Espartaco (20 page)

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Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

BOOK: Espartaco
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III

Baciato, el
lanista
, tuvo un final indigno y violento al ser asesinado por su propio esclavo, y tal vez hubiera podido evitarlo, y haber evitado asimismo otros lamentables acontecimientos si, una vez abortada la exhibición de las dos parejas organizada para Braco, hubiera ordenado ejecutar a los dos gladiadores sobrevivientes. Si tal hubiera hecho habría estado por entero en su derecho, ya que era costumbre aceptada el dar muerte a los gladiadores que dieran muestras de rebeldía. Pero es discutible afirmar que la historia hubiera cambiado mucho en caso de perecer Espartaco. Las fuerzas que lo impulsaron simplemente habrían ejercido su influencia sobre otro. Del mismo modo que el sueño de Helena, la doncella del dormir culpable de Villa Salaria, ocurrido tanto tiempo después, no se refería específicamente a él, sino al esclavo que esgrime la espada, de modo que sus sueños eran menos una posesión singular que el recuerdo sangriento y las esperanzas compartidas por tantos de los de su profesión, los gladiadores, los hombres de la espada. Esto responderá al interrogante de aquellos que no alcanzan a comprender cómo pudo gestarse el levantamiento de Espartaco. No fue concebido ni organizado por uno, sino por muchos.

Varinia, la muchacha germana, esposa de Espartaco, estaba sentada a su lado mientras él dormía, incapaz de dormir a consecuencia de sus ronquidos y de su frenético hablar en sueños. Hablaba de muchos hechos importantes. En un momento dado era aún niño y en otro se hallaba en las minas de oro, y a continuación se encontraba en la arena del circo. Ahora la
sica
había seccionado su carne y gemía de dolor.

Al ocurrir esto último, ella lo despertó, porque la pesadilla que él había estado reviviendo en sus sueños no podía ella soportarla por más tiempo. Lo despertó y lo acarició tiernamente, ya pasándole la mano por la frente, ya besándole su sudorosa piel. Varinia, cuando era una niña, había observado qué ocurría a los hombres y a las mujeres de su tribu cuando se amaban mutuamente. Se le llamaba el triunfo sobre el temor; hasta los demonios y los espíritus de los grandes bosques en que vivían los suyos sabían que aquellos que amaban eran invulnerables al temor, lo que podía verse en los ojos de los que amaban y en la manera como caminaban y en el modo en que entrelazaban sus dedos. Pero después que ella hubiera sido hecha prisionera, había olvidado esos recuerdos y el instinto primordial de su existencia se había transformado en odio.

Ahora todo su ser, la vida que la animaba en su interior, su ser y su existir, su vivir y su funcionar, el torrente de su sangre y el latir de su corazón estaban fundidos en el amor hacia aquel esclavo tracio. Comprobaba ahora que las experiencias de los hombres y las mujeres de su tribu eran muy ciertas y muy antiguas y muy sabias. Ya no temía a nada en el mundo. Creía en la magia y la magia de su amor era real y demostrable. Al mismo tiempo comprendía que era fácil amar a un hombre como el suyo. Él era uno de esos raros ejemplares humanos tallados de una sola pieza. Lo primero que se veía en Espartaco era su integridad. Era singular. Estaba satisfecho, no de lo que era, sino de lo que significaba como ser humano. Aun en aquella madriguera de hombres terribles, desesperados y condenados, en la escuela del crimen de asesinos condenados, de desertores del ejército, de almas perdidas y de mineros a los que las minas no habían podido destruir, a Espartaco se le quería y se le respetaba. Pero el amor de ella era otra cosa. Todo en él constituía lo que era la esencia de la masculinidad para las mujeres. Ella había llegado a creer que en sus entrañas había muerto para siempre el deseo, pero le bastaba tocarlo a él para desearlo. Todo en él coincidía con la imagen ideal de cómo debería ser un hombre, si ella hubiera sido la elegida para esculpirlo y darle forma. Su nariz quebrada, sus grandes ojos marrones y su gruesa y gesticulante boca conformaban un rostro totalmente diferente del de los hombres que ella había conocido en su infancia; sin embargo, no podía concebir tener un hombre o amar a un hombre que no fuera igual a Espartaco.

Por qué él era de esa manera, ella lo ignoraba. Durante bastante tiempo ella había formado parte de la vida culta y gentil de la aristocracia romana como para conocer a sus hombres, pero no comprendía cómo un esclavo podía llegar a ser como Espartaco. Sus manos lo tranquilizaron, mientras le preguntaba:

—¿Qué estabas soñando?

Él movió la cabeza.

—Quédate apretado a mí y no volverás a soñar. La tuvo apretada contra él y le cuchicheó:

—¿Alguna vez has pensado que pudiéramos no estar juntos?

—Sí.

—¿Y qué harías en ese caso, querida mía? —le preguntó Espartaco.

—En ese caso, moriría —fue su respuesta sencilla y directa.

—Quiero hablarte de eso —dijo él, ya totalmente despierto y recuperada su calma.

—¿Por qué hemos de pensar y hablar de eso?

—Porque si me amaras lo suficiente, no querrías morir si yo muriera o me alejaran de ti.

—¿Eso es lo que piensas?

—Sí.

—¿Y si yo muriera, tú no desearías morir?

—Yo desearía vivir.

—¿Por qué?

—Porque no hay nada sin la vida.

—No hay vida sin ti —dijo ella.

—Varinia, quiero que me hagas una promesa y que la cumplas.

—Si hago una promesa, la cumpliré. De otro modo, no la haré.

—Quiero que me prometas que nunca te quitarás tú misma la vida —dijo Espartaco.

Ella permaneció en silencio unos instantes.

—¿Me lo prometes?

Finalmente, ella respondió:

—Está bien, lo prometo.

Luego, poco después, él dormía profunda y plácidamente mientras ella lo rodeaba con sus brazos.

IV

El redoble matutino del tambor los llamó a los ejercicios. Antes del desayuno había cuarenta minutos de ejercicios en el cercado. Al despertar, cada hombre recibía un vaso de agua fresca. Se abrían las puertas de las celdas. Si tenían mujeres, a éstas se les permitía que limpiaran las celdas antes de ir al trabajo como integrantes de la servidumbre de la escuela. No se desperdiciaba nada en la institución de Léntulo Baciato. Las mujeres de los gladiadores fregaban y lavaban y cocinaban y cuidaban los jardines de la cocina y trabajaban en los baños y cuidaban las cabras, y para esas mujeres Baciato era un patrón más severo que cualquier terrateniente, pronto para usar del látigo y hacerlo con frecuencia contra ellas, a las que alimentaba con un vulgar puré. Pero por Espartaco y Varinia sentía un curioso temor, si bien difícilmente podría haber expresado qué era lo que había en ellos de temible y por qué lo temía.

En aquella mañana de especial recuerdo, había, sin embargo, una nota de impaciencia y de odio en la escuela, en el redoble de los tambores al amanecer, en la forma en que los entrenadores dirigían a los hombres desde sus celdas hacia el encercado, hasta hacerlos poner en fila de frente a la verja de hierro donde el negro africano había sido crucificado después de haber sido muerto; y las mujeres fueron llevadas a latigazos a sus labores, con similar odio y crispación.

No hubo miramiento alguno hacia Varinia aquella mañana, ni el látigo fue menos severo con ella que con las demás mujeres. Más aún, el capataz la apartó de las demás en medio de comentarios muy concretos acerca de la ramera del gran luchador. Y el látigo fue más pródigo con ella que con las otras. Trabajó en la cocina, adonde había sido llevada.

El odio de Baciato impregnaba el lugar, una ira profunda y temblorosa que surgió de una de las cosas que más podían hacer montar en cólera al
lanista
: una pérdida financiera. Braco había retirado la mitad del precio convenido y, si bien iba a haber una demanda judicial con todos sus derivados, Baciato sabía qué posibilidades de salir airoso tenía en un pleito ante un tribunal romano contra una prominente familia de Roma. Los resultados de su ira se manifestaban en todos los rincones del lugar. En la cocina, el cocinero maldecía a las mujeres y las golpeaba mientras realizaban su labor, usando para ello su largo bastón de madera, símbolo de autoridad. Los entrenadores, fustigados por su patrón, fustigaban a los gladiadores, y el cadáver del negro fue llevado dentro del cercado para ser expuesto a la vista de los gladiadores mientras éstos se preparaban para sus ejercicios matutinos. Espartaco ocupó su lugar, con Gannico a un lado y un galo llamado Crixo en el otro. Formaban en dos líneas frente al bloque de celdas, y los entrenadores que los enfrentaban aquella mañana estaban poderosamente armados, especialmente armados con puñales y espadas. Las puertas del cercado fueron abiertas y ante ellas se pusieron firmes cuatro pelotones de tropas regulares, es decir, cuarenta hombres, y de sus puños colgaban a su lado poderosos dardos de madera. El sol de la mañana inundó la arena amarilla y acarició a los hombres con su calor, pero en Espartaco no había calor y cuando el germano Gannico le preguntó por lo bajo si sabía qué significaba todo aquello, movió silenciosamente la cabeza.

—¿Peleaste? —preguntó el galo.

—No.

—Pero él no mató a ninguno de ellos, y si un hombre tiene que morir, bien puede morir de mejor forma.

—¿Tendrás tú una muerte mejor que ésa? —preguntó Espartaco.

—Moriré como un perro, como morirás tú —dijo Crixo, el galo—. Moriré en la arena con las entrañas abiertas, y tú morirás de la misma manera.

Fue entonces cuando Espartaco comenzó a comprender lo que debía hacer; o mejor sería decir que su comprensión, tanto tiempo contenida en él, comenzó a consolidarse en una realidad. La realidad apenas comenzaba; la realidad nunca llegaría a ser más que un comienzo en él, el fin o algo que no terminaría de adentrarse en el inexistente futuro; pero la realidad estaba vinculada con todo cuanto le había ocurrido a él y a los hombres en torno a él y con todo cuanto iba a acontecer en ese momento. Clavó la vista en el enorme cadáver del africano, azotado por el sol, la piel y la carne desgarradas allí donde habían penetrado los pilos; la sangre coagulada y seca, la cabeza colgando entre los amplios hombros.

«¡Qué desprecio por la vida tienen estos romanos! —pensó Espartaco—. ¡Con qué facilidad matan, y qué enorme placer encuentran en la muerte! Y por qué no —se dijo— cuando todo el proceso de su vivir está cimentado en la sangre y los huesos de los de su propia especie.»

La crucifixión tenía para ellos una especial fascinación. Provenía de Cartago, donde los cartagineses la habían adoptado como la única muerte adecuada para un esclavo; pero allí donde alcanzaba el brazo de Roma, la crucifixión se convertía en pasión.

Baciato entró en el cercado y Espartaco, moviendo apenas sus labios, preguntó al galo, que estaba al lado suyo:

—¿Y cómo morirás tú?

—De la misma forma en que lo hagas tú, tracio.

—Era mi amigo —dijo Espartaco refiriéndose al africano— y me quería.

—Ésa es tu maldición.

Baciato ocupó su lugar ante la larga fila de gladiadores y los soldados se reunieron detrás de él.

—Os doy de comer —dijo el
lanista—
, os doy de comer lo mejor: asados, pollos y pescado fresco. Os doy de comer hasta que se os hincha el estómago. Os hago bañar y ordeno que se os hagan masajes. Os he sacado de las minas y de las cárceles y aquí vivís como reyes en la ociosidad y la despreocupación. No había nada más bajo que lo que erais antes de que llegarais aquí, pero ahora vivís cómodamente y coméis lo mejor.

—¿Eres amigo mío? —preguntó muy bajo Espartaco, y el galo respondió, casi sin mover los labios:

—Gladiador, no hagas amistad con gladiadores.

—Te llamo mi amigo —dijo Espartaco.

Baciato prosiguió entonces:

—En el negro corazón de ese perro negro no había ni gratitud ni comprensión. ¿Cuántos de entre vosotros sois como él?

Los gladiadores permanecieron en silencio.

—¡Traedme a un negro! —ordenó Baciato a los entrenadores.

Y éstos se dirigieron al lugar donde estaban los africanos y arrastraron a uno al centro del recinto. Había sido preparado de antemano. Los tambores comenzaron a redoblar y dos soldados se separaron del resto y levantaron sus pesadas lanzas de madera. Los tambores siguieron redoblando. El negro se resistía denodadamente y los soldados le atravesaron el pecho con sus lanzas, una tras otra. Quedó tendido de espaldas sobre la arena, las dos lanzas formando un curioso ángulo. Baciato se volvió hacia el oficial que estaba a su lado y dijo:

—Ahora ya no habrá más inconvenientes. El perro no se atreverá ni a gruñir.

—Te llamo mi amigo —dijo Gannico a Espartaco, y el galo que estaba al otro lado de él no dijo nada, limitándose a respirar pesada y roncamente. Y comenzaron los ejercicios de la mañana.

V

Poco tiempo después Baciato declaró ante una comisión investigadora del Senado, de manera bastante sincera, que no solamente ignoraba que se estaba tramando un levantamiento, sino que ni siquiera creía posible que tal cosa pudiera ocurrir. En apoyo de su afirmación señaló que siempre había entre los gladiadores por lo menos dos espías a sueldo, bajo promesa de perdonarles la vida. A intervalos, esos dos eran emparejados para que lucharan para cubrir las apariencias. Uno era puesto en libertad y el otro regresaba con leves signos del combate, y entonces se procedía a reclutar a un nuevo delator para formar la pareja. Baciato insistía en que el complot no podía haberse gestado sin su conocimiento.

Así había sido siempre y pese a que a menudo se habían producido levantamientos de esclavos, no había modo de localizarlos, de fijarlos, de encontrar sus raíces que, incuestionablemente, al igual que las raíces de las fresas, eran continuas e invisibles, siendo sólo visibles las plantas en flor. Se tratara de una rebelión en Sicilia en gran escala o de un abortado intento en una finca rústica, que terminaban en la crucifixión de unos centenares de desdichados, las tentativas del Senado de desarraigarlas siempre fracasaban. Y sin embargo era necesario arrancar las raices. Los hombres habían creado allí un esplendor de vida y lujo y abundancia nunca antes visto en la tierra—las guerras entre naciones habían terminado en la Paz Romana; el aislamiento de las naciones había terminado con la construcción de los caminos romanos; y en el poderoso centro urbano del mundo, no había ciudadano que careciera de alimento y placer. Y era como debía ser, como todos y cada uno de los dioses había planeado que fuera mas con el florecer del organismo había sobrevenido aquella enfermedad que no podía ser desarraigada.

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