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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Espacio revelación (26 page)

BOOK: Espacio revelación
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Durante el transcurso de las semanas, Khouri había considerado y descartado diversas teorías, sin encontrar ninguna que le pareciera plausible. Lo que la inquietaba no era la naturaleza militar de la nave pues, al fin y al cabo, había nacido para la guerra. La guerra era su entorno natural y, aunque estaba preparada para considerar la posibilidad de que había otros estados existenciales más benignos, no había nada en la guerra que le resultara extraño. De todos modos, tenía que reconocer que los tipos de guerra que había conocido en Borde del Firmamento no eran comparables a los escenarios en los que podían utilizarse las armas-caché. Aunque Borde del Firmamento había permanecido unido a la red de comercio interestelar, el nivel tecnológico medio de los combatientes en las batallas de la superficie había estado siglos por detrás del de los Ultras que en ocasiones se acercaban a la órbita. Para ganar una campaña bastaba con conseguir un objeto del arsenal de los Ultras, unos objetos que siempre habían escaseado y que, en ocasiones, eran demasiado valiosos para utilizarlos. En la historia de la colonia sólo se habían desplegado armas nucleares en contadas ocasiones, y nunca durante la vida de Khouri. Había visto algunas cosas terribles, cosas que todavía la obsesionaban, pero nunca había visto nada que pudiera provocar un genocidio instantáneo… y las armas-caché de Volyova eran capaces de eso y de mucho más.

Y puede que hubieran sido utilizadas en un par de ocasiones. La propia Volyova se lo había dicho. Había muchos sistemas escasamente poblados, conectados de forma laxa a las redes comerciales, donde era completamente posible exterminar a un enemigo sin que nadie lo descubriera jamás. Y algunos de esos enemigos podían ser tan amorales como la tripulación de Sajaki, tener un pasado repleto de actos de atrocidad fortuita. Por lo tanto, era muy probable que hubieran probado algunas armas-caché; Khouri sospechaba que sólo había sido un medio para llegar a un fin, que lo habían hecho como una forma de defenderse o para atacar a unos enemigos que poseían los recursos que ellos necesitaban. Nunca habían utilizado las armas-caché más potentes. ¿Qué pensaban hacer con ellas? ¿Cómo iban a descargar el poder destructor que poseían? Puede que ni siquiera Sajaki lo supiera. Y también era posible que Sajaki no fuera la persona que tuviera que tomar esa decisión. Quizá, de alguna forma, Sajaki seguía sirviendo al Capitán Brannigan.

Fuera quien fuera el misterioso Brannigan.

—Bienvenida a la artillería —dijo Volyova.

Habían llegado a un lugar situado aproximadamente a la mitad de la nave. Volyova había abierto una trampilla del techo, había desplegado una escalera telescópica y le había indicado que trepara por sus afilados peldaños.

Ahora, su cabeza se encontraba en el interior de una gran sala esférica repleta de maquinaria curvada y articulada. En el centro de la aureola de color azul plateado se alzaba un asiento negro rectilíneo encapotado, repleto de engranajes y de un embrollo aparentemente aleatorio de cables. Una serie de elegantes ejes giroscópicos sujetaban el asiento, permitiendo que su movimiento fuera independiente al de la nave. Los cables pasaban por unos conductos deslizantes que transmitían energía a los cascos concéntricos antes de que la masa final, del grosor de un muslo, se sumergiera en la pared esférica de la sala. La habitación apestaba a ozono.

En la artillería no había nada que pareciera tener menos de unos siglos de antigüedad y varios objetos parecían ser mucho más viejos. Sin embargo, todo estaba muy bien cuidado.

—Esta es la razón de que yo esté aquí, ¿verdad? —Tras abrirse paso por la trampilla, Khouri apareció en el centro de la sala y serpenteó entre los esqueléticos caparazones curvados hasta que llegó al asiento. A pesar de su enorme tamaño, parecía atraerla hacia él, prometiéndole comodidad y seguridad. Incapaz de resistirse, permitió que su voluminosa masa negra la encerrara suavemente con un zumbido de servomecanismos enterrados.

—¿Qué se siente?

—Es como si ya hubiera estado antes en este lugar —respondió ella, maravillada. Su voz sonaba distorsionada debido al casco negro tachonado que el asiento había deslizado sobre su cabeza.

—Y es cierto —dijo Volyova—. Estuviste aquí antes de que recobraras la conciencia. Además, el implante de artillería que hay en tu cabeza reconoce todo esto. Parte de la sensación de familiaridad que tienes se debe a eso.

Volyova no se equivocaba. Khouri tenía la impresión de que aquella silla era un mueble familiar con el que había crecido, del que conocía cada arruga y cada arañazo. Ya se sentía sumamente relajada y calmada, y la necesidad de hacer algo, de utilizar el poder que el asiento le confería, aumentaba a cada segundo que pasaba.

—¿Puedo controlar las armas-caché desde aquí?

—Ésa es la intención —respondió Volyova—. Y no sólo las caché. También dirigirás los sistemas armamentísticos principales del
Infinito
, con la misma facilidad que si fueran extensiones de tu anatomía. Cuando estés completamente incorporada a la artillería tendrás la sensación de que tu cuerpo se ha expandido hasta incluir al conjunto de la nave.

Khouri ya había empezado a sentir algo similar: tenía la impresión de que su cuerpo se estaba fundiendo con el asiento. Por muy tentador que fuera, no deseaba que aquello continuara. Con un esfuerzo consciente intentó levantarse. Los paneles que la rodeaban la liberaron, deslizándose con un ronroneo.

—No estoy segura de que esto me guste —dijo la Mademoiselle.

Siete

Rumbo a Delta Pavonis, 2546

Sin poder olvidar por completo que se encontraba a bordo de una nave (debido al patrón ligeramente irregular de la gravedad inducida, provocado por unos minúsculos desequilibrios en el chorro de propulsión que, a su vez, reflejaban misteriosos caprichos cuánticos en las entrañas de las transmisiones Combinadas), Volyova accedió al frondoso retiro del claro. Al llegar a lo alto de la rústica escalinata que descendía hacia la hierba, vaciló. Si Sajaki era consciente de su presencia, había preferido no demostrarlo, pues permanecía arrodillado, inmóvil, junto al nudoso tronco que marcaba su lugar de reunión informal. De todos modos, era evidente que la había percibido. Volyova sabía que el Triunviro había visitado a los Malabaristas de Formas en el mundo acuático del Mar Invernal, acompañado por el Capitán Brannigan, cuándo éste aún era capaz de abandonar la nave. Ignoraba cuál había sido el propósito de aquel viaje (para cualquiera de ellos), pero se decía que los Malabaristas de Formas habían manipulado su neocórtex, imprimiendo en él patrones neuronales que configuraban un nivel inusual de conciencia espacial: la habilidad de pensar en cuatro o cinco dimensiones. Había sido una de las transformaciones más extrañas realizadas por los Malabaristas, puesto que persistía.

Volyova descendió lentamente las escaleras, permitiendo que el último escalón crujiera bajo el peso de sus pies. Sajaki se giró para mirarla, sin el menor asomo de sorpresa en su rostro.

—¿Alguna novedad? —preguntó, leyendo su expresión.

—Afecta al
stavlennik
—respondió ella, pasando momentánea e inconscientemente al rusiano—. Es decir, a la protegida.

—Hablame de ello —dijo Sajaki, ausente. Vestía un quimono de color gris ceniza, aunque la humedad de la hierba había oscurecido sus rodillas, proporcionándoles un color negro aceituna. Su
shakuhachi
de Komuso descansaba sobre la suave superficie del tronco. Volyova y él eran los únicos miembros de la tripulación que no habían entrado aún en sueño frigorífico. Se encontraban a dos meses de viaje de Yellowstone.

—Ya es uno de los nuestros —anunció Volyova, arrodillándose ante él—. Su adoctrinamiento se ha completado.

—Me alegra saberlo.

Un guacamayo gritó desde algún lugar del claro, antes de abandonar su percha en una confusión de colores primarios discordantes.

—Podemos presentarle al Capitán Brannigan.

—No en el momento presente —respondió Sajaki, alisando una arruga de su quimono—. ¿O acaso tienes dudas?

—¿Respecto al Capitán? —soltó una risita nerviosa—. En absoluto.

—Entonces es algo más profundo.

—¿Qué?

—Lo que tienes en la mente, Ilia. Vamos. Escúpelo.

—Se trata de Khouri. No quiero arriesgarme a que sufra el mismo tipo de episodios psicóticos que Nagorny. —Se interrumpió expectante, deseando que Sajaki dijera algo, pero sólo le respondió el sonido de la cascada y la ausencia total de expresión en el rostro de su interlocutor—. Lo que quiero decir es que, en este nivel, ya no estoy segura de que sea una candidata apropiada —añadió, casi tartamudeando por la incertidumbre.

—¿En este nivel? —Sajaki repitió estas palabras tan despacio que Volyova pudo leerlas en sus labios.

—Lo que quiero decir es que, después de lo de Nagorny, no sé si debería ocuparse de la artillería. Es demasiado peligroso, y considero que Khouri es demasiado valiosa para que nos arriesguemos a perderla. —Se interrumpió para tragar saliva y llenar de aire sus pulmones, preparándose para decir lo más difícil—: Creo que necesitamos otro recluta… alguien con menos talento. Con un recluta intermedio podría eliminar las últimas arrugas antes de seguir adelante con Khouri como candidata principal.

Sajaki cogió su
shakuhachi
y sopló a conciencia. En el extremo del palo de bambú había un borde irregular, quizá por haber golpeado con él a Khouri. Lo frotó con el pulgar, intentando devolverle su forma.

Cuando habló, lo hizo con una calma tan total que fue peor que cualquier muestra de cólera.

—¿Estás sugiriendo que busquemos un nuevo recluta?

Lo dijo de modo que pareciera que su propuesta era la idea más absurda y descabellada que había oído en su vida.

—Sólo de forma temporal —respondió Volyova, consciente de que estaba hablando demasiado rápido, odiándose a sí misma por ello y despreciando el repentino respeto que sentía por aquel hombre—. Sólo hasta que todo se estabilice. Entonces, podremos usar a Khouri.

Sajaki asintió.

—Bueno, me parece sensato. Sólo Dios sabe por qué no lo pensamos antes, pero supongo que teníamos otras cosas en la cabeza. Dejó a un lado el
shakuhachi
, aunque no alejó demasiado la mano de su mango hueco—. Pero bueno, ya no tiene solución. Lo que tenemos que hacer ahora es encontrar un nuevo recluta. No debería ser difícil, ¿verdad? Si no recuerdo mal, no nos costó demasiado encontrar a Khouri. Sin embargo, llevamos dos meses en el espacio interestelar y nuestra próxima escala será una base virtualmente desconocida. De todos modos, supongo que será sencillo encontrar otro candidato. Es más, estoy seguro de que tendremos que descartarlos de diez en diez.

—Sé razonable —dijo ella.

—¿En qué sentido no lo estoy siendo, Triunviro?

A pesar de lo terriblemente asustada que había estado hacía tan sólo unos instantes, ahora estaba muy enfadada.

—Has cambiado, Yuuji-san. No has vuelto a ser el mismo desde que…

—¿Desde qué?

—Desde que el Capitán y tú visitasteis a los Malabaristas. ¿Qué ocurrió, Yuuji? ¿Qué hicieron los alienígenas en tu cabeza?

La miró de un modo muy extraño, como si fuera una pregunta perfectamente válida que jamás se hubiera hecho a sí mismo. Pero sólo fue un ardid. Sajaki movió tan rápido el shakuhachi que lo único que Volyova pudo ver fue un trazo confuso del color de la teca. El golpe fue relativamente suave (Sajaki debió de detenerse en el último instante) pero hizo que se desplomara sobre la hierba. Lo que la abrumó no fue el dolor ni la sorpresa de haber sido atacada por Sajaki, sino la punzante y fría humedad de la hierba que acariciaba sus fosas nasales.

El Triunviro rodeó despreocupadamente el tronco.

—Siempre haces demasiadas preguntas —dijo, sacando algo de su quimono que podría haber sido una jeringuilla.

Istmo de Nekhebet, Resurgam, 2566

Sylveste rebuscó ansioso en su bolsillo, intentando encontrar el frasco que tenía la certeza de haber perdido.

Lo tocó. Era un pequeño milagro.

Más abajo, los dignatarios estaban entrando en la ciudad amarantina, avanzando lentamente hacia el templo que se alzaba en el centro. Podía oír con absoluta claridad fragmentos sueltos de sus conversaciones, pero no los suficientes para seguirlas. Se encontraba a cientos de metros sobre ellos, en la balaustrada que los humanos habían instalado en la pared negra del huevo que rodeaba la ciudad.

Era el día de su boda.

Había visto el templo en diversas ocasiones, en las simulaciones, pero había transcurrido tanto tiempo desde la última vez que lo había visitado en persona que había olvidado lo sobrecogedor que resultaba su tamaño. Éste era uno de los extraños y persistentes defectos de las simulaciones: independientemente de lo precisas que fueran, el espectador era consciente en todo momento de que no eran reales. Sylveste había estado de pie bajo la cúspide del templo amarantino, contemplando el punto de intersección de sus angulosos arcos de piedra, situado a cientos de metros sobre su cabeza, pero no había sentido vértigo ni había temido que la antigua estructura escogiera aquel momento para desplomarse sobre él. Pero ahora, visitando en persona la ciudad enterrada por segunda vez en su vida, era consciente de lo minúsculo que era él en comparación. El huevo en el que estaba encajonada la ciudad era incómodamente grande, pero también era el producto de una tecnología reconociblemente madura… a pesar de que los Inundacionistas preferían ignorar este hecho. Por otra parte, la ciudad que descansaba en su interior parecía el producto de la imaginación de un fantaseador del siglo xv, sobre todo por la fabulosa criatura alada que descansaba en lo alto del capitel.

Cuanto más lo miraba, más le parecía que todo aquello había sido creado para celebrar el regreso de los Desterrados.

Aunque sabía que eso no tenía ningún sentido, al menos pudo olvidarse por unos instantes de la ceremonia que pronto tendría lugar.

Cuanto más miraba, más consciente era de que, a pesar de su primera impresión, la criatura alada era en realidad un amarantino o, para ser más preciso, una especie de híbrido entre amarantino y ángel, esculpido por un artista que tenía un profundo conocimiento científico sobre qué podía significar el hecho de poseer alas. La estatua, vista sin el dispositivo de zoom de sus ojos, era sorprendentemente cruciforme. Al aumentar la imagen, la forma cruciforme se convirtió en un amarantino de gloriosas alas extendidas, que brillaban en diferentes colores metalizados, pues cada una de sus pequeñas plumas emitía un centelleo ligeramente distinto. Al igual que la representación humana del ángel, las alas no reemplazaban los brazos de la criatura, sino que eran un tercer par de extremidades por derecho propio.

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