Excalibur (50 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: Excalibur
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Los monarcas débiles son una maldición en la tierra; sin embargo, les juramos fidelidad, y si no hubiera juramentos no habría ley, y si no hubiera ley viviríamos en el caos; por tanto, debemos ceñirnos a la ley y mantenerla por medio de juramentos; si el hombre pudiera cambiar de rey a su capricho, podría olvidar su juramento a un rey que no le pluguiera y por eso necesitamos reyes, porque necesitamos una ley inmutable. Por cierto que fuera tal razonamiento, mientras Galahad y yo cabalgábamos hacia casa entre brumas invernales, habría llorado porque el único hombre que merecía reinar jamás reinaría, mientras que todos los que no lo merecían, reinaban.

Encontramos a Arturo en la herrería. La había construido él mismo; había levantado un horno abovedado con ladrillos romanos y había comprado un yunque y varias herramientas de herrero. Siempre había dicho que quería ser herrero, aunque, como solía decir Ginebra, no era lo mismo querer que poder. Sin embargo, Arturo lo intentaba, ¡y con cuánto tesón! Contrató a un herrero de verdad, un hombre demacrado y taciturno llamado Morridig cuya tarea consistía en enseñar a Arturo los secretos del oficio, pero Morridig había renunciado hacía tiempo a enseñarle otra cosa que no fuera entusiasmo. No obstante, todos poseíamos objetos forjados por Arturo, como candelabros de hierro con los brazos torcidos, cazuelas mal acabadas con asas que no encajaban y badiles que se combaban al calor del fuego. Sin embargo, era feliz en la herrería, y pasaba horas junto al horno chisporroteante sin perder la esperanza de que, con un poco más de práctica, llegaría a adquirir la misma perfección y facilidad que Morridig.

Cuando Galahad y yo llegamos de Burrium, estaba solo en la fragua. Nos saludó distraídamente con un gruñido y siguió dando martillazos a un trozo informe de hierro que había de ser una herradura para uno de los caballos. Dejó el martillo a regañadientes cuando le enseñamos uno de los salmones que habíamos comprado y luego nos interrumpió para decirnos que ya sabía que Mordred estaba a punto de morir.

—Ayer llegó un bardo de Armórica —nos dijo— y dice que al rey se le ha gangrenado la pierna hasta la cadera. El bardo dijo que olía a sapo muerto.

—¿Cómo lo sabe el bardo? —pregunté, pues creía que Mordred estaba sitiado y aislado de los demás britanos de Armórica.

—Dice que en Broceliande lo sabe todo el mundo —contestó Arturo y añadió risueñamente que esperaba que el trono de Dumnonia quedase vacante dentro de pocos días; sin embargo, hubimos de ahogar su optimismo informándole de que Meurig prohibía el paso de lanceros por Gwent, y aún aumenté sus preocupaciones añadiendo mis sospechas sobre Sansum. Por un momento creí que Arturo iba a maldecir, cosa poco frecuente en él, pero dominó el impulso y prefirió apartar el salmón del fuego.

—No quiero que se ase —dijo—. ¿De modo que Meurig nos cierra los caminos?

—Dice que quiere paz, señor —le expliqué.

Arturo prorrumpió en una amarga carcajada.

—Lo que quiere es reafirmarse, nada más. Su padre ha muerto y está ansioso por demostrar que vale más que Tewdric. La mejor forma de hacerlo es convertirse en héroe en la batalla, o en su defecto, apoderarse de un reino sin luchar. —Estornudó violentamente y sacudió la cabeza con furia—. ¡Odio el catarro!

—Deberíais descansar, señor —dije—, en vez de estar trabajando.

—Esto no es trabajar, es holgar.

—¿Por qué no tomáis tusílago con hidromiel? —dijo Galahad.

—Hace una semana que no bebo otra cosa. Contra el resfriado, o el tiempo o la muerte. —Agarró el martillo y golpeó estrepitosamente el trozo de hierro, que se estaba enfriando; luego apretó el fuelle forrado de cuero que daba aire al fogón. El invierno había terminado, pero a pesar de la insistencia de Arturo de que en Isca el tiempo siempre era suave, hacía un día helado—. ¿A qué se dedica tu señor de los ratones? —me preguntó, mientras avivaba el fuego.

—No es mi señor de los ratones —dije de Sansum.

—Está urdiendo algo, ¿verdad? Quiere que su candidato ocupe el trono.

—¡Pero Meurig no tiene derecho al trono! —protestó Galahad.

—Ninguno —dijo Arturo—, en cambio tiene muchas lanzas. Y le asistiría cierto derecho si casara con la viuda Argante.

—No puede casarse con ella —dijo Galahad—, ya está casado.

—Una seta venenosa puede hacer desaparecer a una reina inoportuna —dijo Arturo—, así fue como Uther se deshizo de su primera esposa. Una seta venenosa en un guiso de champiñones. —Pensó unos segundos y echó la herradura al fuego—. Trae aquí a Gwydre —dijo a Galahad.

Mientras esperábamos, Arturo torturaba el trozo de hierro al rojo vivo. Una herradura era un objeto sencillo, una simple placa de hierro que protegía el vulnerable casco del caballo de las piedras, y sólo hacía falta un arco de hierro que encajara en la parte delantera del casco y un par de agarraderas en la parte posterior donde se ataban unas tiras de cuero, pero al parecer, Arturo no lograba darle la forma requerida. El arco era muy estrecho y alto, la placa tenía asperezas y las agarraderas eran excesivamente holgadas.

—Ya casi está —dijo, después de vapulear el hierro frenéticamente un minuto sin parar.

—¿Está, qué? —pregunté.

Volvió a poner la herradura al fuego y, en viendo entrar a Galahad con Gwydre, se quitó el mandil requemado. Arturo contó a Gwydre que se esperaba la muerte de Mordred en pocos días, luego le habló de la traición de Meurig y concluyó con una sencilla pregunta.

—¿Quieres ser rey de Dumnonia, Gwydre?

Gwydre pareció sobresaltarse. Era un hombre hecho, pero joven, muy joven. Tampoco era muy ambicioso, aunque su madre poseía ambición por ambos. Su rostro era como el de Arturo, alargado y huesudo, aunque animado por una característica expresión de alerta, como si siempre esperase una mala jugada del destino. Era delgado, aunque yo había practicado la espada con él varias veces y sabía que su engañoso aspecto frágil escondía una fuerza correosa.

—Tengo derecho al trono —dijo precavidamente.

—Porque tu abuelo se acostó con mi madre —dijo Arturo con irritación—, ése es el derecho que te asiste, Gwydre, ningún otro. Lo que quiero saber es si verdaderamente deseas ser rey.

Gwydre me miró buscando consejo, pero no pude ofrecerle ninguno, y volvió la mirada a su padre.

—Sí, creo que sí.

—¿Por qué?

Gwydre vaciló nuevamente, y supongo que un montón de razones le daban vueltas en la cabeza, pero por fin adquirió una expresión retadora.

—Porque nací para reinar. Soy tan descendiente de Uther como Mordred.

—O sea, afirmas que naciste para reinar, ¿eh? —preguntó Arturo con sarcasmo. Se agachó a accionar el fuelle y el fuego crepitó fragorosamente soltando pavesas hacia la bóveda de ladrillo—. Todos los hombres que hay aquí son hijos de un rey, excepto tú, Gwydre —dijo Arturo fieramente—, ¿y dices que has nacido para reinar?

—Pues sed vos el rey, padre —dijo Gwydre—, y así seré también hijo de un rey.

—Bien dicho —comenté.

Arturo me clavó una mirada furibunda, cogió un trapo de un cubo que había al lado del yunque y se sonó la nariz. Arrojó el trapo al fuego. Los demás nos sonábamos la nariz apretándonos las aletas con el pulgar y el índice, pero él siempre había sido muy meticuloso.

—Aceptemos, Gwydre —dijo—, que eres de linaje de reyes. Que eres nieto de Uther y por tanto tienes derecho al trono de Dumnonia. Sucede que yo también tengo ese derecho, pero prefiero no ejercerlo. Soy viejo. Pero, ¿por qué unos hombres como Derfel y Galahad habrían de luchar por colocarte a ti en el trono de Dumnonia? ¡Dímelo!

—Porque seré un buen rey —dijo Gwydre, sonrojado, y me miró—. Y Morwenna será una buena reina —añadió.

—Todos los reyes que han sido declararon su intención de ser buenos —bramó Arturo—, y la mayoría fueron malos. ¿Por qué en tu caso habría de ser de otro modo?

—Decídmelo vos, padre —respondió Gwydre.

—¡Soy yo quien pregunta!

—Mas, si un padre no conoce el carácter de su hijo —replicó Gwydre—, ¿quién lo conoce?

Arturo se acercó a la puerta de la herrería, la abrió y se quedó mirando el patio de los establos. Nada se movía allí excepto la eterna jauría de perros, y volvió a entrar.

—Eres un hombre decente, hijo —dijo de mal humor—, un hombre decente, y estoy orgulloso de ti, pero tienes una opinión harto optimista del mundo. Ahí fuera hay mucha maldad, verdadera maldad, pero tú no lo crees.

—¿Lo creíais vos, cuando teníais mi edad? —preguntó Gwydre.

Arturo reconoció la agudeza de la réplica esbozando una sonrisa.

—Cuando yo tenía tu edad, hijo, creía que podía rehacer el mundo por completo. Creía que lo único que necesitaba este mundo era honradez y bondad. Creía que si se trataba bien a la gente, la gente respondería con agradecimiento. Creía que haría desaparecer la maldad a fuerza de bondad. —Hizo una pausa—. Supongo que la gente me parecía como los perros —continuó compungido—, que si reciben cariño se muestran dóciles, pero la gente no es como los perros, Gwydre, es como los lobos. Un rey tiene que gobernar sobre miles de ambiciones y todas son de impostores. Te halagarán, pero a tu espalda se burlarán de ti. Te jurarán lealtad eterna en un ay, y al siguiente maquinarán tu muerte. Y si sobrevives a las maquinaciones, un día tendrás la barba gris como yo, mirarás atrás y comprenderás que no has conseguido nada. Nada. Los niños que adorabas al verlos en brazos de sus madres se habrán convertido en asesinos, la justicia que imponías estará en venta, el pueblo al que protegías seguirá hambriento y el enemigo al que venciste aún
amenazará
tus fronteras. —A medida que hablaba se iba enfureciendo más y más, pero de pronto sonrió—. ¿Es eso lo que deseas?

Gwydre sostuvo la mirada a su padre. Por un momento pensé que flaquearía, o que tal vez discutiera con su padre, sin embargo supo contestar a Arturo acertadamente.

—Lo que yo deseo, padre —dijo—, es tratar bien al pueblo, proporcionarle paz y ofrecerle justicia.

Arturo sonrió al ver que su hijo le devolvía sus mismas palabras.

—En ese caso tal vez convenga ayudarte a ser rey, Gwydre. ¿Pero cómo? —Volvió al fogón—. No podemos cruzar Gwent con nuestros lanceros, Meurig nos detendría, pero sin lanceros no hay trono.

—Naves —dijo Gwydre.

—¿Naves? —inquirió Arturo.

—En nuestras costas tiene que haber una cuarentena de naves de pesca —dijo Gwydre—, y en cada una pueden viajar diez o doce hombres.

—Pero no los caballos —dijo Galahad—, no creo que puedan transportar caballos.

—En tal caso, habremos de luchar sin caballos —dijo Gwydre.

—Es posible que no tengamos que luchar siquiera —dijo Arturo—. Si llegamos primero a Dumnonia y después Sagramor se une a nosotros, es fácil que el joven Meurig vacile. Y si Oengus mac Airem envía una banda de guerreros desde el este hacia Gwent, Meurig se amilanará más aún. Es posible que logremos congelar el ánimo de Meurig ofreciendo una estampa suficientemente amenazadora.

—¿Por qué habría de ayudarnos Oengus a luchar contra su propia hija? —pregunté.

—Porque su hija no le importa, ahí lo tienes —dijo Arturo—. Además, no luchamos contra su hija, Derfel, sino contra Sansum. Argante puede quedarse en Dumnonia, aunque no será reina si Mordred muere. —Volvió a estornudar—. Derfel, conviene que vayas a Dumnonia cuanto antes —añadió.

—¿Con qué objeto, señor?

—Con el objeto de husmear lo que hace el señor de los ratones. Está tramando algo y necesita que un gato le dé una lección, y tú tienes las uñas afiladas. Puedes exhibir la enseña de Gwydre. Yo no puedo ir porque sería una provocación para Meurig, pero tú puedes navegar por el Severn sin levantar sospechas, y cuando llegue la noticia de la muerte de Mordred, proclamas el nombre de Gwydre en Caer Cadarn e impides que Sansum y Argante lleguen a Gwent. Ponlos bajo custodia si es preciso y diles que es por su propia seguridad.

—Necesito hombres —le dije.

—Llévate una embarcación llena y recurre a los de Issa —contestó Arturo, fortalecido por la necesidad de tomar decisiones—. Sagramor te enviará tropas —añadió—. Tan pronto como sepa que Mordred ha muerto, acudiré con Gwydre y todos mis lanceros. Si es que aún conservo la vida, claro —apostilló tras otro estornudo.

—La conservaréis —comentó Galahad con indiferencia.

—La semana próxima —dijo Arturo, mirándome con ojos enrojecidos—, parte la semana próxima, Derfel.

—Sí, señor.

Se dobló para echar otro puñado de carbón al fuego.

—Bien saben los dioses que jamás codicié ese trono —dijo—, pero de una forma u otra consumo mi vida luchando por él. —Se sorbió—. Derfel, nosotros empezaremos a reunir embarcaciones mientras tú reúnes lanceros en Caer Cadarn. Si parecemos muy fuertes, tal vez Meurig lo piense dos veces.

—¿Y en caso contrario? —pregunté.

—Habremos perdido —dijo Arturo—, habremos perdido. A menos que libremos otra guerra, y no estoy seguro de desearlo.

—Jamás lo estáis, señor —dije—, pero siempre las ganáis.

—Hasta ahora —replicó Arturo taciturnamente—, hasta ahora.

Cogió las tenazas para rescatar la herradura del fuego y yo partí en busca de una nave con la que secuestrar un reino.

11

A la mañana siguiente, con la marea baja y un viento de poniente que levantaba olas cortas y rizadas en el río Usk, embarqué en la nave de mi cuñado. Balig, el marido de Linna, mi media hermana, era pescador; no le disgustó descubrir que estaba emparentado con un lord de Dumnonia. Además, el inesperado descubrimiento le había sido provechoso, y se merecía el favor de la suerte pues era un hombre capacitado y decente. Ordenó a seis de mis lanceros que se pusieran a los largos remos de la embarcación y ordenó a los otros cuatro que se agacharan en el pantoque. Sólo tenía una docena de hombres conmigo en Isca, los demás se encontraban con Issa, pero estaba seguro de que esos doce me llevarían sano y salvo hasta Dun Carie. Balig me invitó a sentarme en un cajón de madera que había junto al timón.

—Vomitad por sobre la borda, señor —añadió risueño.

—¿No lo hago siempre así?

—No. La última vez dejasteis el desayuno en los imbornales. Lástima de alimento para los peces. ¡Suelta amarras, sapo infestado de gusanos! —gritó a su ayudante, un esclavo sajón capturado en Mynydd Baddon pero que se había casado con una britana y tenía dos hijos y una amistad con Balig que se expresaba a voces—. De barcas entiende, por lo menos —comentó Balig del sajón, y se agachó sobre la amarra de popa que todavía sujetaba la embarcación al muelle. Estaba a punto de levantarla cuando oímos una voz y los dos alzamos la mirada. Era Taliesin, que se acercaba presuroso desde el montículo cubierto de hierba del anfiteatro de Isca. Balig sujetó la amarra con fuerza—. ¿Espero, señor?

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