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Authors: Teresa Cameselle

Falsas ilusiones (2 page)

BOOK: Falsas ilusiones
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—Y vaya a ver a la señora un momentito, que hoy no se encontraba muy bien y mandó llamar al médico.
—¿Ha venido el médico? —Fernando se volvió hacia la mujer, preocupado, mientras ésta asentía y se santiguaba con gesto supersticioso—. ¿Y qué ha dicho?
—Pues ¿qué va a decir? Lo de siempre. —Rosario se encogió de hombros y siguió desenvainando los guisantes—. Que mucho descanso, que buenas comidas..., pero que de nada sirven si no se llevan a su madre a uno de esos sanatorios que hay ahora para tísicos, a un sitio seco y soleado, que allí se cura la gente, y no aquí, con esta humedad... —Se detuvo, incapaz de seguir con su razonamiento, y le hizo gestos a Fernando para que se marchara de una vez, mientras comenzaba una letanía invocando la ayuda de los santos del cielo.
Fernando subió los peldaños de la escalera de dos en dos, y abrió con cuidado la puerta del gran dormitorio de sus padres. A los pies de la cama, sus hermanas Rosa y Lucía, de catorce y quince años, hacían compañía a la enferma. Una bordando en un pequeño bastidor; la otra, leyendo en voz alta una novela de Benito Pérez Galdós.
—Aquí estás. Sabes que no me gusta que faltes a las comidas. —Recostada entre almohadones, pálida y tan delgada que parecía que iba a desaparecer entre los pliegues de las mantas, Juana de Novoa aún tenía fuerzas para regañar a su primogénito—. Y mira qué pinta tienes, si pareces en verdad un pescador de los arrabales.
—¿Se encuentra mejor, madre? —Fernando se acercó para besarla en la frente. En sus tiempos de estudiante en la universidad, amigos suyos aspirantes a médico le habían insistido en las teorías de que la enfermedad de su madre se contagiaba por el aire, de que cualquiera que estuviese a su alrededor podía caer enfermo. Sin embargo pasaban los años y, aunque la pobre enferma se iba consumiendo y ningún tratamiento lograba más que una mejoría temporal, la familia no presentaba síntomas de enfermedad, y por ello se negaban a mantenerla aislada—. Dice Rosario que ha venido a verla el médico.
—Sólo estoy un poco cansada, no te preocupes. Tu padre ha hecho venir al cirujano, don José Rodríguez, que dice que si duermo una pequeña siesta y me tomo ese jarabe que sabe tan mal, por la noche estaré perfectamente. Ya sabes que cenamos en casa del coronel Tejada.
—Sí, lo sé.
—No parece que te alegres. —Juana extendió hacia su hijo su mano blanca, casi transparente; esperó a que él se la tomara y se sentara al borde de su cama.
—Usted no debería salir de casa, y menos por la noche, no está para fiestas ni saraos.
—Sólo es una reunión con unos buenos amigos, casi familia. Hace veinte años que no nos vemos, pero siempre hemos mantenido el contacto, y no imaginas cuánto me alegra que vuelvan a ser nuestros vecinos. Además, ya sabes que tienen una hija.
—Madre...
Al pie de la cama, las dos jovencitas soltaron una risita que fue recibida con una mirada reprobadora de su madre. Al momento, Rosa volvió a su labor y Lucía hundió la nariz entre las páginas de su libro.
—¿No vas a darme ese gusto, hijo? —Juana adoptó su mejor expresión de mártir, sabiendo que en esa ocasión no le valdrían órdenes ni amenazas—. Verte casado, con hijos... Sabes lo enferma que estoy, en cualquier momento puedo tener una recaída fatal.
—No diga esas cosas. —Fernando apretó la mano que sostenía entre las suyas, y al momento aflojó la presión, temiendo romper aquellos huesos finos, como de ave.
Ver a su madre devorada por aquella maldita enfermedad incurable le provocaba una sensación de impotencia que le angustiaba hasta el extremo. Y aunque era consciente de que ella estaba jugando la baza de la compasión, no se sentía con fuerzas para negarle nada.
—No te pido un sacrificio, Fernando, sólo que hagas lo natural a tu edad. La hija del coronel es una joven bien educada, bonita, y con la que seguro que tendrás intereses en común. Es de buena familia y además hija única, con lo que recibirá una buena dote y, el día de mañana, toda la herencia de sus padres, que será para vosotros y vuestros hijos. No, no frunzas el cejo ni te escandalices por lo que te digo. Éste es mi deseo y el de tu padre; nunca te hemos pedido nada y te lo hemos dado todo. ¿Vas a ser ahora tan desagradecido con tu familia?
—No, madre, por supuesto que no. Pero comprenderá que ni siquiera la conozco y ya está usted llevándonos al altar.
—Esta noche la conocerás y verás que es la novia perfecta.
Fernando asintió con resignación y le rogó a su madre que no siguiera hablando al ver que el pecho le subía y bajaba con esfuerzo, y que su rostro palidecía aún más. Se despidió para dirigirse a su habitación y descansar un poco antes de empezar a arreglarse para la dichosa cena.
Ya apenas se acordaba de la joven del puerto que tanto lo había trastornado con sus modales de señoritinga y sus hermosas piernas que le había mostrado casi hasta las rodillas. No, no se acordaba de su pelo oscuro, oculto bajo el velo, ni de su rostro moreno, casi cetrino, quizá por efecto de la manera en que fruncía el cejo y achicaba los ojos, como queriendo fulminarlo con la mirada. Ni se acordaba en absoluto de la forma en que se había alejado, meneando las caderas y haciendo oscilar las largas faldas a su paso.
Al demonio con las mujeres y el matrimonio; seguro que ellas lo habían inventado para hacer sufrir los tormentos del infierno en vida a sus esposos. Se casaría, sí, si no le quedaba más remedio, pero sería él y no su esposa quien mandase en la casa, y que tuviera cuidado la incauta que creyese posible llevarle la contraria.

 

Diana llegó puntual para la comida a la casa que sus padres habían arrendado en la ciudad. Ya casi ni se acordaba del joven del puerto. Aquel marinero descarado que no había insistido en ofrecerle su ayuda para levantarse e incluso había aprovechado para mirarle las piernas mientras estaba tirada en el suelo. Un humilde pescador. Valiente sinvergüenza, haberla mirado así a ella, que era hija de un coronel de la Armada, nieta de un almirante. A ella, a quien habían pretendido militares y civiles, desde Madrid hasta el puerto de Cádiz, y que a todos había rechazado, aquél por ser demasiado joven, el otro demasiado viejo, uno muy alto, el otro muy moreno. Y así, durante años, Diana había buscado el hombre adecuado y, para su desgracia, el verano anterior creyó haberlo encontrado. Pero ésa era una historia en la que ya no quería pensar más. Era tan magnánima como para premiar a aquel hombre con el olvido, puesto que no se merecía siquiera su desprecio.
De regreso a la ciudad vieja, mientras dejaba atrás el puerto de pescadores, volvió a su memoria la escena de la mañana. Algo la desconcertaba de aquel encuentro. Se negaba a creer que el rostro bien parecido del pescador fuera el único motivo de su extrañeza. Recordó las palabras tan groseras que le había dirigido, acusándola de dejarlo sin comer aquel día, y entonces comprendió lo que la intrigaba. Era su forma de hablar. Por lo que había oído desde su llegada a La Coruña, las clases bajas solían expresarse en su idioma propio, plagado de giros y modismos que ella apenas llegaba a comprender. Sin embargo, aquel hombre le había hablado en un correcto castellano, digno de un bachiller se diría, si estuviera uno dispuesto a creer que aquel mentecato había cursado estudios alguna vez en su vida.
De todos modos, se confesó con el anciano párroco, don Prudencio, tan duro de oído que sus pocos pecados habían resonado por toda la nave de piedra, para regocijo de las pocas beatas que rezaban el rosario aquella fría mañana.
Y ahora, ya de regreso en la casa, le tocaba soportar a su madre que correteaba de aquí para allá hablando de no sé qué cena, más preocupada por algo que ocurriría muchas horas después, que de la comida servida en la mesa.
—Fernando Novoa es uno de los principales hombres de la ciudad —informó a su hija, mirándola intensamente para obligarla a concentrarse en lo que le decía—. Es armador, dueño de una flota de barcos, tanto de pesca como de transporte de mercancías. Y su hijo mayor, Fernandito, heredará la mayor parte de su imperio.
—¿Fernandito? —repitió Diana intrigada, pensando que le hablaban de un niño pequeño.
—Bueno, hace muchos años que no vemos al muchacho.
—Desde que nació, en realidad —dijo su padre, deteniendo un momento en la importante labor de tomarse su sopa hasta la última gota antes de que el plato dejara de humear—. Fuimos sus padrinos de bautizo.
—Ay, es cierto, cómo pasan los años. Y que no hayamos vuelto a verlos en todo este tiempo, con lo buenos amigos que hemos sido siempre...
—¿Eso fue cuando vivían en La Coruña, antes de que yo naciera? Entonces, madre, su ahijado tiene al menos cinco años más que yo.
—Seis para ser exactos.
—Pues ya puede apearle lo de Fernandito, digo yo.
—Tienes razón, ya es un hombre hecho y derecho. Y muy apuesto, por lo que me han dicho.
Diana tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no levantarse y salir corriendo. O para no ponerse a gritar al ver la sonrisa cómplice de su madre. Ni una semana llevaban en su nuevo hogar y ya le había encontrado un pretendiente. No daba crédito.
—Madre, yo...
—Tú te pondrás tu mejor vestido, ensayarás tus partituras y lucirás tu mejor sonrisa durante toda la velada.
—Padre...
—Harás lo que tu madre te dice.
—Pero ¿no son sus buenos amigos? ¿Saben ellos que...?
Las palabras se extinguieron en sus labios ante la severa mirada de su padre. Diana comprendió que se había excedido. Aquella cuestión había sido zanjada y enterrada bajo una pesada losa de silencio. Nunca se volvería a mencionar entre ellos, bien lo sabía, pero ni siquiera su padre podría evitar que tarde o temprano el rumor llegara a aquellas tierras, siguiéndolos como un perro fiel.
—Fernando Novoa sabe que lo aprecio como a un hermano, y a su hijo, como ahijado mío que es, sólo puedo desearle lo mejor.
—No sé si estaré a la altura —murmuró aún, terca, Diana.
Un silencio severo y el ruido de las cucharas en los platos fue la única respuesta.
A los postres se retomó el tema, cuando ya creía que lo habían dado por zanjado. Su madre los dejó a solas, con la excusa de servir ella misma la tarta que había preparado aquella mañana, y al momento su padre la miró y Diana notó como se le encogía el estómago.
—He hablado con Novoa y todo está decidido y tratado. Es un acuerdo que nos complace a todos y una buena oportunidad para ti, buenísima en realidad, teniendo en cuenta tus posibilidades. —Tejada se removió inquieto en su silla, conteniendo la ira en ebullición que lo invadía al recordar lo ocurrido pocas semanas atrás—. No puedes oponerte, hija, sería tanto como decidir no casarte nunca, y no creo que sea eso lo que quieres.
—No, padre.
—Tu madre se alegrará de ver que has entrado en razón.
Callar, asentir y poner buena cara. Era lo único que se podía hacer en aquellas circunstancias. Casarse con el hijo de los Novoa tal vez no fuera el peor de los destinos. Sin duda, podría encontrar en él algún rasgo atractivo, algún interés común, o quizá, simplemente, esperar que fuese un joven no demasiado feo, ni desagradable, desaseado o vulgar. Puede que fuese alguien del montón, alguien que pasase desapercibido cuando se lo cruzara en la calle, alguien fácil de ignorar aun cuando fuera su esposo, su amo y señor, el padre de sus hijos. Notó que se le erizaba la piel de los brazos ante la sola idea de compartir tal intimidad con un desconocido. No sólo era vivir con él, llevar su hogar y zurcir sus calcetines. Dormirían juntos y él podría tocarla, besarla y sembrar en ella su semilla. Decidió odiarlo, era lo único que le quedaba por hacer y lo que nadie podría prohibirle.

 

Las comisuras de los labios le temblaron cuando se inclinó sobre su mano, sin llegar a besársela, como mandaba el protocolo. Diana elevó las cejas, altiva, negándose a darle el gusto de demostrar su sorpresa. Pero la mirada sonriente de Fernando a punto estuvo de hacerla flaquear.
—Qué belleza de criatura —decía Fernando Novoa padre a su esposa, que asentía encantada ante las buenas perspectivas que engañosamente se auguraban.
—Se parece a ti, Adela, y supongo que, igual que tú, habrá tenido mil pretendientes rondándola en los últimos tiempos.
Juana de Novoa estrechó brevemente entre sus huesudos brazos a su buena amiga, a la que ya consideraba futura consuegra, sin acertar a ver el gesto contrariado de ésta y su esposo ante sus palabras.
—Bueno, ya sabéis cómo son los andaluces —bromeó Gonzalo Tejada, mientras les indicaba a sus invitados el camino hacia el comedor—, mucha palabrería pero poca seriedad.
—Hombre, Gonzalo, tampoco es eso. Yo también he vivido en Cádiz, y he tenido allí empleados...
Las dos parejas mayores entraron en el comedor hablando de sus cosas, mientras Diana y Fernando se quedaban rezagados, mirándose como dos boxeadores a punto de comenzar una pelea épica.
—Veo que has podido recuperar tu zapato del asalto de mis peligrosas sardinas —observó él, haciendo una seña hacia el botín reluciente que asomaba bajo las largas faldas de Diana.
—Al parecer, algunas de mis pertenencias se han perdido en la mudanza y no tengo más que este calzado para usar en tanto no aparezca el resto.
No tenía por qué darle explicaciones, pero le daba rabia que él se hubiera dado cuenta de que llevaba los mismos botines que por la mañana.
—Seguro que tu padre te compraría una zapatería entera sólo con que se lo pidieses. Se ve que eres la niña de sus ojos.
—Soy su única hija.
—Con más razón.
—No me malcrían tanto como pareces pensar.
—¿No?
—Desde luego, a mí no me hacen trabajar en el puerto, como un humilde pescador.
—Sería un bonito espectáculo verte caminar con la cesta de sardinas en la cabeza y la falda remangada para que no te la mojaran las olas.
Diana se ruborizó y apretó los puños, abriéndolos y cerrándolos, tratando de calmar su ira.
—Me temo que es un espectáculo para el que no tendrás entradas.
—¿Estás segura? —Fernando se acercó, demasiado, inclinándose para hablarle muy cerca del oído—. ¿Crees que nunca te veré con las faldas remangadas? Juraría que eso es lo que me han ofrecido para traerme aquí esta noche.
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