Espartaco (35 page)

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Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

BOOK: Espartaco
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Aquél fue el último en morir; era un resumen de todos los otros. Su mente estaba formada por la suma de la vida humana, pero con tal sufrimiento el hombre no piensa, y los recuerdos son como pesadillas, ya que no habrían tenido sentido, salvo el de ser reflejo del dolor. Pero de sus recuerdos puede hacerse un relato y esos recuerdos pueden ser refundidos para obtener una pauta, un modelo, un patrón que no sería muy diferente del que se obtuviera de los otros.

En su vida hubo cuatro épocas. La primera fue una época de ausencia de conocimiento. La segunda fue una época de conocimiento y estuvo plena de odio y él se convirtió en un ser que odiaba. La tercera fue una época de esperanza, y el odio desapareció, y él disfrutó de un gran amor y de la amistad de sus compañeros. La cuarta época fue una época de desesperación.

En la época de ausencia de conocimiento era tan sólo un niño y en torno a él únicamente había felicidad y una permanente radiación de luz. Cuando, colgado en la cruz, su mente buscaba el frescor y trataba de escapar del sufrimiento, encontraba aquel bendito frescor recordando su infancia. Las verdes montañas de su infancia eran frescas y hermosas. Las corrientes de la montaña brincaban y centelleaban, y las cabras negras pastaban en las laderas de los montes. Manos cuidadosas construían terraplenes en las colinas y la cebada adquiría el aspecto de perlas y las uvas parecían rubíes y amatistas. Jugaba en las laderas, chapoteaba en los arroyuelos, y nadaba en el grande y hermoso lago de Galilea. Corría cual un animalito, libre, alocado, pleno de salud, y sus hermanos y sus hermanas y sus amigos formaban una sociedad en la que se sentía libre y seguro y en la que era feliz.

Ya en ese tiempo había oído hablar de Dios, y durante su infancia tenía una imagen clara, certera y bien delineada de Dios. Como procedía de gente de las montañas, esa gente había colocado a su Dios en la cima de un monte en que ningún hombre podía vivir. Estaba en la más alta de las montañas, y allí donde nadie había podido llegar, allí vivía Dios. Sentado allí, solo, estaba Dios. Había solamente un Dios y no más. Dios era un anciano que nunca envejecía y su barba caía sobre su pecho y sus blancas vestiduras ondeaban cual las blancas nubes que de pronto surcan el cielo. Era un Dios justo y en ocasiones misericordioso, pero era un Dios siempre vengativo; y el niño lo sabía. Ni de día ni de noche el niño se veía libre de los ojos de Dios. Cualquier cosa que hiciera, Dios lo sabía. Cualquier cosa que pensara, Dios lo sabía.

Pertenecía a un pueblo piadoso, extraordinariamente piadoso, y en sus vidas Dios estaba entretejido como está entretejido el hilo en la tela de un manto. Cuando atendían a su grey vestían largos mantos a rayas y cada borla de esos mantos representaba alguna parte del reverente temor que sentían por su Dios. De mañana y por la noche, elevaban plegarias a su Dios; cuando se sentaban para comer el pan, rogaban a Dios; cuando bebían un vaso de vino, le daban gracias a Dios; y aun cuando la desgracia caía sobre ellos, bendecían a Dios, de modo que no creyera que estaban resentidos por su desgracia y que, en consecuencia, hubieran sucumbido a la arrogancia.

No era sorprendente entonces que aquel muchacho, el niño, que era ahora un hombre que colgaba de una cruz, tuviera plena conciencia del conocimiento y la presencia de Dios. El niño temía a Dios y su Dios era un Dios al que había que temer. Pero ese temor era algo que permanecía en un segundo plano en medio de aquella esplendorosa luz, del frescor de la montaña y de los arroyos de dichas montañas. El niño corría y reía y cantaba canciones y apacentaba a las cabras y a las ovejas y observaba cómo los muchachos mayores arrojaban el puñal galileo de hoja filosa como navaja, el
chabo
, que con tanto orgullo llevaban consigo. Él poseía uno, que había tallado en madera, y a menudo lo usaba en simulacros de duelos con sus hermanos y amigos.

Y, en efecto, se batía singularmente bien; los otros muchachos solían asentir con la cabeza y, a regañadientes, comentaban: «¡Eres igual que un tracio, pequeño, un mono con granos!». Tracio representaba todo cuanto había de malo y también todo cuanto implicara habilidad en el combate. Hacía muchísimo, pero muchísimo tiempo que habían llegado mercenarios a aquellas tierras y hubo muchos años de luchas antes de que se les diera muerte y se los expulsara. A aquellos mercenarios los denominaban «tracios», pero el pequeño nunca había visto a ninguno.

Esperaba con ansias que llegara el día en que pudiera llevar consigo un puñal; entonces verían si era o no tan fiero como un tracio. Y, en efecto, no era muy fiero; era un niño apacible y, en cierta medida, un niño feliz...

Aquélla era la época de ausencia de conocimiento.

En la segunda época de su vida, en la época del conocimiento, dejó de ser un niño y la cálida luz solar que prevalecía hasta entonces dio paso a un viento helado. En esos días se cubrió con un manto de odio, para protegerse y defenderse. Ésos eran los tiempos que en forma de punzante dolor cruzaban por su mente, cual rojas oleadas de agonía, mientras pendía de la cruz. Sus pensamientos de ese tiempo eran borrascosos, retorcidos y terribles. Sus recuerdos estaban tan mezclados como las piezas de un enmarañado rompecabezas. Veía la segunda época de su vida en la ondulante masa de gente que lo observaba, en sus rostros, en los sonidos que de ella le llegaban. Una y otra vez, al prolongarse su padecimiento, era arrojado hacia atrás por medio de sus recuerdos a la segunda época de su vida, la época del conocimiento.

En ese tiempo, se dio cuenta de la realidad de las cosas y, al comprenderlo, acabó su infancia. Tuvo conciencia de la existencia de su padre, hombre de rostro moreno, trabajador incansable, que no paraba en su labor de la mañana hasta la noche; sin embargo, su trabajo jamás era suficiente. Tuvo conciencia de la pena. Su madre murió y ellos la lloraron. Tuvo conciencia de los impuestos, ya que fuera cuanto fuera lo que su padre trabajara, jamás llegaba a ser suficiente para llenar sus estómagos, aunque la tierra era tan fecunda como cualquier otra. Y tuvo conciencia del enorme abismo que separaba a los ricos de los pobres.

Los sonidos eran los mismos de antes; la diferencia estribaba en que oía los sonidos y los entendía, siendo que antes los oía sin entenderlos. Ahora, cuando los hombres hablaban, le permitían quedarse a escuchar a cierta distancia; antes le ordenaban que saliera de la casa y se fuera a jugar.

Además, le habían dado un puñal, pero el puñal no le reportó agrado alguno. Un día recorrió una extensión de ocho kilómetros junto con su padre, a través de las montañas, y fueron al lugar donde un hombre trabajaba el hierro, y allí permanecieron durante tres largas horas junto a la forja mientras el herrero hacía para él un puñal. Y durante todo ese tiempo su padre y el herrero hablaron sobre las calamidades que habían azotado la tierra y sobre cómo se expoliaba a la pobre gente. Era como si su padre y el herrero se esforzaran en demostrar que cada uno de ellos había sido más expoliado que el otro.

—Toma este cuchillo —le dijo el herrero—; te cobraré cuatro denarios. De esos cuatro, uno será tomado por el recaudador del Templo cuando venga por su contribución; otro se lo llevará el recaudador de impuestos. Esto me deja dos denarios. Si tengo que hacer otro puñal, deberé pagar dos denarios por el metal. ¿Dónde está el precio de mi trabajo? ¿Dónde está el precio del cuerno que debo comprar para la empuñadura? ¿Dónde está el precio de los alimentos para alimentar a mi familia? Por lo demás, si o cobrara cinco denarios, entonces todo subiría proporcionalmente; entonces ¿quién vendría a comprar un objeto que podría adquirirse a un precio inferior en cualquier otra parte? Dios es mejor contigo. Por lo menos, tú tomas tus alimentos del suelo y siempre puedes llenar tu estómago.

El padre del chico, no obstante, tenía otro argumento.

—Por lo menos, algunas veces, tienes dinero en tus manos. Éste es mi caso: hago madurar mi cebada y la desgrano. Lleno las canastas y la cebada brilla como un puñado de perlas. Damos gracias a Dios, Señor de las Tierras, porque nuestra cebada es tan hermosa y tan sustanciosa. ¿Quién puede tener problemas cuando su almacén está lleno de canastas conteniendo esta magnífica cebada? Pero entonces llega el recaudador del Templo y se lleva una cuarta parte de la cebada. Luego viene el recaudador de impuestos y se lleva también una cuarta parte para las contribuciones. Le discuto. Le hago ver que apenas hay cebada suficiente para alimentar a los animales durante el invierno. «Entonces cómete a los animales», me dice. Y eso, desgraciadamente, es lo que debemos hacer. De modo que cuando llega el momento en que no hay ni carne ni granos y los chicos claman por alimentos, nos estrujamos los sesos y pensamos en las liebres y en los pocos ciervos que quedan en la montaña. Pero ésa es carne impura para un judío, a menos que sea bendecida. Salvo que exista una dispensa. Así fue como el invierno pasado enviamos a nuestro rabino a Jerusalén para que suplicara por nosotros en el Templo. Nuestro rabino es un buen hombre. Su hambre es la nuestra. Pero tuvo que andar cinco días dando vueltas por el tribunal del Templo antes de que los sacerdotes quisieran recibirlo y entonces escucharon con desprecio sus súplicas; no le dieron ni un trozo de pan para aliviar el hambre que tenía. «¿Cuándo terminarás de hablar, galileo quejumbroso —le dijeron—. Tus campesinos son haraganes. Quieren vivir al sol y comer maná. Que trabajen más y planten mas cebada.» Ése fue el consejo que nos dieron. Pero ¿dónde encontrará un campesino más tierra para plantar más cebada, y si la encontrara y pudiera plantar más, ¿sabes lo que ocurriría?

—Sé lo que ocurriría —replicó el herrero—. Al final, no obtendría más. Siempre es así. Los pobres serán cada vez más pobres, y los ricos serán cada vez más ricos.

Esto ocurrió cuando el muchacho fue a buscar su cuchillo, pero en su casa la realidad no era diferente. En la casa, durante la noche, los vecinos fueron a ver al padre. Vivían en una pequeña vivienda de una sola habitación donde todos se apretujaban en ese único ambiente, y allí se sentaron y hablaron interminablemente sobre lo difícil que se hacía la vida para el hombre y cómo se los explotaba y se los expoliaba y se les hacía sangrar. Y se preguntaban hasta dónde llegaría aquello y si era posible hacer sangrar a una piedra.

En esas cosas pensaba el hombre de la cruz y en sus recuerdos se sucedían punzantes fragmentos que se relacionaban con su sufrimiento. Pero aun sumido en su sufrimiento, aun cuando el dolor se intensificaba hasta lo insoportable o cuando decaía y llegaba a ser un sufrimiento todavía soportable, él quería vivir. Muerto ya, clavado en la cruz, aún deseaba vivir. ¡Qué poderosa es la vida! ¡Qué impulso el de la vida! ¡Qué cosas llega a hacer la gente cuando son necesarias para el simple hecho de existir!

Pero por qué era así, no lo sabía. En su sufrimiento no imploraba a Dios, porque en Dios no había ni respuesta ni explicación. Ya no creía ni en un Dios ni en muchos. En aquella época de su vida habían cambiado las relaciones con Dios. Dios respondía únicamente a las plegarias de los ricos.

De modo que no imploró a Dios. A los ricos no se los cuelga de las cruces y toda su vida él la había pasado en una cruz; una eternidad con las manos atravesadas por clavos. ¿O fue en otra vida? ¿O había sido su padre? Su mente no funcionaba como debía. Los hermosos, precisos y ordenados impulsos de su cerebro se estaban desarticulando y cuando recordó cómo habían crucificado a su padre, confundió a éste consigo mismo. Con su debilitada y torturada mente trató de recordar cómo había ocurrido y le vino a la memoria el momento en que llegó el recaudador de impuestos y tuvo que irse con las manos vacías. Recordó el momento en que llegaron los sacerdotes del Templo, a quienes también se los envió de vuelta con las manos vacías.

Después de aquello hubo un breve momento de gloria, un instante memorable del gran héroe, Judas Macabeo, y cuando los sacerdotes enviaron contra ellos la primera expedición armada, los granjeros de las colinas empuñaron sus arcos y sus puñales y la destruyeron. Él tomó parte en el combate. Era tan sólo un muchacho de catorce años, pero había usado su puñal y había luchado junto a su padre y había experimentado el sabor de la victoria.

Pero ese sabor de victoria no duró mucho. Llegaron numerosas columnas de mercenarios provistos de armadura que marcharon sobre los rebeldes de Galilea, y en el Templo había un pozo inagotable de oro para comprar más y más soldados. Los granjeros, desnudos y armados con puñales, no podían combatir contra un gran ejército. Los granjeros fueron aplastados y dos mil de ellos fueron hechos prisioneros. De entre los prisioneros se eligió a novecientos para ser crucificados. Aquél era el método civilizado, el método occidental, y cuando en la cima de las colinas las cruces aparecieron cual cuentas de un rosario, los sacerdotes fueron a observar y con ellos llegaron sus consejeros romanos. Y el joven David estuvo allí y vio cómo clavaron en la cruz a su padre y lo dejaron allí colgado de sus manos hasta que los pájaros despedazaron su carne.

Y ahora él mismo estaba en la cruz. ¡Tal como había comenzado, así había terminado, y con cuánto dolor y sufrimiento! A medida que pasaba el tiempo —tiempo que no tenía conexión con el tiempo tal como lo entiende la humanidad, ya que un hombre en la cruz ya no es un hombre— se preguntaba sin cesar cuál era el sentido de la vida, que provenía de la nada y hacia la nada se dirigía. Había comenzado a perder su increíble apego a la vida que lo había sostenido durante tanto tiempo. Por primera vez deseó morir.

(¿Qué le había dicho Espartaco? «Gladiador, ama la vida. En ella está la respuesta a todas las preguntas.» Pero Espartaco estaba muerto y él vivía.)

Se sentía fatigado. El agotamiento era tan intenso como el dolor y sus desgarrados recuerdos eran producto del cansancio. Después que hubo fracasado la revuelta, a él, junto con otros setecientos muchachos, lo habían encadenado, de cuello a cuello, y los habían obligado a marchar hacia el norte. ¡Cuánto tiempo anduvieron! Por llanuras, desiertos y montañas, hasta que las verdes colinas de Galilea se convirtieron en un sueño paradisíaco. Los amos cambiaban, pero el látigo era siempre el mismo. Y finalmente llegaron a una tierra en que las montañas se elevaban más alto que cualquiera de las montañas de Galilea donde la cumbre de las montañas estaba cubierta con un manto de nieve tanto en invierno como en verano.

Y allí fue enviado bajo tierra a extraer cobre. Durante dos años trabajó en las minas de cobre. Sus dos hermanos, que estaban con él, murieron, pero él sobrevivió. Tenía un cuerpo hecho de acero y tralla. Otros enfermaron. Se les caían los dientes o enfermaban y perecían entre vómitos. Sin embargo, él sobrevivió, y durante dos años trabajó en las minas.

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