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Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

Esnobs (28 page)

BOOK: Esnobs
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Aquel circo llevaba en marcha varias semanas cuando recibí una invitación para cenar en casa de una amiga actriz que acababa de dar vida a la madre de Simon en un
thriller
para televisión, y la acepté en nombre de los dos. Se me ocurrió que había muchas posibilidades de que los amantes estuvieran allí.

Adela se mostró muy fría cuando se lo dije.

—No voy a marcharme indignada de la habitación, ni a abalanzarme sobre ella para matarla, si es eso lo que te preocupa.

—No me preocupa nada. Solo te estoy diciendo que puede que estén invitados. Me parece conveniente que no tomemos posiciones públicamente.

—No tienes que preocuparte por eso —dijo sarcástica—. Sin embargo —añadió mientras se miraba en el espejo con una atención desacostumbrada y aplicándose el lápiz de labios concienzudamente—, no pienso darle un beso y desearle toda la felicidad del mundo.

Tal y como esperaba, Simon y Edith estaban en la lista de invitados. Edith me dijo más tarde que no había tenido ganas de ir, ya que salían todas las noches desde que saltó el escándalo, pero que Simon había insistido mucho. Sufría de ese delirio muy común entre actores de creer que es bueno «dejarse ver» en todas partes. La verdad es que lo bueno es tener trabajo. Que le vean a uno en las fiestas no tiene la menor importancia. Pero él se había hecho con una amante valiosa y probablemente quería sacarle un poco de rentabilidad. Sinceramente, y con la perspectiva que da el tiempo, sospecho que Simon lamentaba no haber conseguido lo mismo sin que ella hubiera abandonado a Charles. Pero, puesto que la ruptura era un hecho, quería sacarle algún provecho a la publicidad.

Simon Russell era uno de esos actores que, en sus comienzos, parecen inexorablemente destinados a un estrellato que los años se resisten a traer. En sus primeros momentos le habían dado un papel protagonista junto a una actriz muy famosa, pero el espectáculo fue un fiasco. Luego consiguió un buen papel en una producción de Hollywood que fue un fracaso de taquilla. Y poco a poco el foco fue alejándose de él y desplazándose hacia otros actores nuevos, más jóvenes y más rubios, de los que parecían no acabarse las existencias. Era bueno (o bastante bueno) y, como ya he dicho, muy guapo, sobre todo si le fotografiaban bien, y podía haber triunfado pero, en el momento en que ocurría nuestra historia, no podía perder el tiempo. Y entonces, sin haberlo esperado, su vida privada le ponía en el candelero. Edith le había convertido en noticia.

En cuanto a su mujer y sus hijos, sería un error decir que no se preocupaba por ellos. Lo hacía. Todo lo que podía. Ella, Deirdre, lo había hecho todo por él y a sus hijos los adoraba, pero supongo que su matrimonio se había vuelto un tanto aburrido y demasiado rutinario. Además, era evidente cuando se les veía juntos (lo que tuvimos oportunidad de hacer un par de veces durante los primeros días de rodaje en Broughton) que Deirdre ya no le veía como una figura romántica y había empezado a tratarle como a una especie de niño grande y terco. Él quería que le adoraran y lo que tenía era una persona que le decía que se comiera las verduras. Claro que yo no estaba muy seguro de cuánta adoración incondicional podía esperar de Edith. Ni por cuánto tiempo.

• • •

—Querida, por favor,
tenemos
que ir —de forma inconsciente, Simon había caído en la costumbre de hablar a Edith con un tono de súplica, una mezcla de ligón insistente y vendedor ambulante—. No quiero parecerte vulgar, pero tienes que comprender que yo trabajo para ganarme la vida. No soy Charles, que se pasea por la granja dando órdenes. Yo tengo que salir a buscar trabajo. Tengo que recordar a la gente que existo.

Ella se sentó delante del diminuto tocador de su dormitorio, frunciendo el ceño para concentrarse en su reflejo. La verdad es que le parecía bastante vulgar. Edith empezaba a odiar su popularidad negativa. Cada vez que una «amiga» le llamaba para contarle que un periodista más la había tomado con ella («He pensado que debía decírtelo, querida, antes de que lo leas por sorpresa», solían decirle), su ánimo se hundía un poco más. En cierto sentido deseaba la fama, pero una fama que le reportara estatus y
glamour
, no aquel horrible airear de trapos sucios. Incluso llegó a descubrir que sentía lástima de sus suegros al pensar en los criados cortando los periódicos antes de que los Uckfield los leyeran. Pobre Charles... ¿cómo lo estaría llevando, el pobrecito? Y esas horribles fiestas a las que Simon insistía en llevarla. ¿De verdad sería tan necesario hablar con aquellos horrendos especímenes de otro planeta? Había sido una Broughton demasiado tiempo para poder deshacerse de la idea (al menos con facilidad) de que los amigos de Simon eran una especie de broma, indicados para alegrar una fiesta, pero no para tratarlos todos los días.

—¿Por qué? —preguntó ella.

Él la observó mientras se maquillaba con cuidado y maestría. Sabía lo que estaba pensando, pero no le importaba demasiado. Si quería volver a su antiguo mundo en vez de pasar todo el tiempo en el de él, bueno, era problema suyo. De hecho, empezaba a sentir un incontrolable impulso de decirle lo que pensaba de algunos de sus amigos. Le había presentado a unos cuantos niños pijos, pero no era esa la contribución que esperaba de ella. Mientras Edith soñaba con acompañarle a través de una nube de periodistas a su remolque del plató de la Universal, él se veía vestido de
tweed,
con una escopeta al hombro, invitado a otra casa del estilo de la de los Broughton, donde flirtearía con otras grandes damas y sería agasajado por otras familias importantes. Todo aquello se lo aportaría su alianza con Edith. No alcanzaba a comprender, tal vez porque todavía ella tampoco lo sabía, que el gran mundo estaba preparándose para cerrarle las puertas a la querida Edith. A partir de entonces estaría condenada a la compañía de unas cuantas mujeres divorciadas de hijos menores de las grandes casas que se procuraban el sustento vendiendo joyas feas o escribiendo columnas de cotilleo en revistas gratuitas que nadie lee.

Dejó el rímel.

—¿Y quién es esa mujer que nos invita esta noche?

—Fiona Grey.

—No he oído su nombre en mi vida. ¿Nos han presentado?

—No, creo que no, pero la conoces. Era la chica en aquella película del timador. El que se caía del tren. La vimos la semana pasada en televisión. Michael Redgrave hacía de policía.

—Tampoco he oído hablar de él. —Simon hizo un gesto de sorpresa—. Debe de tener unos cien años.

—Tiene setenta más o menos.

En realidad, Simon estaba muy orgulloso de que miss Grey le hubiera invitado. Esa era la otra parte de su ambición esquizofrénica. Mientras una parte de él deseaba que Edith le introdujera en el mundo de los esnobs, el resto, casi en contradicción radical, deseaba que otros actores le tomaran en serio como actor. Y Fiona Grey era una de ellos. En su juventud había interpretado a Julieta con Gielgud y a lady Teazle con Olivier. En la actualidad, cuando trabajaba en televisión era todo un acontecimiento (una serie dirigida por Peter Hall o escrita por Melvyn Bragg), y en las autobiografías de las estrellas inglesas siempre se la mencionaba con cariño.

La gente del teatro tiene una marcada propensión a hablar de la falta de clasismo en su mundo, pero lo cierto es que existe un sistema de castas severamente estructurado dentro de la profesión. No es clasista en el sentido de que sus valores no son los mismos que en el mundo exterior. El linaje puede no significar nada, pero el éxito lo es todo. Y no solo el éxito, sino un tipo de éxito reconocible. Simon Russell era dolorosamente consciente de que, aunque hubiera probado una pequeña ración de fama, no había hecho, ni de cerca, un trabajo que sus compañeros de oficio pudieran considerar «estimable», y eso le hacía sufrir en secreto.

Cuando los actores dicen en las entrevistas de televisión que no les importa lo que digan los críticos mientras el público disfrute de su trabajo, mienten. A muy pocos actores les importa lo más mínimo la opinión del público en comparación con la de los críticos y la de sus colegas. Su objetivo final es ser valorado y respetado detrás del escenario. Si eso va acompañado de la adulación del público, de fama y dinero, tanto mejor. En el corazón de la profesión hay un grupo selecto que destaca por sus trabajos de una «corrección» indiscutible, grupo al que Simon siempre había querido pertenecer. Las estrellas y directores, los escritores y diseñadores que se cuentan en él ignoran a todos aquellos que no compartan su nivel de popularidad. Sus nombres pueden estar ligados a múltiples causas, su actitud en las entrevistas y (sobre todo) su forma de vestir pueden expresar un rechazo a la distinción, pero el hecho es que forman una élite cuya exclusividad rivaliza con la de la
noblesse d’épee
de la corte de Versalles. Simon se desvivía por pertenecer a ese círculo dorado que siempre tiene buenas críticas en el
Time Out
y nunca falta en la lista de los premios BAFTA
[11]
.

Sus sueños no eran realistas. Aquella noche en particular, por ejemplo, solo le habían invitado porque salía en los periódicos. A pesar de sus altisonantes principios, esos artistas comparten una característica con sus correligionarios de Hollywood: les encanta estar con famosos. Si almuerzan con políticos laboristas, les gusta que sean políticos laboristas de primera fila; si se manifiestan por alguna causa, prefieren hacerlo al lado de Ian McKellen o Anita Roddick, y no con cualquier universitario concienciado. Pero miss Grey había invitado a Simon sencillamente porque salía en los periódicos. Su talento no le interesaba nada.

• • •

La fiesta era en una casa de Hampstead. Edith tuvo la sensación de que habían tardado un año en llegar y, al menos desde la calle, no le pareció que mereciera la pena el esfuerzo. En el interior, hasta el último vestigio de los trabajadores, para quienes se había concebido en la década de 1890, había sido barrido por un mar de suelos de tarima deslumbrantes y luces indirectas. En el espacioso salón al que se abría el vestíbulo había grupos que discutían con pasión, pero el ruido más ensordecedor llegaba, inevitablemente, de la cocina que se encontraba abajo. Adela y yo estábamos junto al fogón, rodeados de cuencos con aperitivos y pasta entremezclados con extrañas criaturas de las profundidades cuando llegaron. Adela me dio un golpe con el codo sin dejar de charlar animadamente con un diseñador en paro que no nos podíamos quitar de encima.

Nuestra anfitriona se acercó a Simon y le besó, mirando luego a Edith con atención.

—Lo primero es serviros una copa, y luego me vais a permitir que os presente. ¿Conocéis a David Samson? —preguntó, señalando a una famosa estrella de la comedia que se había plantado a su lado nada más aparecer la pareja. Edith sonrió y le dio la mano, que encontró inesperadamente elevada hasta los rancios labios del comediante.

—Lady Broughton —su tono meloso y familiar jugó con el nombre, paladeando su sabor. Lo dijo con un volumen suficiente para que los que le rodeaban volvieran la cabeza con curiosidad y relacionaran a Simon y Edith con las historias que habían leído u oído vagamente. Un murmullo de reconocimiento recorrió la estancia. Edith recibió con frialdad la adulación de Samson, murmurando, según creo recordar, un «Edith, por favor». Samson no se dio por vencido y, tomándola por el brazo, se dispuso a pasearla por la habitación. Se volvió a un curioso grupo cercano y dijo en voz alta:

—¿Conocéis a la condesa
de
Broughton?

No hace falta decir que Edith estaba horrorizada.

La habría rescatado enseguida, pero Adela me lo impidió, y me pregunto si no sentiría un placer maligno al ver a Edith exhibida como una cautiva de una victoria romana. Adela no había puesto en peligro su situación en su mundo anterior al aventurarse en aquel nuevo territorio y le resultaba difícil no sentir un estremecimiento de triunfo. Simon vino hacia nosotros con una sonrisa radiante. A algunas personas les horroriza la idea de convertirse en noticia, pero hay otras, por el contrario, que no pueden vivir sin ello. Simon jugaba en este último equipo. Se encontraba en su elemento sintiendo las miradas de todos los curiosos clavadas en él. Nos retiramos juntos dejando que Adela se congraciase en mi beneficio con un director de reparto bastante triste.

—¿Qué tal te va? —le pregunté.

—Bien —contestó Simon—. De maravilla.

—¿Y ahora qué?

—¿A qué te refieres?

—Pues a divorcio, boda, declaraciones a la prensa.

Simon levantó manos y cejas.

—¡Buf! —exclamó con una carcajada divertida—. Hablas como mi madre.

Es fácil olvidar que incluso la gente como Simon tiene madre. Una sencilla viuda de un funcionario que espera en un piso de Leatherhead sin entender lo que está pasando. Su comentario me enfureció muchísimo.

—¿Te das cuentas de que esto es muy serio? ¿Te das cuenta de que hay un montón de gente que sufre con todo lo que está pasando?

Me acarició la mejilla.

—Qué se le va a hacer.

Naturalmente, Adela disfrutó como una loca de toda la velada. Tanto como la detestó Edith, llevada en procesión de una habitación a otra como una vaca sagrada. Adela la veía esforzarse por mantener una conversación intrascendente con aquella gente terriblemente vulgar, la misma de la que había intentado escapar para siempre desde sus veinte años. Lo gracioso de todo aquello era que por mucho que odiara el mundo del Intercambio de Nombres, Edith se había acostumbrado a la confortable protección de su limitado círculo. De repente se encontraba de nuevo en campo abierto, donde al parecer nadie conocía a nadie que ella conociera y estaba experimentando algo parecido al pánico. ¿De qué se podía hablar con alguien con quien no se tenía ni intereses ni conocidos comunes? Después del tiempo que había pasado en Broughton se le había olvidado.

—Bueno, espero que lo esté pasando bien.

Adela se arrebujó en el abrigo cuando emprendimos la larga marcha hacia el sur.

—¿Ah, sí?

—¡Por favor! ¿Pero qué ha hecho? ¡Y abandonar sin tan siquiera tener un hijo! Cuando se le cierren las puertas, será para siempre.

Todavía me quedaba capacidad para sorprenderme ante la forma en que mi mujer hacía compatibles su exagerada sofisticación con una gran bondad, que me constaba que era auténtica.

—¿No es mejor que no haya niños?

—¿Mejor para quién? Mejor para Charles y Googie, no para ella. Dar al mundo un heredero es el único segundo acto posible para una primera esposa. Piensa en el triunfo de Consuelo Vanderbilt cuando regresó a su odiado Blenheim como madre de un nuevo duque. Edith no tendrá nada de todo eso —suspiró angustiada—. ¡Y de él ni hablemos!

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