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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Error humano (25 page)

BOOK: Error humano
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Y solamente por si acaso, hagamos que el aborto sea una opción válida y legal. Caso cerrado.

Señor Levin, su talento para contar una historia importante y amenazante mediante una metáfora tal vez venga de su experiencia como guionista para series de la «época dorada» de la televisión como
Lights Out
y
The United States Steel Hour.
Se trataba de la televisión de los cincuenta y los sesenta, donde había que enmascarar o disfrazar la mayoría de las cuestiones para evitar ofender a un público conservador y a los patrocinadores todavía más conservadores de los programas. En una época previa a la «ficción transgresora» representada por
The Monkey Wrench Gang, American Psycho
o
Trainspotting,
en la que el autor puede subirse a una tarima y hablar a gritos de cuestiones sociales, en esa época empezó usted su carrera, en la modalidad más pública posible de escritura, cuando la máscara, la metáfora y el disfraz lo eran todo.

El buen teatro y el comentario social tenían que casar adecuadamente con los anuncios de jabón y cigarrillos.

Y lo importante es que funcionaba. Y sigue funcionando. La fábula libera un problema de su época concreta y la hace importante para la gente de años venideros. La fábula acaba por convertirse en el problema, en insuflarle su humor y en darle a la gente una nueva libertad para reírse de lo que antes les asustaba. Su mejor ejemplo de esto es
Las poseídas de Stepford.

Publicado en 1972, el libro presenta a una mujer con una familia y una carrera incipiente como fotógrafa profesional. Acaba de mudarse fuera de la ciudad, al pueblo rural de Stepford. Allí todas las mujeres parecen entregadas en exclusiva a servir a sus maridos y a sus familias. Son todas físicamente impecables, guapas y de pechos grandes. Limpian y cocinan. Y, bueno, eso es todo. Mientras leemos el libro, seguimos a Joanna Eberhart y a sus dos amigas a medida que renuncian una por una a sus ambiciones personales y se resignan a cocinar y limpiar.

Lo más horripilante es que los maridos de Stepford están matando a sus mujeres. Trabajando en grupo, los hombres están sustituyendo a sus mujeres por robots encantadores y eficaces que hacen todo lo que se les pide.

Y lo más horripilante todavía es que usted escribió esto más de una década antes de que el resto de la cultura norteamericana percibiera la «reacción» de los hombres a la liberación femenina. No fue hasta el libro galardonado con el Pulitzer
Reacción,
de Susan Faludi, cuando alguien además de usted tuvo en cuenta la idea de que los hombres pudieran organizarse y luchar para mantener a las mujeres en sus roles femeninos tradicionales.

Y sí,
Reacción
es un libro excelente, y presenta su tesis describiendo cómo los diseñadores de moda masculinos visten a las mujeres, y cómo los antiabortistas desprecian a las mujeres y las consideran simples vehículos de un feto no nato, pero el mensaje de sus páginas es tan... estridente. Carece de encanto. La señorita Faludi señala un problema y presenta las pruebas, pero al terminar el libro no nos deja ninguna sensación de resolución. Ni de libertad. Ni de transformación personal.

Y, peor todavía: igual que en la ficción transgresora, donde el autor puede despotricar ruidosamente sobre los problemas, desencadena la narcotización. El mensaje se vuelve tan obvio e implacable que la gente deja de oírlo.

Pero en
Las poseídas de Stepford,
caramba, nos reímos con Bobbie y Joanna. Nos reímos un montón durante toda la primera mitad del libro. Entonces Charmaine desaparece. Y luego la pobre Bobbie. Y por fin Joanna. Y el ciclo del horror se completa. Hemos visto lo que pasa cuando una se hace la tonta y niega la realidad hasta que es demasiado tarde. Ahora vemos a todas esas afables amas de casa que preparan masa para tartas en sus cocinas limpias y soleadas como seres contaminados, manipulados y controlados. Como mujeres de Stepford.

Esa tonta y descabellada metáfora suya de los robots es tan... exagerada. Pero por descabellada que parezca, ha sustituido a todas las pesadas diatribas dogmáticas sobre el trabajo doméstico como actividad denigrante y bla, bla, bla. Su metáfora de los «robots femeninos Disney esclavas sexuales y amas de casa» es todavía mejor que su metáfora del «Diablo de polla enorme que viola con cita previa».

Nos deja usted con el mensaje exacto y claro: trabajo doméstico = muerte. Una fábula moderna, sencilla y memorable. No dejéis que nadie os convierta en mujeres de Stepford. Además de ser esposas tenéis que desarrollar vuestras carreras.

En cada libro crea usted una metáfora que nos permite afrontar un Gran Problema sin sentirnos tan amenazados que renunciemos a la esperanza y nos retiremos. Primero nos hechiza usted con su sentido del humor y después nos asusta con el peor de los escenarios posibles. Nos enseña usted a alguien que queda atrapado y que se niega a admitirlo y a afrontar el peligro hasta que es demasiado tarde.

Puede que no esté usted de acuerdo, pero incluso en
La astilla,
publicada en 1991, el personaje principal se niega a abrir los ojos hasta que es demasiado tarde.

Diez años antes de que el resto del mundo se sintonizara a la «telerrealidad» y a las webcams ocultas en los salones de rayos UVA, los vestuarios y los lavabos públicos, de nuevo predice usted la batalla por la intimidad tras la llegada de las nuevas tecnologías de transmisión y de vídeo. En
La astilla,
Kay Norris se muda a un encantador apartamento en el piso veinte de un edificio alto y angosto de Manhattan, la «astilla» del título. Se enamora de un hombre más joven, también inquilino del edificio, sin saber que en realidad es el propietario del mismo. Y que ha instalado cámaras ocultas en todos los apartamentos para poder vigilar a los inquilinos como forma de diversión.

El secreto más oscuro del «rascacielos del terror» es que cuando la gente descubre que sus teléfonos están pinchados y que sus apartamentos son objeto de espionaje, el joven propietario del edificio los asesina. Incluso graba los asesinatos y guarda las cintas.

Igual que Rosemary Woodhouse y Joanna Eberhart, Kay cree que su apartamento es un estupendo nuevo comienzo. A pesar de que a su alrededor los demás inquilinos no paran de morir, se aferra a su rechazo y se distrae con su historia de amor. En una interesante evolución a partir de Rosemary (que no tenía carrera) y pasando por Joanna (que sacaba unas cuantas fotos), a Kay Norris la consume su trabajo como editora. No ha estado nunca casada. Y no la acaba destruyendo la realidad que no consigue admitir.

Pero solamente porque la salva su gato. No es que sea mérito de ella.

Diez años antes de que los estados se dieran cuenta de que no tenían leyes que prohibieran a la gente meter una cámara en una maleta, mezclarse con una multitud y filmar desde abajo las faldas de las mujeres, hace una década, usted intentó avisarnos. De que era posible. De que la tecnología había dejado atrás a la ley y de que esas cosas iban a pasar. Entonces creó usted una fábula para llamarnos la atención e inocularnos contra el miedo mediante la creación de una metáfora y de un personaje que sirviera como modelo de conducta incorrecta.

¿Acaso no era Platón el que transmitía sus argumentos contando un relato que contenía un error evidente y dejando que fuera el oyente quien lo descubriera? Fuera quien fuese, ese método adjudica al lector el momento del descubrimiento, el momento emocional del «¡ajá!». Y los expertos en educación dicen que, a menos que al momento del caos le siga el alivio emocional del descubrimiento, no recordamos nada. Y así es como usted, señor Ira Levin, nos obliga a recordar los errores cometidos por sus personajes.

Oh, señor Ira Levin, ¿cómo lo hace? Usted nos enseña el futuro. Y nos ayuda a afrontar ese terrorífico nuevo mundo. Nos lleva usted en un recorrido acelerado por el peor de los mundos posibles y nos permite vivir en él.

En la terapia llamada de «inmersión», el psicólogo obliga al paciente a soportar una versión exagerada de su peor miedo. Lo sobrecarga emocionalmente. Una persona que tenga miedo a las arañas puede ser encerrada en una habitación llena de arañas. Una persona que tenga miedo a las serpientes puede verse obligada a manejar serpientes. La idea es que el contacto y la familiaridad mitiguen el terror que el paciente siente hacia algo que han tenido demasiado miedo para explorar. La experiencia real, la realidad del contacto con las serpientes y de su conducta, destruye el miedo contradiciendo la expectativa del paciente.

¿Se trata de eso, señor Levin? ¿Es eso lo que usted se propone?

¿O lo que hace usted no es más que consolación? Enseñarnos lo peor para que nuestras vidas parezcan mejores por comparación. No importa lo manipulador que parezca nuestro médico, por lo menos nosotros no vamos a dar a luz a un niño diabólico. No importa lo aburridos que sean los barrios residenciales, por lo menos nosotros no estamos muertos y hemos sido reemplazados por un robot.

Su colega Stephen King dijo una vez que las novelas de terror nos dan una oportunidad de ensayar nuestra propia muerte. El escritor de terror es como uno de aquellos «comedores de pecados» del folclore galés, puesto que absorbe los defectos de una cultura, los difumina y deja al lector con menos miedo a morir. Usted, señor Levin, es casi lo contrario. Usted saca a la luz nuestros defectos de forma grandiosa, divertida y temible. Esos problemas que nos da miedo admitir.

Y, al escribir, consigue que haya menos cosas que temer en la vida.

Y eso da MUCHO miedo, señor Levin. Pero no miedo en un sentido malo. Miedo en un sentido bueno. En un sentido genial.

PERSONAL

(Personal)

Acompañante

(Escort)

En mi primer día como acompañante, a mi primera «cita» le falta una pierna. El tipo fue a una casa de baños gay, para quitarse el frío, me dijo. Tal vez en busca de sexo. Y se quedó dormido en el baño turco, demasiado cerca de la fuente de calor. Se pasó horas inconsciente hasta que alguien lo encontró. Para entonces la carne de su muslo izquierdo ya estaba completamente cocida.

No podía caminar, pero su madre vino de Wisconsin para verlo y el hospital para enfermos desahuciados necesitaba a alguien que los llevara a los dos a visitar los sitios locales de interés turístico. Que los llevara de compras por el centro. A ver la playa. Multnomah Falls. Era lo único que podía hacer uno como voluntario a menos que fuera enfermero, cocinero o médico.

En ese caso se hacía uno acompañante, y el hospital del que hablo era un sitio al que iban a morir jóvenes sin seguro médico. Ni siquiera me acuerdo del nombre. No lo ponía en ningún letrero, y te pedían que fueras discreto en tus idas y venidas porque los vecinos no tenían ni idea de lo que pasaba en aquella casa enorme y antigua de su calle, una calle a la que no le faltaban fumaderos de crack y tiroteos desde los coches, a pesar de lo cual nadie quería vivir al lado de aquello: cuatro personas muriéndose en la sala de estar y dos en el comedor. Por lo menos dos personas en cama agonizando en cada dormitorio del piso de arriba, y la verdad es que no faltaban dormitorios. Como mínimo la mitad de aquella gente tenía sida, pero la casa no discriminaba a nadie. Uno podía ir allí y morir de lo que fuera.

Mi razón para estar allí era mi trabajo. Consistía en tumbarme de espaldas en una camilla con la línea motriz de un camión diesel clase 8 de cien kilos apoyada en el pecho, que me pasaba por entre las piernas hasta los pies. Mi trabajo consistía en meterme rodando bajo los camiones a medida que estos avanzaban en la línea de montaje e instalar aquellas líneas motrices. Veintiséis líneas cada ocho horas. Trabajando deprisa mientras los camiones avanzaban y me empujaban en dirección a los enormes hornos de pintura incandescente que había a escasos metros de mí en la línea de montaje.

Mi licenciatura en periodismo no podía darme más de cinco dólares la hora. Otros tipos del taller tenían el mismo título y entre nosotros bromeábamos diciendo que las licenciaturas en humanidades deberían incluir cursillos de soldador para poder sacarse por lo menos los dos pavos extra que nuestro taller pagaba a los machacas que supieran soldar. Alguien me invitó a su iglesia y yo estuve lo bastante desesperado como para ir. En la iglesia tenían un ficus en una maceta que se llamaba el Árbol de la Generosidad y que estaba decorado con adornos de papel, en cada uno de los cuales había impresa una buena obra que uno podía elegir.

Mi adorno decía: «Saca a pasear a un enfermo desahuciado».

Esa era la expresión exacta: «Saca a pasear». Y había un número de teléfono.

Llevé al hombre con una sola pierna, y luego a él y a su madre, por toda la zona, a sitios con vistas y a museos, con su silla de ruedas plegada en el maletero de mi Mercury Bobcat de hacía quince años. Su madre fumaba en silencio. Su hijo tenía treinta años y ella tenía dos semanas de vacaciones. Por las noches yo la llevaba de vuelta a su TravelLodge situado junto a la autopista, luego se sentaba a fumar en la capota de mi coche y se ponía a hablar de su hijo ya en pasado. Su hijo tocaba el piano, me dijo. Se había sacado el título de música pero había terminado haciendo demostraciones de órganos eléctricos en tiendas de centros comerciales.

Eran conversaciones que nacían cuando ya no nos quedaban emociones.

Yo tenía veinticinco años, y al día siguiente volví a meterme bajo los camiones después de haber dormido tal vez tres o cuatro horas. Con la diferencia de que ahora mis problemas ya no me parecían tan graves. Solamente tenía que mirarme las manos y los pies, maravillarme del peso que era capaz de levantar y de la forma en que podía gritar por encima del rugido neumático del taller, y mi vida ya no me parecía un error sino un milagro.

Al cabo de dos semanas la madre se volvió a su casa. Al cabo de tres meses su hijo estaba muerto. Muerto, desaparecido. Yo me dedicaba a llevar a gente con cáncer a ver el océano por última vez. Llevaba a gente con sida a la cima del monte Hood para que pudieran ver el mundo entero mientras todavía podían.

Me sentaba junto a las camas mientras la enfermera me explicaba qué señales buscar en el momento de la muerte, el tragar saliva y la lucha inconsciente de alguien ahogándose dormido mientras el fallo renal les llenaba de agua los pulmones. El monitor pitaba cuando la máquina inyectaba morfina al paciente, cada cinco o diez segundos. El paciente tenía los ojos hinchados y completamente en blanco. Tú le cogías la mano fría durante horas hasta que otro acompañante llegaba al rescate o hasta que ya no importaba.

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