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Authors: Boris Vian

Tags: #Relato

Escupiré sobre vuestra tumba (13 page)

BOOK: Escupiré sobre vuestra tumba
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Me senté de nuevo al volante y arranqué. Me preguntaba qué había podido contarle a Dex; lo que me había dicho de la policía empezaba a preocuparme, pero tampoco me lo tomaba muy en serio. Quedaba relegado a un segundo plano, era como una música de fondo.

Ahora quería a Jean, quería sentir de nuevo lo que por dos veces había sentido al cargarme a su hermana. Había encontrado por fin lo que siempre había buscado. La policía me molestaba, claro está, pero en otro sentido; no conseguirían evitar que hiciera lo que quería hacer, les llevaba demasiada ventaja. Tendrían que sudar para darme alcance. Me quedaban menos de quinientos kilómetros por recorrer. Ahora mi brazo izquierdo había perdido más o menos la sensibilidad, y pisé el pedal a fondo.

CAPÍTULO XX

Los recuerdos empezaron a acudir a mi mente como una hora antes de llegar. Me acordé del día que cogí una guitarra por primera vez. Era en casa de un vecino, que me daba lecciones a escondidas; me enseñaba una sola canción,
When the Saints go marchin'on
, y aprendí a tocarla entera, comprendido el break, y a cantarla al mismo tiempo. Y una noche me llevé la guitarra del vecino a casa para darles una sorpresa; Tom se puso a cantar conmigo; el chico estaba como loco, empezó a bailar dando vueltas alrededor de la mesa como si estuviera siguiendo un desfile; había cogido un bastón y hacía molinetes con él. En aquel momento llegó mi padre y rió y cantó con nosotros. Le devolví la guitarra al vecino, pero al día siguiente encontré una encima de mi cama; era de ocasión, pero estaba en buen estado. Ensayaba un poco todos los días. La guitarra es un instrumento que te vuelve perezoso. La coges, tocas cualquier cosa, la dejas, te das una vuelta por ahí, la vuelves a coger para marcarte un par de acordes o acompañarte mientras silbas. Los días pasan volando así.

Un bache en la carretera me devolvió a la realidad. Creo que me estaba durmiendo. Ya no sentía para nada el brazo izquierdo, y tenía una sed terrible. Intenté volver a pensar en los viejos tiempos para cambiar de ideas, porque estaba tan impaciente por llegar que, cada vez que tomaba conciencia de ello, el corazón me volvía a latir en las costillas y la mano derecha se me ponía a temblar sobre el volante; y con una sola mano no andaba muy sobrado para conducir. Me pregunté qué debía de estar haciendo Tom en aquel momento; seguramente rezando o enseñándoles cosas a los niños; a través de Tom llegué a Clem y a la ciudad, Buckton, donde había vivido tres meses encargándome de una librería que me daba buen dinero; recordé a Jicky, y la vez que me la había tirado en el agua, y el río tan transparente aquel día. Jicky tan joven, tersa y desnuda como un bebé, y, de repente, eso hizo que me acordara de Lou y de su vello negro, rizado y tupido, y del gusto que tenía cuando la mordí, un gusto dulzón y un poco salado al mismo tiempo, con el olor a perfume de sus muslos, y sus gritos resonaron de nuevo en mi oído; el sudor me resbalaba por la frente, y no podía soltar el maldito volante para secarme. Tenía el estómago como hinchado de gas y me pesaba sobre el diafragma para aplastarme los pulmones, y Lou me chillaba al oído; llevé la mano a la bocina, en el volante; la de carretera era el aro de ebonita, el botón negro del centro era la de ciudad, y las apreté las dos al mismo tiempo para ahogar los gritos.

Debía estar corriendo a ciento treinta y cinco kilómetros por hora, más o menos; era casi todo lo que el coche daba de sí, pero entonces vino una pendiente y vi que la aguja ganaba dos puntos, tres, luego cuatro. Hacia ya un buen rato que era de día. Ahora empezaba a cruzarme con otros coches y a adelantar a alguno de vez en cuando. A los pocos minutos solté las dos bocinas, porque podía encontrarme con la poli de tráfico y no tenía gasolina suficiente como para dejarlos atrás. Cuando llegara cogería el coche de Jean, pero, ¡Dios mío!, ¿cuándo iba a llegar?

Creo que me puse a soltar gruñidos dentro del coche, a gruñir como un cerdo, por entre los dientes, para ir más aprisa, y entré en una curva sin reducir, haciendo chirriar terriblemente los neumáticos. El Nash se desplazó con violencia, pero recuperó la estabilidad, después de haber llegado casi al borde izquierdo de la carretera. Seguí pisando a fondo y ahora me reía y estaba tan contento como el chico el día que daba vueltas alrededor de la mesa cantando
When the Saints
…, y se me había pasado el miedo.

CAPÍTULO XXI

El maldito temblor me volvió, de todos modos, apenas llegué al hotel. Eran casi las once y media; Jean debía de esperarme para almorzar, tal como habíamos quedado. Abrí la puerta de la derecha y bajé por este lado, ya que, con mi brazo, no tenía otra opción.

El hotel era una especie de caserón blanco, según la moda de la región, con las persianas bajadas. En aquel lugar había aún sol, a pesar de que estábamos ya a finales de octubre. No encontré a nadie en el salón de la planta baja. No era el suntuoso palacio que prometía el anuncio, pero en cuanto a estar aislado no podía pedirse nada mejor.

Conté en los alrededores una docena escasa de barracones, uno de los cuales era una estación de servicio al mismo tiempo que un bar, apartado de la carretera y destinado sin duda a los camioneros. Volví a salir del hotel. Por lo que recordaba, los bungalows en los que se dormía estaban separados del mismo, e imaginé que estarían al final del camino, bordeado de árboles raquíticos y de una hierba como leprosa, que formaba ángulo recto con la carretera. Dejé el Nash y lo seguí. Giraba en seguida y, también en seguida, encontré el coche de Jean aparcado frente a una casucha de dos habitaciones bastante limpia. Entré sin llamar.

Estaba sentada en un sillón y parecía dormir; tenía mal aspecto, pero iba tan bien vestida como siempre. Quise despertarla; el teléfono —habla un teléfono— se puso a sonar en el mismo momento. Me alarmé como un estúpido y me precipité hacia él. El corazón se me aceleraba nuevamente. Descolgué y volví a colgar en seguida. Sabia que el que llamaba sólo podía ser Dexter, Dexter o la policía. Jean se restregaba los ojos. Se levantó y, antes que nada, la besé hasta hacerla chillar. Se despertó un poco mejor; le pasé el brazo por la cintura para llevármela. En ese momento vio mi manga vacía.

—¿Qué te ha pasado, Lee?

Parecía preocupada. Me reí. Lo hice muy mal.

—No es nada. Me he caído tontamente del coche y me he hecho daño en el codo.

—¡Pero si tienes sangre!

—Un rasguño… Ven, Jean. Estoy harto de este viaje. Quisiera estar solo contigo.

Entonces el teléfono se puso a sonar otra vez, y fue como si la corriente eléctrica pasara a través de mí en vez de pasar por los hilos. No pude contenerme; agarré el aparato y lo estrellé contra el parquet.

Lo destrocé a taconazos. De repente era como si estuviera aplastando la cara de Lou. Volví a sudar y estuve a punto de largarme. Sabía que me temblaba la boca y que debía de parecer que me había vuelto loco.

Afortunadamente, Jean no insistió. Salió y le dije que subiera a su coche; íbamos un poco más lejos para estar tranquilos y luego volveríamos para comer. Era ya la hora, pero ella parecía como amorfa. Creo que se encontraba mal, como siempre, por culpa de ese hijo que esperaba. Pisé el acelerador. El coche arrancó aplastándonos contra los respaldos; esta vez todo estaba ya a punto de terminar; el sonido de ese motor me devolvía la calma. Me disculpé como pude por lo del teléfono; Jean empezaba a darse cuenta de que yo me estaba volviendo loco, y ya era hora de que dejara de volverme loco. Se apretaba contra mí y apoyaba la cabeza en mi hombro…

Esperé a que hubiéramos recorrido treinta kilómetros para buscar un lugar donde parar. En aquel lugar la carretera pasaba por encima de un terraplén; me dije que el lugar adecuado estaría al final de la pendiente. Detuve el coche. Jean fue la primera en bajar. Busqué el revólver de Lou en mi bolsillo. No quería utilizarlo en seguida. Hasta con un solo brazo podía hacer lo que quisiera de Jean. Se agachó para atarse un zapato y le vi los muslos por debajo de la corta falda que le ceñía estrechamente las caderas. Sentí que se me secaba la boca. Se había detenido junto a un arbusto. Había un rincón desde el que no se veía la carretera estando sentado.

Se tendió en el suelo; la poseí allí, en seguida, pero sin dejarme ir del todo. Procuré mantener la calma, a pesar de sus increíbles movimientos de cadera; conseguí hacerla gozar antes de haberlo logrado yo mismo. Entonces le hablé:

—¿Siempre te produce el mismo efecto, acostarte con negros?

No contestó. Estaba completamente idiotizada.

—Porque yo, de negro, tengo más de una octava parte.

Volvió a abrir los ojos y yo me eché a reír. La tía no entendía nada de nada. Entonces se lo conté todo; quiero decir, toda la historia del chico y cómo se había enamorado de una niña, y cómo el padre y el hermano de la niña se habían ocupado de él en consecuencia; le expliqué lo que había querido hacer con Lou y con ella, hacer que pagaran dos por uno. Busqué en mi bolsillo y encontré el reloj de pulsera de Lou, se lo enseñé y le dije que lamentaba no haberle traído un ojo de su hermana, pero que estaban demasiado estropeados tras el pequeño tratamiento de mi invención que les acababa de aplicar.

Me costó decir todo eso. Las palabras no acudían a mi boca. Jean estaba allí, tendida en el suelo, con los ojos cerrados y la falda levantada hasta el vientre. Volví a sentir la cosa que me subía por la espalda y mi mano se cerró en su garganta sin que pudiera evitarlo; me corrí. Fue tan fuerte que la solté y casi me puse en pie. Tenía ya la cara azulada, pero no se movía. Se habría dejado estrangular sin ofrecer resistencia. Aún debía de respirar. Cogí el revólver de Lou de mi bolsillo y le pegué dos tiros en el cuello, casi a quemarropa; la sangre brotó como un caldo espeso, lentamente, a borbotones, con un ruido húmedo. De sus ojos no se veía más que una línea blanca entre los párpados; tuvo una contracción y creo que se murió en aquel momento. La volví para no verle más la cara, y, estando ella aún caliente, le hice lo que ya le había hecho en su cama.

Creo que me desmayé inmediatamente después; cuando volví en mi estaba ya fría del todo, e imposible de mover. Entonces la dejé y me fui hacia el coche. Apenas podía arrastrarme; me pasaban cosas brillantes por delante de los ojos; cuando me senté al volante, me acordé de que el whisky se había quedado en el Nash, y la mano se puso a temblar otra vez.

CAPÍTULO XXII

El sargento Culloughs dejó la pipa sobre la mesa.

—Nunca podremos detenerle —dijo.

Carter afirmó con la cabeza.

—Se puede intentar.

—¡No podemos detener con dos motos a un tipo que va a ciento sesenta kilómetros por hora en un coche que pesa ochocientos kilos!

—Se puede intentar. Nos jugamos el físico, pero se puede intentar.

Barrow no había dicho nada aún. Era un tipo alto, delgado, moreno y desgarbado, que arrastraba las palabras cuando hablaba.

—Yo pienso lo mismo —dijo.

—¿Vamos, pues? —dijo Carter.

Culloughs les miró.

—Muchachos os jugáis el tipo, pero si lo lográis tendréis un ascenso.

—De todas maneras, no podemos dejar que una mierda de negro arrase el país a sangre y fuego —dijo Carter.

Culloughs no contestó y miró su reloj.

—Son las cinco —dijo por fin—. Han telefoneado hace diez minutos. Tiene que pasar dentro de unos cinco minutos…, si pasa —añadió.

—Ha matado a dos chicas —dijo Carter.

—Y al empleado de una gasolinera —añadió Barrow.

Comprobó que el Colt colgaba de su cadera y se dirigió hacia la puerta.

—Hay otros detrás de él —dijo Culloughs—. Según las últimas noticias, seguían aguantando. El coche del Super también ha salido, y se espera otro coche más.

—Pues lo mejor es que nos vayamos ya —dijo Carter—. Sube detrás —le dijo a Barrow—. Cogeremos sólo una moto.

—No es reglamentario —protestó el sargento.

—Barrow es un buen tirador —dijo Carter—. Pero no puede disparar y conducir al mismo tiempo.

—¡Está bien, haced lo que queráis! —dijo Culloughs—. Yo me lavo las manos.

La Indian se puso en marcha al primer intento. Barrow se aferró a Carter, y la moto salió como una flecha. Barrow iba sentado al revés, con la espalda pegada a la de Carter, y atado a él con una correa.

—Afloja cuando hayamos salido de la ciudad —dijo Barrow.

—No es reglamentario —murmuró Culloughs, casi en el mismo momento, y miró melancólico la moto de Barrow.

Se encogió de hombros y volvió a entrar en el puesto. Volvió a salir casi al instante y vio desaparecer la cola de un gran Buick blanco que acababa de pasar con gran estruendo de motor. Y luego oyó las sirenas y vio pasar cuatro motos —así que había cuatro— y un coche que las seguía de cerca.

—¡Mierda de carretera! —gruñó, una vez más, Culloughs.

Esta vez se quedó fuera.

Oyó decrecer el aullido de las sirenas.

CAPÍTULO XXIII

Lee mordía el vacío. Su mano derecha se desplazaba nerviosa sobre el volante, mientras seguía pisando el acelerador a fondo. Tenía los ojos inyectados y el sudor fluía por su rostro. Sus cabellos rubios estaban pegados a causa de la transpiración y del polvo. Percibía apenas, aguzando el oído, el ruido de las sirenas a su espalda, pero la carretera era demasiado mala para que le dispararan. Vio una moto delante, y se desplazó hacia la izquierda para adelantarla, pero la moto mantuvo las distancias y de repente el parabrisas se astilló, y varios fragmentos de cristal pulverizado a pequeños cubos le fueron a dar en la cara. La moto parecía inmóvil con respecto al Buick, y Barrow apuntaba con tanta precisión como en el campo de tiro. Lee pudo ver los fogonazos del segundo y del tercer disparo, pero las balas erraron el blanco. Ahora intentaba ir zigzagueando de un lado a otro de la carretera para evitar los proyectiles, pero el parabrisas recibió un nuevo impacto, esta vez más cerca de su cabeza. Sentía la violenta corriente de aire que se infiltraba por el agujero perfectamente circular de uno de esos lingotes de cobre que escupen los 45.

Y luego tuvo la sensación de que el Buick aceleraba, porque se estaba acercando a la moto, pero entonces se dio cuenta de que ocurría lo contrario, Carter aflojaba. Su boca esbozó una vaga sonrisa, mientras que su pie se levantaba ligeramente del acelerador. No quedaban más que veinte metros entre los dos vehículos, quince, diez; Lee volvió a pisar a fondo. Vio la cara de Barrow, muy cerca, y se retorció de dolor al recibir el impacto de la bala que le atravesó el hombro derecho; adelantó a la moto apretando los dientes para no soltar el volante; una vez delante ya no tenía nada que temer.

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