Excalibur (31 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: Excalibur
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Al ver de pronto el pesado escudo volando raudo hacia su cara, hubo de levantar el suyo y detener el violento bailoteo del hacha. Oí el impacto de mi escudo contra el suyo, pero yo ya estaba sobre una rodilla con la lanza baja apuntado hacia arriba. Wulfger de los sarnaed esquivó el escudo con rapidez, pero no logró detener su precipitada carrera hacia mí ni bajar el escudo a tiempo, de modo que siguió corriendo directo hacia la punta mortal de mi lanza. Apuntaba a su vientre, justo debajo de la coraza de hierro, donde su única protección era un grueso jubón de cuero; la lanza atravesó el cuero como la aguja el lino. Me incorporé al hundirse la cuchilla en el cuero y clavarse en la piel, en los músculos, en la carne, hasta penetrar en los intestinos de Wulfger. Me puse en pie y retorcí el asta aullando al ver que la hoja del hacha flaqueaba. Empujé nuevamente, la lanza estaba aún hundida en su vientre, y la retorcí por segunda vez; Wulfger de los sarnaed abrió la boca y me miró, y vi el horror en sus ojos. Quiso alzar el hacha, pero sólo tenía un dolor horrible en el vientre y una debilidad como si las piernas se le derritieran; entonces tropezó, boqueó en busca de aire y cayó de rodillas.

Solté la lanza y retrocedí para desenvainar a Hywelbane.

—Esta tierra es nuestra, Wulfger de los sarnaed —dije en voz alta para que sus hombres me oyeran—, y seguirá siendo nuestra. —Di una sola estocada, pero tan violenta que le rasuré la mata de pelo desde la nuca y le partí la cerviz.

Cayó sin vida en un abrir y cerrar de ojos.

Agarré la lanza por el asta, apoyé un pie en el vientre de Wulfger de los sarnaed y desclavé la cuchilla, que se resistía. Después, me agaché a arrancar la calavera de lobo del casco. Alcé el hueso a la vista del enemigo, lo tiré al suelo y lo pisoteé hasta reducirlo a migas. Despojé al vencido de su collar de oro, recogí su escudo, su hacha y su cuchillo y enseñé los trofeos a sus hombres, que me contemplaban en silencio. Los míos brincaban y aullaban eufóricos. Finalmente, me agaché de nuevo a desatarle las pesadas grebas de bronce adornadas con imágenes de Mitra, mi dios.

Me erguí con el botín.

—¡Entregadme a los niños! —dije a los sajones a gritos.

—¡Ven a buscarlos! —replicó un sajón y, de una rápida cuchillada, cortó la garganta a uno de los pequeños. Los otros dos chillaron y ambos murieron también; los sajones escupieron sobre sus cuerpecillos. Creí por un momento que mis hombres perderían el control y se lanzarían a la carga por el collado, pero Issa y Niall los retuvieron en el parapeto. Escupí al cadáver de Wulfger, hice un grotesco gesto al enemigo y me retiré colina arriba con los trofeos.

Regalé el escudo de Wulfger a un soldado de la leva, el cuchillo a Niall y el hacha a Issa.

—No lo uses en la batalla —le recomendé—, úsalo para cortar madera.

Llevé el collar de oro a Ceinwyn, pero lo rechazó con un gesto.

—No me gusta el oro de los muertos —dijo. Abrazaba a nuestras hijas y vi que había llorado. Ceinwyn no solía mostrar sus emociones. De pequeña, había aprendido a ganarse el cariño de su temible padre mostrándose alegre y tal hábito había arraigado profundamente en su manera de ser, pero en ese momento era incapaz de disimular el disgusto—. ¡Podía haberte matado! —dijo. Yo no tenía nada que decir, de modo que me agaché a su lado, cogí un puñado de hierba y limpié de sangre la hoja de Hywelbane. Ceinwyn me miraba con el ceño fruncido—. ¿Han matado a los niños?

—Sí.

—¿Quiénes eran?

—¿Quién sabe? —dije con un encogimiento de hombros—. Eran niños tomados cautivos en una incursión.

Ceinwyn suspiró y acarició la cabeza a Morwenna.

—¿Tenías que luchar?

—¿Te habría parecido mejor que mandase a Issa?

—No —admitió.

—Pues sí, tuve que luchar —dije, y en realidad había disfrutado de la pelea. Sólo los insensatos quieren la guerra, pero cuando la guerra empieza, no valen las medias tintas. No se puede luchar lamentándolo, siquiera; hay que pelear con el júbilo salvaje de acabar con el enemigo y, precisamente, el júbilo salvaje es la inspiración de nuestros bardos, lo que les hace escribir las grandes canciones de amor y de guerra. Los guerreros nos acicalábamos para la guerra como para el amor; nos engalanábamos, lucíamos oro, adornábamos con penachos los yelmos de plata, nos pavoneábamos, alardeábamos y, cuando las hojas asesinas se acercaban, nos parecía que la sangre de los dioses corría por nuestras venas. Es preciso que los hombres deseen la paz, pero si no son capaces de luchar con todo su corazón, nunca disfrutarán de ella.

—¿Qué habríamos hecho si hubieras muerto? —preguntó Ceinwyn, observando cómo me abrochaba las elegantes grebas de Wulfger por encima de las botas.

—Me habríais incinerado, amor mío —dije— para que mi espíritu fuera a reunirse con el de Dian. —Le di un beso y llevé el collar a Ginebra, que lo aceptó encantada. Junto con la libertad había perdido todas sus joyas y, aunque no apreciaba la maciza orfebrería sajona, se ciñó el collar al cuello.

—Ha sido un combate excelente —dijo, retocando las láminas doradas para que quedaran en su sitio—. Quiero que me enseñes la lengua sajona, Derfel.

—Naturalmente.

—Insultos. Quiero hacerles daño. —Se echó a reír—. Insultos groseros, los más groseros que sepas, Derfel.

Ginebra encontraría muchos sajones a los que insultar, pues no cesaban de llegar enemigos al valle. Los centinelas del lado meridional me avisaron y fui a mirar por la muralla, bajo nuestras dos enseñas; vi dos largas filas de lanceros que descendían serpenteando por los montes de levante hacia las praderas de la ribera.

—Han empezado a llegar hace un momento —me dijo Eachern—, y siguen llegando como si no fueran a parar nunca.

Y no paraban. Aquello no era una banda de guerreros que se aprestaba al combate, sino un ejército, una horda, un pueblo entero en marcha. Hombres, mujeres, animales y niños descendían como un río desde los montes orientales hacia el valle de Aquae Sulis. Los lanceros avanzaban en largas columnas y entre las columnas discurrían rebaños de vacas y ovejas e hileras irregulares de mujeres y niños. Unos jinetes flanqueaban a los de a pie y otros se agrupaban alrededor de las dos enseñas que señalaban la llegada de los reyes sajones. No era un ejército enemigo sino dos, las fuerzas conjuntas de Cerdic y Aelle y, en vez de enfrentarse a Arturo en el valle del Támesis, habían llegado allí, a donde yo estaba, con lanzas numerosas como las estrellas de la gran bóveda del cielo.

Estuve observándolos una hora; Earchen no se equivocaba. Las hileras no tenía fin; toqué los huesos del pomo de Hywelbane y supe, con mayor certidumbre que nunca, que estábamos condenados.

Aquella noche las luces de las hogueras sajonas eran como una constelación que hubiera caído en el valle de Aquae Sulis; un resplandor de fogatas que se extendía hacia el sur y se internaba hacia el oeste siguiendo la vega del río y que señalaba la situación de los campamentos del enemigo. Y aún relumbraban otros fuegos en los montes orientales, donde la retaguardia de la horda sajona había acampado aprovechando el altozano; no obstante, al amanecer, vimos bajar a esos hombres hacia el valle que se extendía a nuestros pies.

La mañana era fría, aunque prometía un día cálido. A la salida del sol, cuando el valle todavía estaba a oscuras, el humo de las hogueras sajonas se mezcló con la bruma del río, de modo que Mynydd Baddon semejaba una nave verde a la deriva en un siniestro mar gris e iluminada por el sol. Había dormido mal, pues una mujer había dado a luz durante la noche y sus gritos me obsesionaban. El niño nació muerto y Ceinwyn me contó que aún le faltaban dos o tres meses de embarazo.

—Lo han tomado como un mal presagio —añadió Ceinwyn sombríamente.

Y seguramente lo fuera, pensé, aunque no ose expresarlo en voz alta. Por el contrario, procuré mostrarme seguro.

—Los dioses no nos abandonarán —dije.

—Ha sido Terfa —me dijo Ceinwyn, refiriéndose a la mujer que nos había torturado durante la noche con sus gemidos—. Era su primer hijo, un niño. ¡Qué chiquito era! —Vaciló un momento y luego me sonrió con tristeza—. Derfel, cunde el temor de que los dioses nos hayan abandonado desde Samain.

Ceinwyn puso en palabras uno de mis temores, pero tampoco quise mostrarlo abiertamente.

—¿Tú lo crees así? —le pregunté.

—No quiero creerlo —respondió. Pensó unos momentos e iba a decir algo cuando nos interrumpió un grito proveniente del sur de la muralla. No me moví y el grito se repitió. Ceiwnyn me tocó el brazo—. Ve —me dijo.

Acudí corriendo al lado sur, al encuentro de Issa, que había montado guardia durante la noche y había observado las sombras y el humo del valle.

—Unos doce bellacos —me dijo.

—¿Dónde?

—¿Veis el seto? —Señaló hacia el pie de la desnuda ladera, donde un seto de espino cuajado de flores blancas señalaba el final del monte y el comienzo de las tierras de labor—. Están allí. Les vimos cruzar el campo de trigo.

—Sólo nos están mirando —dije con rabia, irritado por haber interrumpido la conversación de Ceinwyn por tal nimiedad.

—No lo sé, señor. Hay algo raro. ¡Allí! —Señaló hacia el mismo punto y vi a un grupo de lanceros trepar por en medio del seto. Avanzaban agazapados por la parte del espino que veíamos nosotros y parecía que mirasen atrás, en vez de arriba. Aguardaron unos momentos y, de repente, echaron a correr hacia nosotros—. ¡No serán desertores! —aventuró Issa—. ¡No puede ser!

Verdaderamente, era extraño que alguien desertara de aquel vasto ejército sajón para unirse a nuestra asediada banda, pero Issa estaba en lo cierto, pues cuando los once hombres se encontraban en mitad de la subida invirtieron los escudos ostentosamente. Los centinelas sajones avistaron por fin a los traidores y una veintena de lanceros se lanzaron en su persecución, pero los once fugitivos contaban con gran ventaja para llegar hasta nosotros sanos y salvos.

—Tráelos a mi presencia tan pronto como lleguen —le dije a Issa, y volví al centro de la cima a ponerme la armadura y a ceñirme a Hywelbane a la cintura—. Desertores —le dije a Ceinwyn.

Issa cruzó la extensión de hierba con los once hombres. Primero reconocí la enseña de los escudos, el águila pescadora de Lancelot con un pez entre las garras, y después reconocí a Bors, el primo y paladín de Lancelot. Sonrió con inquietud al verme, pero le saludé con una amplia sonrisa y se tranquilizó.

—¡Lord Derfel! —me saludó. Venía sofocado de la subida, jadeando con todo su fornido cuerpo.

—Lord Bors —respondí con formalidad, y luego lo abracé.

—Si he de morir —declaró— que sea en mi propio bando. —Nos dijo el nombre de sus lanceros, todos britanos que habían servido a Lancelot y que habían empuñado las lanzas contra los britanos a su pesar. Se inclinaron ante Ceinwyn y luego se sentaron mientras les servían pan, hidromiel y buey en salazón. Nos contaron que Lancelot había ido hacia el norte a reunirse con Cerdic y Aelle y que en ese momento todas las fuerzas sajonas se habían concentrado en el valle al pie del cerro—. Dicen que hay más de dos mil hombres —nos informó.

—Yo cuento con menos de trescientos. —Bors sonrió.

—Pero Arturo está aquí, ¿no es cierto? —preguntó.

—No —respondí.

Bors se quedó mirándome con la boca abierta y llena de comida.

—¿No está aquí? —inquirió al fin.

—Por lo que yo sé, se encuentra en el norte, lejos de este lugar.

Tragó el bocado y juró en voz baja.

—Entonces, ¿quién está aquí? —preguntó.

—Sólo yo —dije, e indiqué la cima— y lo que ves.

Levantó un cuerno de hidromiel y bebió profusamente.

—En tal caso, supongo que moriremos —dijo con gravedad.

Bors creía que Arturo se encontraba en Mynydd Baddon. Y, según nos dijo, tanto Cerdic como Aelle lo creían también, por eso se habían dirigido al sur desde el Támesis, hasta Aquae Sulis. Los sajones, que nos habían obligado a refugiarnos allí, habían visto la enseña de Arturo en la cima de Mynydd Baddon y habían mandado noticia de su presencia a los reyes sajones, que andaban buscándolo por los confines del alto Támesis.

—Esos bellacos conocían vuestros planes —me dijo Bors— y sabían que Arturo quería luchar en las cercanías de Corinium, pero allí no lo encontraron. Y ahora quieren encontrarlo, Derfel, quieren encontrarlo antes de que Cuneglas se una a él. Piensan que acabando con Arturo, Britania entera se rendirá. —Sin embargo, Arturo, el inteligente Arturo, había dado esquinazo a Cerdic y a Aelle, y luego los reyes sajones oyeron que la enseña del oso ondeaba en un monte cerca de Aquae Sulis, motivo por el cual volvieron sus lentos ejércitos hacia el sur y enviaron órdenes a Lancelot de unir sus fuerzas a las de ellos.

—¿Tienes noticias de Culhwch? —le pregunté.

—Anda por ahí —respondió sin precisión, señalando hacia el sur—. No dimos con él. —De pronto se puso tenso y, al volverme, vi que Ginebra nos observaba. Se había despojado de sus ropas de prisionera y llevaba un corpino de cuero, calzones de lana y botas altas: ropas de hombre, como las que solía ponerse en las partidas de caza. Más tarde supe que las había encontrado en Aquae Sulis y, aunque eran de poca calidad, conseguía imprimirles elegancia. Llevaba el collar sajón de oro al cuello, un carcaj con flechas a la espalda, un arco de cazador en la mano y un puñal en la cintura.

—Lord Bors —saludó fríamente al paladín de su antiguo amante.

—Señora. —Bors se puso en pie y le hizo una torpe reverencia.

Ginebra se fijó en el escudo, que aún llevaba la enseña de Lancelot, y arqueó una ceja.

—¿También vos os habéis cansado de él? —le preguntó.

—Soy britano, señora —respondió Bors con rigidez.

—Y muy valiente —replicó Ginebra cálidamente—. Creo que somos afortunados por contar con vos aquí. —Sus palabras eran absolutamente ciertas y Bors, que se había sentido cohibido al encontrarla allí, pareció cohibido y complacido a un tiempo. Musitó que se alegraba de verla y, completamente ruborizado, añadió que no sabía de galanterías—. ¿Debo suponer —le preguntó aún— que vuestro antiguo señor se ha unido a los sajones?

—Así es, señora.

—Entonces, ruego por que se ponga al alcance de mi arco —replicó Ginebra.

—Tal vez no, señora —dijo Bors, pues sabía que Lancelot procuraba alejarse siempre del peligro—, pero tendréis cuanto sajones queráis para matar antes de que acabe el día. Más de los que deseéis.

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