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Authors: Michael Moore

Tags: #Ensayo

Estúpidos Hombres Blancos

BOOK: Estúpidos Hombres Blancos
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El libro acusa a George W. Bush de haber hecho trampa durante las elecciones presidenciales contando sólo con la ayuda de su hermano, de su primo, los compinches de sus padres, un fraude electoral y unos jueces mansos; cómo los ricos siguen siendo ricos mientras nos obligan a que vivamos en un miedo permanente a los malos resultados económicos; y cómo los políticos se han aliado con el mundo de los grandes negocios.

Estúpidos hombres blancos es una obra lúcida y vigorosa cuya lectura no deja indiferente. Para los estadounidenses supone la condena despiadada de su actual Gobierno y de la hipocresía de una sociedad que incluso ha intentado censurar la obra que ahora tiene en las manos. Para los demás, es un espejo de lo que también sucede en otras partes el mundo o una advertencia en clave de humor de lo que podría pasar.

Michael Moore

Estúpidos Hombres Blancos

ePUB v1.0

Volao
23.01.12

Para Al Hirvela

"Fue sorprendente que ganara. Me enfrentaba a la paz, la prosperidad y el poder."

GEORGE W. BUSH, 14 de junio de 2001,

en conversación con Goran Perrson, primer ministro de Suecia,

inconsciente de que una cámara de televisión seguía grabando.

Introducción a la edición inglesa

Esta edición de Estúpidos hombres blancos, a diferencia de la primera, no se publica para América del Norte, el continente donde vive la amplia mayoría de los hombres penosamente estúpidos, vergonzosamente blancos y asquerosamente ricos.

El libro se escribió inicialmente para estadounidenses y canadienses (en realidad sólo para estadounidenses, pues los canadienses son gente lista y enrollada que está al corriente de los males estadounidenses y que compró el libro como simple deferencia hacia mí).

Lo escribí en los meses anteriores al 11 de septiembre de 2001. Los primeros 50.000 ejemplares salieron de imprenta el 10 de septiembre de ese mismo año. Ni que decir tiene que, al día siguiente, esos libros no se distribuyeron por las librerías de todo el país tal como estaba previsto.

Yo mismo le pedí a la editorial, ReganBooks (una filial de HarperCollins), que retrasara la salida a la venta del mismo unas semanas, ya que como residente de Manhattan no me sentía con ánimos para salir de gira de promoción en tales circunstancias. El editor de HarperCollins se mostró de acuerdo..., y acto seguido, una alarma de bomba se disparó en la sede empresarial: “Tengo que irme dijo. Van a evacuar el edificio” Sus últimas palabras fueron: “Te llamaré en unas semanas.”

No hubo más avisos de bomba y las semanas fueron pasando. Al no recibir llamada alguna, decidí telefonear a la gente de ReganBooks/HarperCollins para preguntarles cuándo iban a salir a la venta mis 50.000 ejemplares (que estaban acumulando polvo en un almacén de Scranton, Pensilvania). La respuesta que me ofrecieron ponía muy en duda la presunta condición democrática de mi país:

“No podemos sacar el libro a la venta tal como está escrito. El clima político del país ha cambiado. Nos gustaría que pensaras en reescribír el 50 % de tu trabajo..., que omitieras las referencias más duras a Bush y que rebajaras el tono de tu disensión. También quisiéramos que nos entregaras 100.000 dólares para la reimpresión de los libros.» Sugirieron que eliminase el capítulo titulado «Querido George» y que cambiara el título de «A matar blancos». («Ahora mismo, el problema no son los blancos», adujeron. «Los blancos respondí siempre son el problema.») Añadieron que me agradecerían que no me refiriera a las elecciones de 2000 como un «golpe» y que sería «Intelectualmente deshonesto» no admitir en el libro que, al menos desde el 11 de septiembre, el señor Bush había hecho «un buen trabajo». La charla se cerró con estas palabras: «En ReganBooks ya somos 'dos como los "editores del 11-S"; tenemos un par de libros listos sobre los héroes de las Torres Gemelas, vamos a publicar la autobiografía del jefe de policía y preparamos un álbum fotográfico sobre la tragedia. Tu libro ya no encaja en nuestra nueva imagen.”

Pregunté si dichas órdenes procedían de arriba, o sea, del propietario de News Corp., que posee a su vez HarperCollins, Rupert Murdoch. No hubo respuesta.

Yo sí respondí: «No pienso cambiar el 50 % siquiera de una palabra. No puedo creer lo que me dicen, Este libro ya lo habían aceptado e impreso y ahora tienen miedo o simplemente tratan de censurarme para ajustarse al dictado de la filosofía política empresarial. En un momento en que se supone que tendríamos que estar luchando por nuestra libertad, ¿vamos a dedicarnos a limitar nuestros derechos? ¿No es éste el momento de decir que, independientemente de los ataques que suframos, lo último que vamos a hacer es convertirnos en uno de esos países que suprimen la libertad de expresión y el derecho a discrepar?»

Sí, sonaba tajante, pero la verdad es que estaba asustado. Mucha gente me había recomendado que me tranquilizara, que diese mi brazo a torcer un poco o jamás vería el libro en un estante. De modo que escribí al editor y traté de llegar a una solución de compromiso, ofreciéndome a escribir material nuevo y a revisar la obra para asegurarme de que no quedase una sola línea que pudiera resultar ofensiva para quienes perdieron a algún ser querido el 11 de septiembre. Intenté apelar a su sentido de lo que debería ser el verdadero patriotismo dejar que todo aquel que desee expresar su punto de vista haga oír su voz y les dije que confiaba en que fueran ellos quienes lo publicaran, pues presumía que no iban a echarse atrás ante tales riesgos.

Le respuesta que obtuve es el equivalente editorial de «vete a la mierda».

Me exigían una reescritura sustancial, seguían insistiendo en que metiese tijera a buena parte del libro y, efectivamente, querían que mandara un cheque por valor de 100.000 dólares a la empresa del señor Murdoch.

El toma y daca se prolongó dos meses. Traté de hablar con la presidenta de ReganBooks, Judit Regan, pero no se dignó a devolverme las llamadas. Sus allegados me dijeron que, desde el 11 de septiembre, Regan pasaba buena parte de su tiempo en el canal de Fox News, presentando un programa de debates y entrevistas de última hora, quizás uno de los peores de la televisión americana (en vista de que había integrado su editorial en el imperio mediático de Murdoch, éste la había recompensado con un espacio propio en su canal de noticias).

Fuentes de News Corp. me contaron varios detalles relativos a la práctica prohibición de mi libro, pero las leyes inglesas no me permiten publicarlos en la edición británica del mismo. ¡Eh, ex propietarios de América del Norte y de buena parte del mundo, a ver si os agenciáis una Constitución con una Declaración de Derechos y una Primera Enmienda que garantice la libertad de expresión y de prensa! Tan bien como empezasteis con la Carta Magna hace ya mil años, y parece que fue lo último a lo que os quisisteis comprometer por escrito. Liberadme de la censura. Nos disteis un gran idioma, construisteis caminos por todos lados, y en Estados Unidos todavía vemos las reposiciones del Show de Benny Hill. Lo mínimo que podríais hacer es permitir que un autor escriba lo que piensa en lugar de verse obligado a pedir a los ciudadanos británicos que se escabullan de la monarquía y acudan al ciberespacio (www.michaelmoore.com) para averiguar lo que no me dejasteis decir en estas páginas.

Hacia las ocho de la noche del 30 de noviembre de 2001, recibí una llamada de HarperCollíns.

Parece que nadie se baja del burro se lamentó mí editor, apesadumbrado. Tú no te bajas, ellos tampoco. Punto muerto. El libro no va a salir en sus condiciones actuales.

Le dije que podía llevarlo a otra editorial.

No puedes repuso. Lee tu contrato. Tenemos los derechos por un año.

Y si el libro no sale, ¿qué vais a hacer con las 50.000 copias que tenéis muertas de asco en un almacén?

Pues supongo que las van a triturar para reciclar el papel.

¿Triturar? ¿Destruir? Me entraron náuseas. Esa noche no pegué ojo. ¿En qué punto me hallaba? Traté de animarme ponderando las últimas palabras que acababan de decirme. «Míralo desde el lado bueno le dije a mi esposa ; esto demuestra la enorme influencia que tenemos en el panorama político: ¡hasta el opresor se dedica ahora a reciclar! »

Era un último intento para no comerme la cabeza con la sospecha de que mi país estaba dejando de ser tierra de libertad. Todos sabemos algo que somos incapaces de confesarnos: estamos ante un estado policial en ciernes que se acerca a la pesadilla orwelliana de la mano de una fuerza mucho más eficaz que la Policía del Pensamiento: la policía empresarial. Mientras el gobierno hace redadas de ciudadanos con aspecto de árabes y los encierra sin cargos, la elite empresarial se entretiene idiotizando al pueblo.

Pensé que ya no había nada que hacer, pero entonces llegó la mañana del 1 de diciembre de 2001. Esa fecha debería ser una fiesta nacional en el país, pues tal día como ése del año 1955 una costurera negra rehusó ceder su asiento a un blanco en un autobús público de Montgomery, Alabama. Según la ley, el color de su piel la obligaba a ello. Su callado gesto de coraje sacudió los cimientos de la nación y desencadenó una revuelta. Rosa Parks, que ahora reside en mi estado natal de Michigan, es un importante recordatorio de que pueden darse grandes cambios en una sociedad cuando una o dos personas de conciencia limpia y firme deciden actuar.

Y así sucedió el 1 de diciembre de 2001. Acudí a algún lugar de Nueva Jersey para hablar ante un centenar de personas de un consejo de acción ciudadana en cuya reunión anual me había comprometido a participar. Plantado en la tarima, les confesé a los concentrados que no me sentía con ganas de pronunciar el discurso que había planeado. En su lugar, les conté lo que me había impedido dormir la noche anterior. Les dije que ya no creía que nadie pudiera llegar a leer las palabras que había escrito y les pregunté si les importaba que les leyera un par de capítulos de mi Estúpidos hombres blancos.

La sala asintió, tal como uno espera que haga la clase trabajadora de Jersey cuando se les ofrece algo que el poder no desea que sepa. Así que me puse a leer los amenazadores capítulos conocidos como «Querido George» y «A matar blancos». Al cabo, la sala prorrumpió en cálidos aplausos y varias personas me pidieron que les firmase algunos ejemplares.

¿Qué ejemplares? pregunté.

Ejemplares de su primer libro respondió una mujer.

Claro dije y me senté para disponerme a firmar, no mi libro más reciente, sino el que había pergeñado cinco años antes. Mientras autografiaba un ejemplar tras otro, pensé que podría estar firmando mi nueva obra si al menos hubiese cedido, cedido un poco... o mucho. Si al menos hubiese renunciado por completo a mis principios.

Cuando terminé, salí precipitadamente del edificio porque no quería que toda esa gente me viera llorar. ¡El grande y corajudo Michael Moore! Regresé a Manhattan, convencido de que mi carrera de escritor había terminado y que vivía en un lugar que me había desecado el alma. Enjugué mis lágrimas al divisar ante mí el cercenado perfil de la ciudad. Bien, pensé, al menos todavía seguía allí, a diferencia de los bomberos de mi manzana o el productor con quien había trabajado en abril y que, en aquel infausto día de septiembre, viajaba en el avión que impactó contra la torre sur del World Trade Center. Sí; estaba vivito y coleando.

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