El vehículo se ladeó a la derecha y volvió a enderezarse. Pero Evans presentía que tarde o temprano volcaría y se hundiría. Y tenía el presentimiento de que no tardaría.
Miró por la ventanilla y dijo:
—¿No te resulta familiar, el paisaje? ¿Qué río es este?
—¿Qué más da? —gritó Sarah.
—¡Mira! —dijo Evans de pronto.
El agente Rodríguez vio el todoterreno bambolearse y girar río abajo y de inmediato encendió la sirena del coche. Cogió el megáfono y se volvió hacia los asistentes al picnic.
—¡Despejen la zona, por favor! Tenemos una riada. Todo el mundo debe trasladarse a lugares más altos. De inmediato.
Volvió a encender la sirena.
—¡De inmediato! Dejen sus cosas aquí para más tarde. Váyanse ya.
Volvió a mirar hacia el todo terreno, pero ya casi se había perdido de vista, alejándose río abajo hacia el paso de McKinley. Y justo después del paso de McKinley estaba el borde del precipicio, una caída de treinta metros.
El coche y sus ocupantes no sobrevivirían y no podían hacer nada para impedirlo.
Evans no podía pensar, no podía planear; no podía más que esperar. El todoterreno giraba y oscilaba en el agua revuelta. El vehículo se hundía cada vez más, y el agua les cubría ya hasta las rodillas. Estaba muy fría y hacía el vehículo más inestable, sus movimientos más imprevisibles.
En determinado momento él y Sarah se golpearon las cabezas; ella gruñó pero tampoco dijo nada. Después Evans se dio un testarazo contra el marco de la puerta y vio las estrellas. Más adelante avistó un paso, un tramo de carretera sostenido con grandes montantes de hormigón. Cada montante retenía parte de los desechos que flotaban río abajo; los pilares estaban envueltos por una maraña de ramas, troncos quemados, tablones viejos y basura, así que quedaba poco espacio para pasar.
—Sarah —gritó—, desabróchate el cinturón de seguridad.
—Su propio cinturón tenía ya la hebilla bajo agua helada. Forcejeó con él mientras el vehículo se bamboleaba.
—No puedo —dijo ella—. No hay manera. Evans se inclinó para ayudada.
—¿Qué vamos a hacer?
—Vamos a salir —contestó él.
El vehículo avanzó rápidamente y chocó contra una masa de ramas. Se estremeció por el impulso de la corriente, pero permaneció inmóvil. Golpeteó contra una nevera vieja («¿Una nevera?», pensó Evans) que se mecía en el agua cerca de ellos. El pilar se cernía sobre ellos. El río bajaba tan crecido que la carretera se encontraba a solo tres metros por encima.
—Tenemos que salir, Sarah —dijo.
—Se me ha atascado el cinturón; no puedo.
Inclinándose de nuevo, Evans hundió las manos en el agua y buscó a tientas la hebilla. No la veía en medio del barro. Tenía que hacerlo palpando y notó que el coche empezaba a moverse. Iba a desprenderse.
Sanjong avanzaba por la carretera a todo gas. Vio a Peter y Sarah en su todoterreno, arrastrados por la corriente hacia la cascada. Los vio chocar contra el pilar y mantenerse allí precariamente.
Por el puente circulaban los automóviles que huían del parque, los pasajeros asustados, bocinazos, confusión. Sanjong cruzó el puente y se apeó del vehículo. Se echó a correr por la carretera en dirección al coche que flotaba en el agua.
Evans se agarraba con desesperación mientras el todoterreno se mecía y giraba en las tumultuosas aguas. Se oía el incesante golpeteo de la nevera contra el vehículo. Entraban ramas por las ventanas abiertas o rotas, sus puntas trémulas como dedos. El cinturón de Sarah se había atascado, el cierre se había aplastado o algo así. Evans tenía los dedos entumecidos por el frío. Sabía que el coche no seguiría allí por mucho tiempo. Notaba el tirón de la corriente, que los arrastraba lateralmente.
—No puedo soltarlo, Sarah —dijo.
El nivel del agua había subido; casi les llegaba al pecho.
—¿Qué hacemos? —preguntó ella. Tenía una expresión de pánico en la mirada.
Por un instante Evans no supo qué hacer, pero de repente pensó: «Soy un idiota». Se lanzó sobre ella, hundió la cabeza bajo el agua y buscó a tientas el marco de la puerta del lado del acompañante. Extrajo un metro de cinturón del punto de fijación y volvió a asomar la cabeza, tomando aire a bocanadas.
—¡Sal! —gritó—. ¡Sal!
Ella lo entendió de inmediato. Apoyando las manos en su hombro, se retorció para zafarse del cinturón. A Evans se le hundió de nuevo la cabeza bajo el agua, pero notó que ella se liberaba. Sarah pasó al asiento de atrás, dándole sin querer una patada en la cabeza.
Jadeando, Evans asomó de nuevo sobre el agua.
—¡Ahora sal del coche!
El todoterreno empezaba a moverse. Las ramas crujían. La nevera golpeteaba.
A Sarah le fue muy útil su buena forma física. Deslizándose a través de la ventana trasera, subió al techo del vehículo.
—¡Ve a las ramas! ¡Trepa! —indicó Evans. Temía que la corriente se la llevase si se aferraba al coche. Con dificultad pasó al asiento trasero y, forcejeando, salió también por la ventana. El todoterreno se desprendía; primero fue solo un temblor, luego empezó a moverse claramente, meciéndose alrededor de la pila de desechos, y Evans aún tenía medio cuerpo dentro del vehículo.
—¡Peter! —gritó Sarah.
Evans se lanzó hacia las ramas. Se arañó la cara, pero notó que sus manos se cerraron en torno a ramas gruesas y, tirando de ellas, logró sacar todo su cuerpo del todo terreno en el preciso instante en que la corriente lo arrancaba por completo y se lo llevaba bajo el puente.
El vehículo había desaparecido.
Vio a Sarah trepar por los desechos amontonados y alargar el brazo intentando alcanzar el pretil de hormigón de la carretera. Temblando de frío y miedo, la siguió. Al cabo de un momento, sintió que una mano fuerte lo agarraba y tiraba de él hacia arriba. Alzó la vista y vio la cara sonriente de Sanjong.
—Amigo mío, eres un hombre con suerte.
Evans se encaramó al pretil, saltó al suelo, y jadeando, exhausto, se desplomó.
A lo lejos, oyó la sirena de un coche de policía y las órdenes de una voz imperiosa a través de un megáfono. Tomó conciencia del tráfico en el puente, los bocinazos, el pánico.
—Vamos —dijo Sarah, y lo ayudó a levantarse—. Van a atropellarte si te quedas ahí.
El agente Rodríguez seguía obligando a los excursionistas a entrar en sus coches, pero el aparcamiento era un caos y en el puente se había producido un embotellamiento. Empezaba a llover torrencialmente. Eso inducía a la gente a actuar con mayor celeridad.
Rodríguez lanzó una mirada de preocupación a la cascada, advirtiendo que presentaba un color marrón más oscuro y vertía un caudal mayor. Vio que la unidad móvil de la televisión se había marchado. La furgoneta no estaba ya en lo alto del precipicio. Le pareció extraño. Lo lógico habría sido que se quedasen a filmar la evacuación de emergencia.
En el puente se oían las bocinas de los coches, y la circulación se había detenido. Vio a un grupo de personas allí de pie, mirando hacia abajo, lo cual solo podía significar que el todoterreno había caído por el precipicio.
Rodríguez sic sentó tras el volante para pedir una ambulancia por radio. Fue entonces cuando oyó que ya se había solicitado una ambulancia en Dos Cabezas, veinticinco kilómetros al norte. Por lo visto, una cuadrilla de cazadores ebrios se había enzarzado en una pelea y se había producido un tiroteo. Había dos muertos y un herido. Rodríguez cabeceó. Aquellos tipos debían de haber salido con una escopeta y una botella de whisky cada uno, y luego habían tenido que sentarse a beber por culpa de, la lluvia, y en un abrir y cerrar de ojos, dos de ellos estaban muertos. Ocurría todos los años. Sobre todo en días festivos.
—No veo qué necesidad hay de esto —protestó Sarah incorporándose en la cama. Tenía electrodos adheridos al pecho y las piernas.
—No se mueva, por favor —ordenó la enfermera—. Intentamos registrar sus constantes.
Se hallaban en un pequeño cubículo delimitado por cortinas en el servicio de urgencias del hospital de Flagstaff. Kenner, Evans y Sanjong habían insistido en llevarla. Ellos esperaban fuera. Los oía hablar en voz baja.
—Pero tengo veintiocho años —dijo Sarah—. No voy a sufrir un infarto.
—El médico quiere examinar sus vías de conducción.
—¿Mis vías de conducción? —repitió Sarah—. A mis vías de conducción no les pasa nada.
—Señora, por favor, tiéndase y no se mueva.
—Pero esto es…
—Y no hable.
Sarah se tendió. Suspiró. Echó un vistazo al monitor, que mostraba serpenteantes líneas blancas.
—Esto es ridículo. Tengo el corazón perfectamente.
—Sí, eso parece —dictaminó la enfermera, contemplando el monitor con un gesto de asentimiento—. Ha tenido usted mucha suerte.
Sarah dejó escapar otro suspiro.
—Entonces, ¿puedo levantarme ya?
—Sí, y no se preocupe por esas quemaduras —añadió la enfermera—. Se le irán con el tiempo.
—¿Qué quemaduras? —preguntó Sarah.
—Son muy superficiales —contestó la enfermera señalándole el pecho.
Sarah se sentó y se miró debajo de la blusa. Vio las ventosas blancas de los electrodos, pero advirtió asimismo unas vetas marrones, marcas irregulares que le cruzaban el pecho y el abdomen. Corno líneas en zigzag o algo…
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Se deben al rayo.
—¿Cómo?
—Le ha caído un rayo —aclaró la enfermera.
—¿De qué me habla?
Entró el médico, absurdamente joven y con una calvicie prematura. Parecía muy ajetreado e inquieto.
—No se preocupe por esas quemaduras —dijo—. Se le irán completamente con el tiempo. —¿Se deben al rayo?
—Es algo muy común en realidad. ¿Sabe dónde está?
—En el hospital de Flagstaff.
—¿Sabe qué día es?
—Lunes.
—Exacto. Muy bien. Míreme el dedo, por favor. —Alzó el dedo frente a su cara y lo movió de izquierda a derecha, de arriba abajo—. Sígalo. Así. Gracias. ¿Le duele la cabeza?
—Antes sí —respondió ella—. Ya no. ¿Está diciéndome que me ha caído un rayo?
—Puede estar segura —dijo el médico, y se inclinó para golpearle las rodillas con un martillo de goma—. Pero no tiene síntomas de hipoxia.
—Hipoxia…
—Falta de oxígeno. Se produce cuando hay un paro cardíaco.
—¿De qué me está hablando?
—Es normal que no se acuerde —dijo el médico—. Pero, según sus amigos, se le ha parado el corazón y uno de ellos la ha resucitado. Dice que tardó cuatro o cinco minutos.
—¿Quiere decir que he estado muerta?
—Lo estaría sin la resucitación cardiopulmonar.
—¿Peter me ha resucitado? —Tenía que ser Peter, pensó.
—No sé quién de ellos ha sido. —Le golpeaba los codos con el martillo. Pero es usted una mujer muy afortunada. En esta zona se producen tres o cuatro muertes al año a causa de los rayos. Ya veces quemaduras muy graves. Usted está bien.
—¿Ha sido el más joven? —preguntó Sarah—. ¿Peter Evans? ¿Él?
El médico se encogió de hombros y preguntó:
—¿Cuándo se puso por última vez la vacuna contra el tétanos?
—No lo entiendo —dijo Evans—. Según las noticias, eran cazadores. Un accidente de caza o una pelea.
—Así es —respondió Kenner.
—Pero ¿estáis diciéndome que les disparasteis vosotros?
—Evans miró alternativamente a Kenner y Sanjong.
—Ellos dispararon primero —contestó Kenner.
—¡Dios mío! —exclamó Evans—. ¿Tres muertos? —Se mordió el labio.
Pero en realidad experimentaba una reacción contradictoria.
Habría cabido esperar que entrase en funcionamiento su natural cautela: una serie de muertes, posiblemente asesinatos; él era cómplice o corno mínimo testigo presencial; podía verse envuelto en un juicio, desacreditado, excluido del ejercicio de su profesión… Ese era el camino que seguía su cerebro normalmente. En eso hacía hincapié su formación jurídica.
Sin embargo, en ese momento no sentía la menor ansiedad. Se había descubierto y eliminado a los extremistas. La noticia no le sorprendía ni le perturbaba. Al contrario, la recibía con notable satisfacción.
Tornó conciencia entonces de que su experiencia dentro de la grieta en el hielo 10 había cambiado… lo había cambiado de manera permanente. Alguien había atentado contra su vida. Nunca hubiese imaginado una cosa así durante su infancia y adolescencia en una zona residencial de Cleveland, ni en su época universitaria. Jamás hubiese imaginado una cosa así en su vida cotidiana, yendo a trabajar a su bufete de Los Ángeles, y por tanto no había podido prever el cambio que eso operaría en él. Se sentía como si 10 hubiesen desplazado físicamente, corno si alguien lo hubiese cogido y lo hubiese movido tres metros a un lado. No estaba ya en el mismo sitio. Pero también había cambiado internamente. Sentía una especie de impasibilidad palpable antes desconocida para él. En el mundo había realidades desagradables, y previamente había mirado en otra dirección, o cambiado de terna o presentado disculpas por lo ocurrido. Había imaginado que esa era una estrategia aceptable en la vida; de hecho, creía que era una estrategia más humana. Ya no era esa su opinión.
Si alguien intentaba matarte, no tenías la opción de mirar en otra dirección o cambiar de terna. Estabas obligado a hacer frente al comportamiento de esa persona. La experiencia provocaba, en última instancia, una pérdida de ciertas ilusiones.
El mundo no era corno querías que fuese. El mundo era como era.
En el mundo había mala gente. Había que detenerlos.
—Así es —decía Kenner, moviendo la cabeza en un lento gesto de asentimiento—. Tres muertos, ¿no, Sanjong?
—Así es —contestó Sanjong.
—Que se jodan —dijo Evans.
Sanjong asintió.
Kenner guardó silencio.
El avión regresó a Los Ángeles a las seis de la tarde. Sarah iba sentada en la parte delantera, mirando por la ventanilla. Escuchó la conversación de los hombres detrás de ella. Kenner hablaba de lo que ocurriría a continuación. Se identificaría a los muertos. Se seguiría el rastro a sus armas, sus vehículos y su ropa. Y la unidad móvil de televisión ya había sido localizada: era una camioneta de la KBBD, una emisora por cable de Sedona. Habían recibido una llamada anónima para avisados de que la policía de carretera había actuado con negligencia y autorizado un picnic pese a las alertas de riadas, y de que existían muchas probabilidades de que ocurriese un desastre. Por eso habían ido al parque.