Espartaco (4 page)

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Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

BOOK: Espartaco
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Cayo escuchaba y escuchaba, hasta que finalmente exteriorizó algo de su aburrimiento y disgusto. Inmediatamente el sirio, con muchas reverencias y disculpas, obsequió collares de ámbar a Helena y a Claudia. Se recomendó a ellos y a sus familiares y a los posibles amigos comerciantes y a continuación se alejó.

—¡Gracias, Dios! —exclamó Cayo.

—¡Tan atento! —sonrió Helena.

VI

Más avanzada la tarde, poco antes de dejar la vía Apia por un estrecho camino que conducía a la casa de campo donde iban a pasar la noche, ocurrió un incidente que rompió la monotonía de la jornada. Un manípulo de la Tercera Legión, que patrullaba el camino, estaba descansando en una estación caminera. Había pabellones de
scuta, pila
y
cassis galeae
en filas de pequeñas tiendas de campaña triangulares, los largos escudos asegurados en las cortas lanzas, con tres yelmos colgando de cada pila, como si fuera un campo con gavillas de cereales. Los soldados se apiñaban en el patio común, empujándose los unos a los otros bajo la sombra del toldo, pidiendo más y más cerveza, bebiéndola de jarros de madera de medio litro de capacidad llamados jofainas. Era un conjunto de hombres fuertes, de rostros rudos y cuerpos bronceados, plenos del penetrante olor de sus pantalones y chaquetones de cuero empapados en sudor, bulliciosos y parlanchines, conscientes aún de que los símbolos de castigo que había a lo largo del camino eran resultado de su reciente trabajo.

Al detenerse Cayo y las muchachas para observarlos, el capitán salió del pabellón con una copa de vino en una mano, saludando con la otra a Cayo, lo más entusiastamente posible, ya que Cayo venía acompañado de dos hermosas jóvenes.

Era un viejo amigo de Cayo, un hombre joven, llamado Selio Quinto Bruto, que había abrazado la carrera de soldado, muy arrojado y también bien parecido. A Helena ya la conocía y se mostró encantado de conocer a Claudia y asumió una actitud muy profesional y sin cumplidos al preguntarles qué pensaban de sus muchachos.

—Una pandilla de bulliciosos malhablados —declaró Cayo.

—Así es..., pero son eficientes.

—Yo no temería a nada, teniéndolos a mi lado —dijo Claudia, y agregó—: Salvo a ellos.

—Y ellos son a partir de ahora sus esclavos, y los tendrá a su lado —respondió Bruto galantemente—. ¿Hacia dónde se dirigen?

—Esta noche nos quedaremos en Villa Salaria —dijo Cayo— y, si te acuerdas, queda a unos tres kilómetros por este camino lateral.

—Entonces, durante tres kilómetros, nada tendrán que temer en el mundo —exclamó Bruto, y preguntó a Helena—: ¿Alguna vez ha marchado usted con una guardia de honor de legionarios?

—No soy ni nunca he sido tan importante.

—Ahí está precisamente lo importante que usted es para mí —dijo el joven oficial—. Déme una oportunidad. Tan sólo limítese a observar. Los pongo a sus pies. La compañía es suya.

—Son la última cosa en el mundo que quisiera tener a mis pies —protestó Helena.

Bruto terminó el vino y tiró la copa al esclavo portero y llamó con el pequeño silbato de plata que llevaba pendiente de un lazo en torno a su cuello. Se produjo un insólito gorjeo de cuatro notas ascendentes y cuatro descendentes, imperativas, y en respuesta los legionarios engulleron su cerveza, juraron entre dientes y se dirimieron de dos en dos a los lugares donde estaban sus lanzas escudos y yelmos. Bruto volvió a hacer oír una y otra vez su silbato, enhebrándose las notas en una melodía aguda e insistente, y la división respondió como si las notas actuaran directamente sobre su sistema nervioso. Se reunieron, se agruparon en escuadrones, giraron, se apartaron y volvieron a formar en dos columnas, una a cada lado del camino, en un despliegue verdaderamente asombroso de disciplina. Las muchachas rompieron en aplausos y hasta Cayo, algo molesto por las bufonadas de su amigo, se vio obligado a admirar la precisión con que actuaba la compañía.

—¿Son tan eficientes cuando combaten? —inquirió.

—Pregúntale a Espartaco —le contestó Bruto, y Claudia exclamó:

—¡Bravo!

Bruto hizo una reverencia y se cuadró y ella estalló en carcajadas. Era una reacción poco común en Claudia, pero ese día había mucho en ella que había resultado poco común para Cayo. Había brillantes colores en sus mejillas y sus ojos resplandecían de entusiasmo ante los ejercicios que había ejecutado el manípulo. Cayo se sintió menos excluido que asombrado por la forma en que ella comenzó a charlar con Bruto, que se había colocado entre las dos literas haciéndose dueño de la situación.

—¿Qué más saben hacer? —preguntó Claudia.

—Marchar, luchar, jurar...

—¿Matar?

—Matar... sí, son asesinos. ¿No lo parecen?

—Me agrada el aspecto que tienen —declaró Claudia.

Bruto la examinó fríamente y luego respondió en voz baja: «Realmente, me parece que le gustan, querida mía».

—¿Qué más?

—Qué más quiere? —preguntó Bruto—. ¿Quiere oír—Marcha en cadencia! —gritó, y la profunda voz de las tropas marcó el paso.

—¡Cielo, tierra, camino, piedra! ¡El acero corta hasta el hueso!

La copla se hizo borrosa y ruda en sus gargantas, y resultaba difícil entender las palabras.

—¿Qué es lo que significa? —quiso saber Helena.

—Nada, en realidad. Es simplemente una cadencia de marcha. Hay cientos de ellas y no tienen significado alguno. Cielo, tierra, camino, piedra... nada en realidad, pero marchan mejor. Ésta proviene de la Guerra de los Esclavos. Algunas no son apropiadas para los oídos de una dama.

—Algunas lo son para mis oídos —dijo Claudia.

—Se las susurraré —replicó sonriendo, y se inclinó hacia ella mientras se le acercaba. Luego se enderezó y Claudia volvió la cabeza y se quedó mirándolo. Una vez más los crucifijos se alineaban y los cadáveres colgaban cual cuentas ensartadas a lo largo del camino. Bruto los señaló.

—¿Quería que fuese gentil? Ése es su trabajo. Mi manípulo crucificó a ochocientos. No son delicados; son rudos y fuertes y sanguinarios.

—¿Y eso los hace mejores soldados? —preguntó Helena.

—Se supone que sí.

Claudia dijo:

—Ordene que uno de ellos venga aquí.

—¿Para qué?

—Porque yo quiero.

—Está bien —dijo encogiéndose de hombros, y gritó—: ¡Sexto! ¡Rompa fila y preséntese!

Un soldado salió de las filas, giró dos veces, una vez frente a las literas y otra entre ellas, saludó y se cuadró ante el oficial. Claudia se enderezó en su asiento, se cruzó de brazos y lo estudió detenidamente. Era de mediana estatura, de tez obscura, musculoso. Sus antebrazos, el cuello la garganta y el rostro, desnudos, eran de un pardo casi caoba. Sus músculos eran firmes, sobresalientes, estrechamente ajustados a la piel, húmeda ésta por la transpiración. Llevaba casco de metal, y su gran escudo de más de un metro colgaba de la espalda sobre la mochila. En una mano llevaba el pilo, una lanza gruesa de madera dura de casi dos metros de longitud y cinco centímetros de diámetro, provista en el extremo de una amenazante y pesada punta de hierro triangular de unos cuarenta y cinco centímetros de largo. Llevaba una espada hispánica, pesada y corta, y a la chaqueta de cuero tenía atadas, con lazos, tres planchas de hierro que le cruzaban el pecho y otras tres enganchadas en cada hombro. Otras tres más, sujetas a la cintura, golpeaban contra sus piernas mientras marchaba. Llevaba pantalones de cuero y botas altas también de cuero, y, bajo el enorme peso del metal y de la madera, marchaba ágilmente y, en apariencia, sin esfuerzo. El metal que llevaba estaba aceitado, al igual que su armamento; el hedor del aceite, del sudor y del cuero se mezclaban y se convertían en el olor de una profesión, de una fuerza, de una máquina.

Desde donde cabalgaba tras ellos, Cayo podía ver el perfil de Claudia, los labios entreabiertos, que acariciaba con la lengua, los ojos fijos en el soldado.

—Lo quiero junto a la litera —susurró Claudia a Bruto.

Él se encogió de hombros y dio una orden al soldado, cuyos labios se encogieron en una imperceptible sonrisa al volverse y marchar hasta colocarse junto a Claudia.

Sólo una vez sus ojos se fijaron en ella y luego miraron derecho hacia delante. Ella se asomó fuera de la litera y le tocó el muslo levemente allí donde los músculos estaban tensos bajo el cuero, y entonces le ordenó a Bruto:

—Dígale que se vaya. Apesta. Está inmundo.

El rostro de Helena estaba rígido. Bruto volvió a encogerse de hombros. Y ordenó al soldado que volviera a las filas.

VII

Villa Salaria tenía un nombre bastante irónico, que recordaba los tiempos en que gran parte de las tierras del sur de Roma eran pantanos salobres infectados de malaria. Pero esta sección hacía tiempo que había sido ganada a los pantanos, y el camino privado que arrancaba de la vía Apia y conducía a la propiedad había sido casi tan bien construido como la propia ruta principal. Antonio Cayo, dueño de la propiedad, estaba emparentado con Cayo y Helena por vía materna; y si bien su casa de campo no era tan primorosa como otras, por estar ubicada más bien cerca de la ciudad, seguía siendo una gran plantación por sus cabales y se destacaba como lugar digno de señalar dentro del latifundio.

Una vez que Cayo y las dos muchachas hubieron dejado la vía Apia, tuvieron que recorrer aún más de seis kilómetros de camino privado antes de llegar a la casa propiamente dicha. La diferencia se advertía de inmediato; cada palmo de tierra estaba primorosamente cuidado. Los árboles habían sido podados como si pertenecieran a un parque. Las laderas tenían terrazas y entre dichas terrazas había varios cultivos de vides que producían uvas del tamaño de un dedo, y que estaban comenzando a extender sus primeros brotes primaverales. Otros campos estaban plantados con cebada —costumbre que iba abandonándose poco a poco en la medida en que los pequeños terratenientes eran absorbidos por el latifundio— y en otros había interminables líneas de olivos. En todas partes el paisaje era hermoso, lo que únicamente podía lograrse mediante una provisión casi inagotable de trabajo esclavo, y nuevamente los tres jóvenes advirtieron pequeñas grutas bellas, musgosas, verdes y frescas, con diminutas réplicas de templos griegos en su interior, bancos de mármol, fuentes de transparente alabastro y senderos de piedra blanca que conducían a los vallecitos arbolados. Vista como era en ese momento en que la tarde comenzaba a refrescar mientras el sol se escondía tras las bajas colinas, la escena tenía un encanto de ensueño que hizo que Claudia, que no había estado allí antes, lanzara una y otra vez exclamaciones de deleite. Esto correspondía a la «nueva Claudia», y Cayo reflexionó sobre cómo una joven delicada, y más bien pictórica, pudo haberse transformado de ese modo bajo la influencia de los símbolos de castigo, tal como los llamaban los mejor pensados.

A esa hora del día, conducían el ganado hacia adentro y constantemente se oía el tintineo de los cencerros y el bucólico llamado de las trompetas de cuerno. Pastores de cabras, tracios y armenios, desnudos, salvo tiras de cuero en sus ijares, andaban por los bosques gritando a los dispersos animales y Cayo se preguntó quiénes tenían más apariencia humana, si las cabras o los esclavos. Reflexionaba ahora, como a menudo lo había hecho antes, sobre las riquezas de su tío. Por ley, estaba prohibido a las viejas y nobles familias todo tipo de transacciones comerciales, pero Antonio Cayo —como muchos de sus contemporáneos— encontró en la ley más un conveniente manto que una cadena. Se decía que era poseedor, por intermedio de gentes, de más de diez millones de sestercios colocados a interés, intereses que frecuentemente eran del ciento por ciento. También se decía que era dueño de intereses dominantes en catorce
quinqueremes
en el comercio egipcio y que poseía la mitad de una de las más ricas minas de plata de España. Aunque nadie, salvo los caballeros ocupaban los cargos de directores de las grandes compañías de capital social que habían nacido desde las guerras púnicas, los deseos de Antonio Cayo eran escrupulosamente satisfechos por esos directores.

Resultaba imposible decir cuan rico era, y aunque a Villa Salaria se la consideraba un lugar de buen gusto y belleza, con más de cuatro mil hectáreas de tierras y bosques comprendidos dentro de ella, no era en modo alguno la mayor ni la más espléndida del latifundio. Ni hacía Antonio Cayo el ostentoso despliegue de riqueza habitual por ese entonces en tantas familias nobles recién promovidas, prontas a apadrinar grandes exhibiciones de gladiadores o a servir mesas de indescriptible lujo y entretenimientos al estilo oriental. La mesa de Antonio era buena y abundante, pero no recibía la gracia de las pechugas de pavo, las lenguas de colibrí o los intestinos de ratas de Libia rellenos. Aún se fruncía el entrecejo ante ese tipo de comidas y los escándalos de la familia no eran objeto de ostentación. Antonio era un romano chapado a la antigua por su dignidad, y Cayo —que lo respetaba, pero que no gustaba particularmente de él— nunca se sintió totalmente a sus anchas en su presencia.

Parte de esa incomodidad era debida a la manera de ser de Antonio Cayo, que no era precisamente la persona más gastadora del mundo; pero la principal incomodidad se originaba en el hecho de que Cayo siempre sintió de parte de su tío una estimación de la diferencia entre lo que su sobrino era en realidad y lo que Antonio hubiera querido que fuera el joven romano. Cayo sospechaba que la leyenda de la virtuosa y austera juventud romana, dedicada a los deberes cívicos, que comenzaba siendo un valeroso soldado ascendiendo paso a paso hacia la oficialidad, desposaba luego a alguna proba doncella romana, descendiente de familia como la de los Gracos; que servía al estado desinteresadamente y bien, y que avanzaba de puesto en puesto para llegar finalmente a cónsul, reverenciado y honrado por la gente llana y simple, al igual que por los poseedores de títulos y riqueza, de moral y conceptos elevados, nunca fue menos real que en ese entonces; y el propio Cayo no tenía noticia de tales jóvenes romanos. Los jóvenes que rodeaban a Cayo en la vida social de Roma estaban interesados en muchas cosas; algunos se dedicaban a la conquista de un número astronómico de jovencitas; otros adquirían la enfermedad del dinero a tierna edad y, ya a los veinte años, se veían envueltos en numerosas transacciones comerciales de tipo ilegal; otros aprendían el oficio de guardaespaldas, encanallados en la sucia rutina del diario trabajo en los barrios, comprando y vendiendo votos, sobornando, conviniendo acomodos, haciendo de cómplices, aprendiendo desde el fondo mismo del oficio que sus padres practicaban con tanta habilidad; otros hacían carrera con las comidas, convirtiéndose en sagaces gourmets, y muy pocos ingresaban en el ejército, carrera que para los jóvenes se hacía cada día menos popular. De modo que Cayo, como miembro del grupo más numeroso, el que se dedicaba a la tediosa tarea de pasar los días lo más ociosa y placenteramente posible, que se consideraba a sí mismo como un inofensivo si no indispensable ciudadano de la Gran República, se sentía agraviado por la acusación insinuada que su tío Antonio tan frecuentemente expresaba. Para Cayo vivir y dejar vivir resumía una filosofía civilizada y viable.

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