En cambio, ahora… Ahora los tenía todos los días después del colegio, cada tarde, cada noche, cada mañana y todo el fin de semana. ¿Cómo podía tenerlos entretenidos sin pasarse la vida tirada en el suelo jugando al Lego? ¿Sin que se sacaran los ojos el uno al otro o montaran un follón insoportable o la volvieran loca?
Ahora que tenía lo que quería, empezaba a albergar dudas. Que era lo que más había temido de todo esto.
—Mamá, ¿esto es la autopista?
—Sí, cariño. Esto es la autopista.
Una luz del salpicadero empezó a parpadear. El ordenador del coche enviaba de forma regular mensajes en alemán, palabras tremendamente largas, en ocasiones parpadeantes, que Kate se esforzaba por ignorar. Era un coche alquilado; todavía no habían afrontado la tarea de comprar uno.
—¿Mamá?
—Dime, cariño.
—Me hago caca.
Miró el GPS, faltaban dos kilómetros.
—En unos minutos estaremos en casa.
La autopista terminó y Kate enfiló una carretera que discurría paralela a la vía del ferrocarril, conduciendo al lado de trenes de alta velocidad. Después dejó atrás la torre del reloj de la estación, en el corazón del distrito de Gare. Ahora ya sabía dónde estaba. Apagó el GPS. Fuera muletas. Era la única manera de aprender.
—¿Tu marido trabajó allí cuatro años antes de entrar en el banco? —Adam no había levantado la vista de su cuaderno de notas ni soltado el bolígrafo.
—Así es.
—Se marchó un año antes de su salida a bolsa.
—Sí.
—No parece el momento…, en fin, más oportuno.
—Dexter nunca ha tenido demasiado olfato para las finanzas.
—Eso parece. Y entonces se fue a este banco. ¿Qué es lo que hacía, exactamente?
—Llevaba el sistema de seguridad. Su trabajo era imaginar cómo podría la gente intentar acceder al sistema e impedirlo.
—¿Qué sistema?
—Las cuentas bancarias. Protegía las cuentas bancarias.
—El dinero.
—Exacto.
Adam parecía dudar. Kate sabía que sospechaba —que todos lo hacían— de Dexter y su traslado a Luxemburgo. Pero Kate no. Había hecho sus deberes mucho tiempo atrás y Dexter estaba fuera de toda sospecha. Por eso se había permitido casarse con él.
Pero eso ellos no lo sabían, claro. Era lógico que sospecharan. Y quizá ella debería sospechar también, pero se había prometido a sí misma tiempo atrás que no lo haría.
—¿Sabes algo del trabajo que hace? —preguntó Adam.
—Prácticamente nada.
Adam se quedó mirándola, a la espera de más información. Pero Kate no tenía demasiadas ganas de dársela. De hecho, ni siquiera tenía ganas de pensar en ello. Lo cierto era que ni siquiera quería entender el mundo de Dexter, porque no quería que él supiera del suyo. Quid pro quo.
Pero Adam no estaba dispuesto a aceptar la callada por respuesta.
—¿Por qué no?
—Si no hablamos de su trabajo, tampoco tenemos que hablar del mío.
—¿Y ahora?
Kate miró al hombre sentado al otro lado de la mesa que le estaba interrogando sobre detalles íntimos, haciéndole preguntas que ni ella misma se hacía, preguntas que no quería contestar.
—Ahora, ¿qué?
—Ahora que nos dejas, ¿vas a hablarle de tu trabajo?
Kate da un paso adelante y levanta los brazos hacia la mujer. Se abrazan, pero es un abrazo contenido, cauteloso; quizá porque no quieren aplastar sus respectivos pañuelos, obligatorios en París, o el pelo perfectamente arreglado. Quizá no.
—Qué alegría verte —susurra la mujer con intensidad al cuello de Kate—. Qué alegría.
—Sí, a mí también me alegra verte —dice Kate con bastante menos entusiasmo.
Cuando se separan, la mujer deja una mano apoyada en la parte superior del brazo de Kate. La calidez del gesto parece genuina. Pero podría estar intentando evitar que Kate se mueva, sujetándola en el sitio con un gesto suave pero inflexible.
Kate no solo se imagina que todo el mundo las está mirando; también duda de todo. Absolutamente de todo.
—¿Vives aquí? ¿En París?
—La mayor parte del año —dice Kate.
—¿En este barrio?
Kate está mirando en este momento en dirección a su apartamento, a solo unas pocas manzanas.
—No muy lejos.
—¿Y el resto del año?
—Este verano lo pasamos en Italia. Alquilamos una villa.
—¿Italia? ¡Qué maravilla! ¿Qué parte?
—El sur.
—¿La
costiera amalfitana
?
—Por allí, sí. —Kate no da detalles—. ¿Y tú?
—Bueno… —Se encoge un poco de hombros—. Todavía no me he instalado en ningún sitio. Estoy de aquí para allá. —Sonríe. Es una sonrisa cómplice, en realidad.
Kate hace un gesto con el brazo señalando la calle pequeña en que se encuentran, que no es precisamente ni los Campos Elíseos ni el Boulevard Saint Germain.
—¿Y qué te trae a este rincón de París?
—Compras. —La mujer levanta una bolsa pequeña y Kate se da cuenta de que lleva un anillo de compromiso, un diamante discreto, en lugar de la alianza de oro que solía llevar antes. La desaparición de la alianza tiene sentido, pero la aparición del diamante resulta desconcertante.
Si había algo que le gustaba a esta mujer, desde luego, eran las compras, del tipo de las que se hacen en la Rue Jacob: antigüedades, telas, muebles. Libros ilustrados sobre antigüedades, telas y muebles. Pero Kate siempre había pensado que aquello era una tapadera.
Es imposible saber qué facetas de esta mujer son reales, si es que hay alguna.
—Claro —dice.
Se miran la una a la otra con una sonrisa congelada.
—Escucha, me encantaría que quedáramos para ponernos al día. ¿Dexter está en la ciudad?
Kate asiente.
—¿Te apetece que tomemos una copa esta noche? ¿O que cenemos?
—Estaría bien —dice Kate—. Tengo que ver si Dexter puede. —Mientras habla, se da cuenta de que la mujer está a punto de sugerirle que le llame ahora mismo por teléfono, así que se adelanta—: Voy a llamarle.
Busca el móvil en su bolso ganando tiempo mientras intenta pensar en una excusa plausible. «Está en el gimnasio» es lo mejor que se le ocurre. No suena mal, y además posiblemente es cierto. Dexter va al gimnasio o juega al tenis todos los días. Su trabajo a tiempo completo como agente de inversiones le ocupa, como mucho, media jornada.
—Así que dame tu teléfono.
—¿Sabes qué? —La mujer ladea la cabeza—. ¿Por qué no me das tú el tuyo?
Mete la mano en el bolso y saca una agenda de cuero con un bolígrafo a juego. Pequeños artículos de lujo comprados en la misma tienda que el abrigo. Esta mujer se presenta en París y se gasta una fortuna a solo unas pocas manzanas de donde vive Kate. ¿Puede ser una coincidencia?
—No sé dónde he puesto el cargador —dice la mujer—. No quiero que por un teléfono sin batería nos quedemos sin vernos.
Esto es una solemne mentira y Kate casi se echa a reír. Pero reconoce que es justo. Es difícil enfadarse con alguien por mentirte cuando tú estás haciendo lo mismo. Kate dicta su número de teléfono y la mujer lo escribe. Aunque sabe perfectamente que esta mujer no necesita apuntarse un número para recordarlo.
Le maravilla la cantidad de mentiras que se están diciendo la una a la otra.
—Te llamo sobre las cinco, ¿de acuerdo?
—Perfecto.
Se abrazan de nuevo e intercambian otro par de sonrisas forzadas.
La mujer comienza a alejarse y Kate se sorprende mirándole el trasero, más grande que antes. En otro tiempo esta mujer había sido muy delgada. En realidad, no hace tanto.
Se vuelve y echa a andar en dirección contraria, la opuesta a su casa, sin ningún otro motivo que poner distancia entre ella y la mujer. Se contiene para no volverse, por no seguir mirándola mientras se aleja. Sabe que no debe hacerlo.
—Una cosa, Kate. —La mujer está caminando de nuevo hacia ella.
—¿Sí?
—¿Podrías darle a Dexter un mensaje de mi parte? —Sigue andando despacio y acercándose a Kate.
—Claro.
—Dile —continúa la mujer, ya a solo un paso de Kate— que el coronel ha muerto.
—Entonces —dijo Kate levantado la vista de los libros para colorear que estaba disponiendo sobre la mesa para los niños, que seguían cansados y bajo los efectos del
jet-lag
— ya has empezado a trabajar. Y bastante.
Dexter levantó las cejas, le había cogido por sorpresa la crítica, la queja implícita en el comentario de su mujer.
—Había muchas cosas que no podían esperar —dijo.
—Pero ahora ya estás más libre. —Una afirmación que Kate sabía que no era cierta. Pero quería oírlo de labios de Dexter. Aunque su relación desde la mudanza marchaba bien, no había podido contar con él todo lo que le habría gustado.
—No del todo.
—Pensaba que ibas a incorporarte al trabajo poco a poco. Que tendrías tiempo para ayudarnos a instalarnos.
Después de tres horas visitando casas con el agente inmobiliario, habían elegido un apartamento grande situado en el centro histórico de la ciudad. Los muebles de alquiler habían llegado a los tres días de firmar el contrato y entonces pudieron dejar el hotel. Kate empezó a deshacer las feas maletas gigantes y a colocar las cacerolas, sartenes, toallas y sábanas alquiladas. El contenedor con sus pertenencias no llegaría por barco hasta un mes después.
Había esperado que Dexter la ayudara a deshacer el equipaje, pero no había sido así.
—Me prometiste que no tendría que hacer todo esto sola, Dexter.
Dexter le dirigió una mirada que era una alusión a que los niños estaban delante.
—Y quiero ayudarte. Pero también tengo que trabajar.
—Pero ¿por qué precisamente ahora?
—Porque la oficina tiene que estar segura cuanto antes. He tenido que instalar los sistemas de seguridad. Comprar los equipos, contratar electricistas y carpinteros, supervisar su trabajo. Tenía que hacer todo esto lo antes posible porque también necesito empezar a trabajar en algo importante que está en marcha ahora.
—Pero ¿qué exactamente? ¿Qué es lo que está en marcha?
—Es difícil de explicar.
—¿Y no lo puedes intentar?
Dexter suspiró.
—Sí, lo puedo intentar. Pero, por favor, esta noche no, ¿vale?
Kate se quedó mirándole y sin hablar al principio, aunque ambos sabían lo que iba a decir, y que esta pausa muda no era más que una demostración de protesta. Cuanto más tiempo tardara en hablar, mayor era la protesta.
—Vale —dijo después de unos segundos. Poco tiempo. Una protesta no tan enérgica al fin y al cabo—. Pero por lo menos quiero que me digas quién es tu cliente.
Dexter suspiró de nuevo.
—Katherine, ya te…
—Te lo he dicho, llámame Kate.
Dexter la miró furioso.
—Muy bien,
Kate
. Ya te lo he explicado. En esta ciudad todo el mundo trabaja en la banca. No estaría bien (de hecho estaría muy mal) que la competencia de mi cliente supiera que ha contratado a un experto en seguridad de Estados Unidos para analizar sus procedimientos.
—¿Por qué?
—Es un signo de debilidad, de inseguridad. Se trata de información que podría usar la competencia contra nosotros para quitarnos a nuestros clientes con el argumento de que nuestro banco no es lo suficientemente seguro. Incluso sería perjudicial si lo supiera la gente que trabaja para mi cliente.
—Muy bien, eso lo entiendo. Pero ¿por qué no puedes contármelo a mí?
—Porque no ganarías nada sabiéndolo, Kat…, quiero decir Kate. Los nombres de estos bancos ahora no te dicen nada, pero tarde o temprano descubrirás que, tal vez, el marido de tu mejor amiga trabaja para mi cliente. Y después de unas copas, es posible que te presione. Ya sabes: «Vamos, Kate, a mí puedes contármelo». Eso te pondría en una situación incómoda. ¿Y para qué? —Negó con la cabeza—. No tiene sentido.
—¿El qué no tiene sentido? ¿Que seas sincero con tu mujer?
—No, cariño. Lo que no tiene sentido es decirte algo que luego tendrás que mantener en secreto. Ante todo el mundo. Muchos inconvenientes y ninguna ventaja.
Secretos. Pero ¿qué sabría Dexter de guardar secretos?
—Entonces, ¿qué le digo a la gente? —preguntó.
—Les dices la verdad: que mi contrato me prohíbe revelar el nombre de mi cliente.
—¿Incluso a tu mujer?
—A nadie le va a importar. La economía entera de este sitio se basa en el secretismo.
—De todas maneras —dijo Kate— suena, no sé, poco matrimonial.
Le maravillaba su capacidad de acusar a Dexter de sus propios pecados.
—No pasará nada —dijo este—. Tú confía en mí.
Dexter condujo el Volvo alquilado bajo la suave lluvia rodeando la embajada, circunscribiendo el complejo de edificios en un círculo amplio e irregular —no era realmente un círculo, sino una forma geométrica no definida, un polígono irregular de cinco lados, un pentágono mal hecho— en busca de un sitio para aparcar. Por fin encontraron uno muy justo debajo de un castaño, con la tierra cubierta de hojas y cáscaras; los británicos las llamaban
conkers
porque, cuando se caen, te golpean,
conk
, en la cabeza.
Había media docena de personas en las inmediaciones de la caseta de seguridad, esperando a que los guardias les llamaran, les hicieran pasar sus objetos personales por la máquina de rayos X y después los acompañaran por el diminuto jardín hasta la sala de espera del edificio consular, donde esperarían cinco, diez, quince minutos.
Kate había estado en esta embajada en una ocasión, hacía años, y no había tenido que esperar.
Les llamaron. Kate y Dexter entraron en una habitación diminuta. Una de las paredes estaba ocupada casi enteramente por una ventana a prueba de balas detrás de la cual había un hombre uniformado.
—Buenos días —dijo—. Sus pasaportes, por favor.
Deslizaron sus pasaportes por la ranura. El hombre examinó los documentos y después consultó su ordenador. Durante un minuto, quizá dos, el silencio fue completo, Kate podía oír el tictac de un reloj al otro lado del cristal. El hombre pulsaba la tecla del ratón, movía el cursor, tecleaba cosas. En un par de ocasiones miró a Kate y a Dexter a través del grueso cristal.
Kate no tenía razones para estar nerviosa, pero lo estaba.
—¿En qué puedo ayudarles, señor y señora Moore?
—Nos hemos mudado aquí —dijo Dexter—. Llegamos hace dos semanas.