo mirando a Stephen con gran atención, le dijo que en la Guerra de Independencia él había apoyado al Rey y que, a pesar de que había regresado de Canadá y había aceptado la república para proteger sus intereses, sus sentimientos seguían siendo los mismos.
—Tal vez mi comportamiento no fue muy heroico, señor, pero yo soy simplemente un comerciante, no un héroe. En mi opinión, el heroísmo se le debe dejar a los caballeros que, como usted, sirven a la Corona.
Aseguró que él y sus amigos habían hecho todo lo posible por evitar que Madison declarara la guerra (entonces hizo duras críticas a Madison, Jefferson y los republicanos) y que ahora estaban haciendo todo lo posible por evitar que se extendiera y por conseguir que terminara cuanto antes. Habría invitado a algunos de sus amigos,
Tories
y federalistas, para que conocieran al doctor Maturin, pero quería expresarle su gratitud ante todo y tal vez eso al doctor le hubiera resultado embarazoso.
«Y también querías tantearme primero, amigo», pensó Stephen. Se asombró de la simpleza de Herapath, pues quería que se le juzgara por los principios que él mismo declaraba tener. Sin embargo, le era fácil hacerlo, pues tenía pruebas de que decía la verdad. Y permaneció allí, asintiendo con la cabeza y diciendo que estaba de acuerdo mientras esperaba la proposición que presentía que no estaba muy lejos.
—Me gusta hablar con los oficiales británicos —dijo el señor Herapath—, y mis amigos y yo hemos tenido el honor de disfrutar de la compañía de algunos, pero ninguno ha sido de su categoría, distinguido señor. Y ninguno ha sido tan merecedor de mi estima y gratitud. Desde que mi hijo regresó, no ha dejado de hablar de usted, señor. Me contó que usted le ayudó a subir desde la categoría más baja y le llevó hasta el alcázar y que siempre le trató con amabilidad. Sintió mucho tener que marcharse sin decirle nada y sin saldar la deuda que tenía con usted. A la verdad, me hubiera gustado que se hubiera quedado… Por favor, permítame que sea yo quien salde su deuda ahora mismo. ¿Cuánto…?
—Me debía siete libras —contestó Stephen.
El señor Herapath se inclinó hacia un lado para alcanzar su bolsa y le entregó esa suma.
—Permítame decirle también, señor, que mi dinero siempre estará a su disposición… dentro de lo razonable —dijo, añadiendo mecánicamente las últimas palabras.
Luego continuó:
—Por lo menos mi hijo se parece a mí en que odia tener deudas. En todo lo demás, Dios sabe que… Pasó años estudiando chino, señor, pero, ¿me creería usted si le digo que era el chino que se hablaba hace mil años, que no sirve para nada? Y en ese tiempo ocurrieron otros desagradables sucesos… Luego, para remate, regresa de sus viajes no sólo desnudo sino también con una mujerzuela de Maryland y una hija ilegítima. ¿Qué cree usted que puedo hacer con un hijo así, señor?
—Ayudarle a ser médico, señor. Tiene aptitudes para la medicina y una gran inteligencia. Cuando trabajó como ayudante mío en el
Leopard
me quedé asombrado de su capacidad para mantenerse sereno incluso en circunstancias verdaderamente horribles. Le ruego que piense en mi sugerencia.
—¿Cree realmente que puede llegar a ser médico? —inquirió el señor Herapath—. Desde que regresó me ha hablado de eso a menudo.
—Por supuesto que sí —respondió Stephen—. Puede que el chino que ha aprendido tenga mil años de antigüedad, pero debe usted tener en cuenta que el griego y el latín son más viejos aún y un médico debe saber ambos, pues durante siglos se ha comprobado que dan agilidad a la mente. Sí, señor, con ellos la mente se vuelve más ágil y más receptiva. Él sabe griego y latín y, además, chino, luego su mente es ágil y receptiva.
—Con frecuencia me ha dicho que quería asistir a la escuela de medicina, pero, para serle franco, doctor, no he querido confiarle el dinero. Me molesta mucho que tenga relaciones con la señora Wogan y como pienso que ella es interesada quiero que pase hambre para que se vaya. Habría tomado medidas más duras respecto al asunto y la habría hecho apresar por vagabunda si no fuera por mi nieta, Caroline. Es una niña preciosa, doctor Maturin.
—Tuve el placer de verla ayer.
—¡Ah, si hubiera visto usted a su bisabuela, habría notado enseguida su parecido! ¡Seguro que lo habría notado! Es una niña encantadora. Así que me veo obligado a darle dinero a Michael periódicamente para no perder a Caroline. Y aunque no recibo a la señora Wogan públicamente, la veo de vez en cuando. Pero, en realidad, les hago muy pocas visitas y les doy muy poco dinero. ¿Cree que hago bien, señor? Me gustaría saber su opinión.
Stephen se quedó pensativo. No podía hacer ningún daño y tal vez podría hacer el bien. Por fin dijo:
—Creo que ha actuado usted con acierto, pero actuaría con más acierto aún si enviara a Michael a la escuela de medicina.
Y entonces, pensando que contribuiría a hacer el bien con palabras que, como amante, se avergonzaba de pronunciar, añadió:
—Es raro que una relación amorosa de ese tipo no termine si va acompañada de los celos y el desaliento y, sobre todo, si otro gran interés, como la medicina, rivaliza con ella.
—Quizá tenga usted razón. Sí, sí, seguro que tiene usted razón. ¡Doctor Herapath, ja, ja! Pero, ¿cree usted realmente que podría aprobar la carrera?
Stephen le habló de los estudios de medicina y le puso ejemplos de hombres que sin saber distinguir casi entre lo bueno y lo malo habían aprobado y dijo que no dudaba que una persona que dominaba el chino pudiera sacar iguales o mejores notas que ellos. Le parecía que había argumentado suficientemente su opinión y entonces Herapath cambió de tema y él le escuchó sin contradecirle. Habló del libertinaje de la señora Wogan y, en general, de las mujeres de los estados del sur, y le dijo que, al parecer, eran insaciables, pero que no le diría una cosa así a alguien que no fuera médico, por supuesto.
—¿No posee la señora Wogan otra fuente de ingresos que su ayuda? —preguntó después de unos momentos—. He visto que tiene tres criados y eso en Inglaterra sería un signo de que uno tiene ingresos moderados por lo menos.
—¿La bribona de Sally y los muchachos descalzos? Son esclavos que le mandó su prima desde Baltimore. Los vendería si pudiera, pero eso no es fácil en Massachusetts. Y aunque lo fuera, ¿quién compraría ese atajo de chapuceros? Soy yo quien mantiene a ese grupo de holgazanes, a esas bestias que no sirven para nada.
—Baltimore está en Maryland, ¿verdad?
—Sí, señor, junto a la bahía Chesapeake. Es buena tierra para el tabaco, pero la gente no vale nada.
—¿Conoce usted al señor Harry Johnson, que es de ese lugar?
—¿Por qué me lo pregunta? —inquirió Herapath receloso—. ¿Ha oído algo sobre él?
—La señora Wogan mencionó su nombre. Aparentemente, conoce a algunos amigos míos.
—¡Oh! Pensé que quizá…
La voz del señor Herapath fue apagándose poco a poco. Tosió y luego continuó:
—Bueno, el señor Harry Johnson es un hombre muy rico. Probablemente posee más esclavos que nadie en su estado. Es republicano y muchos de sus amigos están en el poder. Es consejero del secretario de Estado y pasa mucho tiempo en Boston. Sigo sus movimientos con atención porque conoce a Louisa Wogan. Y para serle franco, señor —bajó la voz—, espero que me ayude a desembarazarme de ella, pues es el hombre más putero del sur. Sin embargo, al mismo tiempo tengo miedo de que ella se lleve a Caroline consigo.
—Tengo la impresión, tal vez infundada, de que la señora Wogan es una madre despegada. Probablemente le falta ese instintivo
storgé
que une del mismo modo a la osa y a la mujer a sus gimientes hijos.
—Es un bicho raro —dijo Herapath.
La conversación languideció y el señor Herapath se puso a atizar el fuego con furiosos golpes.
—Antes mencioné a mis amigos —dijo Herapath por fin—. Sería bueno que tuviéramos una reunión, puesto que son todos caballeros de mi misma forma de pensar. ¿Le parecería bien que nos reuniéramos mañana? Nos gustaría que en Halifax conocieran nuestra opinión lo antes posible y suponemos que a usted le canjearán muy pronto. Además queremos comunicársela a través de un hombre realmente importante. Tenemos alguna información, no militar sino política, que puede tener mucha importancia para poner fin a esta guerra. Algunos de mis amigos están entre los comerciantes más relevantes de Nueva Inglaterra y saben mucho de asuntos políticos y comerciales. Todos sufrimos los efectos de esta guerra. Yo mismo, por ejemplo, tengo tres barcos amarrados en Boston y dos en Salem. Pero no crea que sólo nos mueve el egoísmo, señor. Estamos preocupados por nuestros negocios, es cierto, pero nos mueven sentimientos más nobles que el interés por el comercio.