Exilio: Diario de una invasión zombie (22 page)

BOOK: Exilio: Diario de una invasión zombie
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22:00 h.

Después de entretenerme durante más o menos una hora con las velas, he levado el ancla y he navegado con mucha lentitud hacia el sudoeste. Sé que esas cosas pueden ver la vela, pero no sabía si al verla moverse sobre el lago querrían seguirla. Mi plan consistía en varar el velero para ganar tiempo. No podría permitirme el tiempo necesario para amarrarlo convenientemente y dejarlo bien atado. Así, el viaje sería tan sólo de ida, porque, una vez el velero hubiese varado, sería necesaria otra embarcación a motor para volver a sacarlo al lago. He observado la costa con los prismáticos en busca de indicios y advertencias de que los muertos hubieran reaccionado a mi presencia.

Había atado una cuerda con nudos a la proa para que me resultara fácil desembarcar cuando llegase el momento. Al mismo tiempo que hacía girar el velamen, he colocado mis tres cargadores de nueve milímetros para el MP5 en un lugar donde pudiera alcanzarlos fácilmente, y he instalado el cuarto con sus veintinueve cartuchos en el arma. No podía cometer ningún error... esto no era la playa de Normandía en los años cuarenta, sino la playa del lago Caddo, donde el número de monstruos tal vez superara al de soldados alemanes y tenía que ser un solo hombre quien les hiciera frente.

Habría preferido que el velero avaluase a una velocidad inferior a los cinco nudos. Quería acercarme con precaución. Al cabo de dos horas de tanteos a babor y estribor, he logrado una buena perspectiva de la cabeza de playa que iba a atacar. En un primer recuento, he divisado una docena de muertos vivientes en la orilla, con su miradas gélidas vueltas hacia mi centro de gravedad. Gracias a las técnicas de compartimentalización que había aprendido en el ejército, he realizado un mediocre intento de expulsar de mi materia gris el pensamiento de que pudieran hacerme pedazos.

Como sabía que la embarcación tenía un calado de por lo menos dos metros, he anticipado un impacto de una notable violencia cuando las velas empujasen velero y quilla contra las rocas de la ribera. Al acercarme a tierra, he desmontado la botavara y me he echado de espaldas, con los pies apoyados en la baranda de delante. Mientras estaba tumbado sobre la cubierta, he tratado de expulsar de mis pensamientos la imagen mental de los muertos vivientes, a fuerza de mirar al mástil y a las nubes que estaban en lo alto. Entonces se ha producido el impacto...

El velero ha escorado con violencia a babor mientras la proa se volvía hacia la derecha, y he oído como todo lo que estaba abajo, en los estantes, se caía estrepitosamente al suelo.

Después de recobrar el equilibrio, he cargado con mi pesada mochila y he preparado el subfusil. Calculaba que debía de haber unos veinte que se acercaban a mi posición, y que podían llegar a ser varios miles si no actuaba con rapidez. He apuntado lo mejor que he podido con el MP5 de cañón corto y he abatido a cinco para tener tiempo de bajar a la orilla por la cuerda de nudos. Ya sólo me quedaban diecinueve cartuchos en el cargador, porque, a una distancia de unos veinte metros, el subfusil no me permitía más que un 50 por ciento de aciertos en los tiros a la cabeza. He llegado al extremo de la cuerda y he puesto los pies en el agua, siempre consciente de que llevaba la Glock cargada y a punto como refuerzo. He buscado con atención un espacio abierto entre el grupo de más o menos diez que seguían en pie, y una vez más, he arremetido como una aguja que atraviesa un tejido y he pasado corriendo entre ellos a toda la velocidad que me ha sido posible.

Esos diez se transformarían en cien si no los dejaba atrás, así que me he echado a correr por la orilla, a la vista de todos, tan rápido como he podido, para que me siguieran. Había recorrido aproximadamente un kilómetro y medio cuando me ha resultado imposible seguir corriendo con la mochila a cuestas. He girado 90 grados a la derecha, me he adentrado entre los árboles para que mis perseguidores me perdieran de vista y entonces he seguido avanzando con el sistema «camina veinte pasos y luego corre otros veinte» durante una hora. Había logrado dejar atrás a los muertos y me hallaba relativamente seguro en las llanuras abiertas de lo que yo creía que era Texas. Mi plan es el siguiente: mientras no disponga de un mapa fiable de esta zona, caminaré hacia el oeste, hasta que encuentre una carretera de dos carriles en dirección norte-sur, y entonces la seguiré hacia el sur hasta llegar a la Interestatal que va de este a oeste hasta llegar a Dallas. Por supuesto que no iré a Dallas... no voy a ir jamás. Simplemente me guiaré por el sistema de carreteras interestatales para regresar al Hotel 23, siempre mediante el sistema de navegación paralela.

Mientras caminaba hacia el oeste con el sol a la espalda, he empezado a sentir que recobraba energías, a despecho de las dolorosas magulladuras que sufría en los pies. ¡Qué no habría dado por llevar algo de molesquina en la mochila! Tal vez me sirviese la cinta aislante. A última hora de la tarde he encontrado una carretera de dos carriles desierta y me he acercado con gran cautela por el este. Había consumido mis reservas de agua hasta quedarme a la mitad del sistema de hidratación CamelBak de la mochila, y por eso me ha parecido que lo mejor sería detenerme en el primer arroyuelo para volver a llenarlo. He tenido que recorrer más de un kilómetro y medio en paralelo a la carretera hasta divisar, en el lado por donde yo caminaba, una conducción de acero para drenaje de aguas que se hundía bajo tierra.

Los prismáticos Steiner se habían ganado el derecho a pesarme en la mochila, tan sólo por haberme ayudado a encontrar agua. Me he acercado a la tubería desde el noroeste, con la máxima precaución, y entonces he descubierto media docena de vacas muertas... o, más bien, lo que quedaba de ellas. Prácticamente todos los cadáveres de vaca tenían las patas arrancadas y desperdigadas por el campo, lo cual quería decir que probablemente las habían matado los muertos. Tampoco habría sido impensable que lo hubiesen hecho perros salvajes, o coyotes, de no ser por un cadáver humano que llevaba mucho tiempo muerto, con una marca de pezuña en la frente y un trozo de piel de vaca cubierto de pelo blanco entre los dientes. La bestia debió de derribar a uno de ellos y acertó al pisarlo. Qué más daba. Probablemente los muertos se habían arrojado sobre las vacas cual pirañas del Amazonas. Casi podía recrear la escena con la imaginación y visualizar lo que debía de haber sucedido durante los primeros meses.

He abandonado el campo abierto en dirección al suministro de agua y he oído el goteo que descendía por la tubería de drenaje hasta el subsuelo de la carretera. La conducción debía de tener el diámetro de un bidón de doscientos cincuenta litros. Había sacado el tubo de mi sistema de hidratación y estaba llenando el depósito cuando, de pronto, he oído algo que se arrastraba dentro de la tubería. Al mirar a la oscuridad, he distinguido una forma humana que me ha parecido que pertenecía a una de esas cosas. Al encender la linterna, he descubierto el cuerpo parcialmente descompuesto de una criatura que había quedado atrapada entre los materiales acumulados en el sistema de drenaje y era incapaz de salir.

La cabeza se le había quedado atrapada de tal manera que no podía verme. Con todo, sí había advertido mi presencia. He vaciado el agua descontaminada que llevaba y he secado el contenedor de plástico de mi sistema de hidratación todo lo bien que he podido con unos calzoncillos limpios que llevaba. He dejado que el pobre diablo se pudriese dentro de su tumba cilíndrica de acero y he reanudado el camino, nuevamente en busca de agua. Como había tenido que desprenderme de toda la que me quedaba, estaba todavía más sediento que antes. He seguido andando hacia el sur en paralelo a la de la carretera de dos carriles. Gracias a los prismáticos, he descubierto que se trataba de la Autopista 59. Me he tomado unos minutos para escribir todo esto en mi diario. En todo momento he estado atento, por si veía uno de esos carteles verdes que indican los kilómetros que faltan para la siguiente ciudad.

En ese momento, el sol empezaba a ponerse, así que he decidido, a pesar de mi sed, que lo mejor sería encontrar un lugar seguro para guarecerme durante la noche. Había casas cerca de la carretera, pero no tendría tiempo para forzar la puerta de una de ellas, entrar y explorarla antes de que se pusiera el sol. No he dejado de caminar, y he observado el entorno con los prismáticos hasta que he descubierto un sitio adecuado para dormir: un tejado de acceso relativamente fácil. Me he detenido en campo abierto y he examinado la mochila, porque no quería cruzar la carretera sin haberme asegurado antes de que todo estaba en su sitio. He colocado la manta de lana en lo alto de la mochila para poder sacarla fácilmente y munición extra de nueve milímetros en el compartimiento con cremallera de la tapa. Luego he sacado los cargadores del MP5 y de la Glock para asegurarme de que todo estuviera en orden: quince más una en la Glock, y veintinueve más una en el MP5. Con las armas a punto, el MP5 en disparo simple y el contenido de la mochila redistribuido, me he echado a correr hacia la casa elegida, un edificio de dos pisos en las afueras de una pequeña zona residencial.

El sol descendía en el horizonte, y con él la temperatura, cuando he llegado a la cerca que separaba el campo de la carretera. He arrojado la mochila sobre las tres tiras de alambre de espino y luego he trepado yo mismo por la cerca con cuidado de no cortarme. Tras recoger la mochila, he oteado la carretera en ambas direcciones. Se divisaba movimiento de muertos vivientes en la lejanía. He cruzado la carretera a paso lento, con cautela, ocultándome tras un viejo coche que llevaba mucho tiempo abandonado. Al llegar al otro lado de la carretera, me he arrodillado y he aprovechado la luz cada vez más tenue para escrutar en la lejanía con los prismáticos. Me ha parecido que el terreno estaba relativamente despejado, así que me he puesto a correr de nuevo, esta vez hasta la casa. La había elegido porque, a 350 metros de distancia, había alcanzado a divisar una escalera de mano. Estaba apoyada en la baranda del porche de entrada.

He conseguido llegar hasta la casa y he colocado la escalera de mano para trepar hasta el tejado y pasar allí la noche. Antes de subir le he echado una ojeada a la casa y he visto que alguien había astillado la puerta desde fuera, y que había orificios de bala en la parte frontal y en los pilares de madera del porche. Otro escenario donde tuvo lugar un último conato de resistencia que terminó mal. Todo el perímetro de la casa estaba cubierto de lo que yo llamo marcas de sangre, lugares que los muertos vivientes habían aporreado durante varios días en un vano intento por entrar.

Alguien había clavado tablones tras las ventanas del piso de abajo, a modo de improvisada barrera, pero casi todos estaban arrancados, y las ventanas estaban rotas por los golpes que les habían propinado desde fuera. A pesar de que pasar la noche en el interior de la casa habría sido una pésima elección, pernoctar en su tejado parecía una opción bastante aceptable. Me he dado por satisfecho con aceptar que el edificio estaba condenado y que no merecía la pena investigar en su interior. Así, he subido precavidamente por la escalera de mano hasta lo alto del porche. Una vez allí, he recogido la escalera de mano y la he colocado sobre el porche para subir hasta el tejado. No he querido correr el riesgo de que una de esas cosas irrumpiera por la ventana del primer piso y me atacase mientras dormía. Una vez en el tejado, he vuelto a recoger la escalera de mano.

Así he llegado a una posición bastante ventajosa, y la luz aún era suficiente para preparar la acampada. He desplegado la manta y he atado la mochila a una de las chimeneas del tejado. Después me he atado el brazo a la mochila con la correa de la cintura, para estar seguro de que no me pondría a rodar por el tejado en sueños ni me caería al vacío. Podía emplear una parte de mi equipo como almohada. Ahora que estoy completamente vestido, con una gruesa manta de lana, pasar la noche aquí arriba no será tan incómodo. Buenas noches.

CADENA DE PRESOS

11 de Octubre

12:32 h.

Me he despertado esta mañana sintiendo la lluvia fría en la cara. He mirado el reloj, que marcaba las 5.20 horas, y el molesto castañeteo de dientes me ha indicado que me había bajado la temperatura corporal. Estaba muerto de sed y he tenido que pugnar con el frío para llegar hasta la mochila y sacar un envase vacío de comida preparada que terminé hace días. Tras envolverme en la manta de lana para protegerme del frío y sujetarme el pie con la tira de la mochila, me he asomado por el alero y he colgado el paquete vacío en el borde, por donde el agua bajaba a raudales hacia la cornisa de la planta baja.

Una vez lleno, me he bebido el agua con sabor a teja hasta no quedar ni una gota, y entonces he vuelto a colgar el envase para que se llenara de nuevo. En pugna constante con el frío que amenazaba con hacerme caer del tejado, he vuelto a recoger agua para llenar el sistema de hidratación. Una vez más, lo he metido todo dentro de la mochila (salvo la manta de lana) y he sacado el tubo para beber del sistema de hidratación para que colgase por fuera, y he pensado que había llegado la hora de reanudar el camino. No he visto a ningún muerto viviente desde el tejado. He empuñado mi navaja y he abierto un corte en el centro de la manta de lana, para poder meter la cabeza y emplearla así como poncho. Era de lana y estaba mojada, y, por lo tanto, no tenía ningún sentido que la llevase en la mochila. La lana tiene la ventaja de que retiene el calor incluso cuando está húmeda.

Luego he tratado de colocar la escalera de mano para empezar a bajar. Me ha resbalado de entre los dedos y ha golpeado estrepitosamente el porche con su otro extremo. La he puesto donde quería, me he cargado la mochila a cuestas y he iniciado el descenso. Parecía que arreciase la lluvia mientras bajaba. En cuanto he llegado al porche, he estado a punto de saltar al vacío de puro miedo, porque una de las criaturas tenía el rostro pegado a la ventana del piso de arriba, en respuesta al ruido que había hecho al colocar la escalera.

La he visto, y ella me ha visto a mí. Me he apresurado a apoyar la escalera en el suelo para completar el descenso. La cosa golpeaba la ventana en un intento por romperla y venir a por mí. A juzgar por el ruido que hacía, no parecía que tuviera fuerzas suficientes para destrozarla. No quiero pensar por qué, pero las visiones y recuerdos que albergaba mi cerebro cuando he llegado al suelo no evocaban un cadáver adulto... era el de un niño.

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