Festín de cuervos (116 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Festín de cuervos
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—¿Lady Catelyn? —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Dijeron... Dijeron que habíais muerto.

—Y así fue —aseguró Thoros de Myr—. Los Frey le rebanaron el cuello de oreja a oreja. Cuando la encontramos junto al río llevaba tres días muerta. Harwin me suplicó que le diera el beso de la vida, pero había pasado demasiado tiempo. No quise hacerlo, así que fue Lord Beric quien puso los labios en los suyos, y la llama de la vida salió de él para entrar en ella. Y... se levantó. El Señor de la Luz nos ampare. Se levantó.

«¿Todavía estoy soñando? —se preguntó Brienne—. ¿No será otra pesadilla nacida de los dientes de Mordedor?»

—Yo no la traicioné jamás. Decídselo. Lo juro por los Siete. Lo juro por mi espada.

La cosa que había sido Catelyn Stark volvió a llevarse la mano a la garganta; los dedos pellizcaron el espantoso tajo del cuello, y graznó más sonidos.

—Dice que las palabras se las lleva el viento —replicó el norteño a Brienne—. Dice que tenéis que demostrar vuestra fidelidad.

—¿Cómo? —preguntó Brienne.

—Con vuestra espada. ¿No decís que se llama
Guardajuramentos
? Pues mi señora quiere que guardéis el juramento que vos le hicisteis a ella.

—¿Qué quiere que haga?

—Quiere a su hijo vivo, y si no, a los hombres que lo mataron —dijo el hombretón—. Quiere dar de comer a los cuervos, como hicieron ellos en la Boda Roja. Quiere Freys y Boltons, sí. Esos se los proporcionaremos nosotros, tantos como desee. De vos sólo quiere a Jaime Lannister.

«Jaime.»

El nombre fue para ella como un cuchillo que le retorcieran en el vientre.

—Lady Catelyn, no... No lo entendéis. Jaime... me salvó de ser violada cuando nos cogieron los Titiriteros Sangrientos, y luego fue a buscarme, saltó desarmado al foso del oso... Os juro que no es quien fue. Me envió a buscar a Sansa para protegerla; no pudo tomar parte en la Boda Roja.

Los dedos de Lady Catelyn se clavaron más profundamente en el cuello. Las palabras salieron a borbotones, rotas y ahogadas, un río frío como el hielo.

—Dice que tenéis que elegir —explicó el norteño—. Coged la espada y matad al Matarreyes, o seréis ahorcada por traidora. La espada o la soga, dice. Elegid, dice. Elegid.

Brienne recordó su sueño, aquel en el que esperaba en los salones de su padre al chico con el que iba a casarse. En el sueño se había cortado la lengua a mordiscos.

«Tenía la boca llena de sangre.» Tomó aliento.

—No puedo hacer esa elección —dijo.

Se hizo un largo silencio. Al final, Lady Corazón de Piedra habló otra vez. En aquella ocasión, Brienne la entendió. Solamente fue una palabra.

—Ahorcadlos —graznó.

—Como ordene mi señora —dijo el hombretón.

Volvieron a atarle las manos y la sacaron de la cueva por un sendero de piedra empinado que llevaba a la superficie. Se sorprendió al ver que, en el exterior, ya había salido el sol. Los haces de luz blanca del amanecer se filtraban entre las ramas de los árboles.

«Hay muchos árboles para elegir —pensó—. No tendrán que llevarnos muy lejos.»

Así fue. Bajo un sauce retorcido, los bandidos le pusieron un nudo corredizo al cuello, lo tensaron y lanzaron el otro extremo de la soga por encima de una rama. A Hyle Hunt y a Podrick Payne les tocaron olmos. Ser Hyle gritaba que él mismo mataría a Jaime Lannister, pero el Perro lo hizo callar con una bofetada. Había vuelto a ponerse el yelmo.

—Si tenéis pecados que confesar a vuestros dioses, este es el momento.

—Podrick no os ha hecho ningún daño. Mi padre pagará un rescate por él. Por algo llaman a Tarth la Isla Zafiro. Mandad a Podrick con mis huesos al Castillo del Atardecer, y os dará zafiros, plata, lo que queráis.

—Quiero recuperar a mi mujer y a mi hija —dijo el Perro—. ¿Puede darme eso vuestro padre? Si no, que se vaya a tomar por culo. El crío se pudrirá a vuestro lado. Los lobos os roerán los huesos.

—¿Vas a ahorcarla de una vez, Lim? —preguntó el tuerto—. ¿O pretendes matarla de aburrimiento?

El Perro le quitó el otro extremo de la soga al hombre que lo tenía en las manos.

—A ver qué tal baila —dijo, y dio un tirón.

Brienne sintió cómo el cáñamo se le hundía en la piel y la obligaba a levantar la barbilla. Ser Hyle lanzaba maldiciones de lo más elocuente, pero no así el chico. Podrick no levantó la vista en ningún momento, ni cuando le arrancaron los pies del suelo.

«Si es otro sueño, ya es hora de que despierte. Si es verdad, ya es hora de morir.»

Sólo veía a Podrick, con la soga en torno al cuello flaco, sacudiendo las piernas. Ella abrió la boca. Pod pateaba, se asfixiaba, moría. Brienne aspiró a la desesperada mientras la soga la estrangulaba. No había sentido nunca un dolor tan intenso.

Gritó una palabra.

CERSEI (10)

La septa Moelle era una bruja de pelo blanco con el rostro tan afilado como un hacha y los labios fruncidos perpetuamente en un gesto de desaprobación.

«Seguro que esta sigue siendo doncella —pensó Cersei—, aunque a estas alturas tendrá la virginidad más rígida y resistente que el cuero endurecido.»

La escoltaban seis caballeros del Gorrión Supremo, con la espada arcoiris de su orden rediviva grabada en los escudos de lágrima.

—Septa, decidle a Su Altísima Santidad que esto es un ultraje. No toleraremos tamaña osadía. —Cersei estaba sentada al pie del Trono de Hierro, ataviada con seda verde y encaje dorado. Las esmeraldas centelleaban en sus dedos y en su cabellera dorada. Los ojos de la corte y de toda la ciudad estaban clavados en ella, y quería que vieran a la hija de Lord Tywin. Cuando terminase aquella farsa de titiriteros, todos sabrían que sólo tenían una reina verdadera. «Pero para eso tendremos que bailar sin que se vean los hilos»—. Lady Margaery es la esposa de mi hijo, su abnegada compañera y consorte. Su Altísima Santidad no tiene motivos para rozarle un cabello a su persona, ni para confinarlas a ella y a sus primas, a las que tanto queremos. Exijo que las libere de inmediato.

La expresión adusta de la septa Moelle no cambió.

—Le transmitiré a Su Altísima Santidad las palabras de Vuestra Alteza, pero me duele tener que decir que la joven reina y sus damas no quedarán en libertad a menos que se demuestre su inocencia.

—¿Inocencia? Si sólo hace falta ver sus rostros, tan dulces y jóvenes, para ver lo inocentes que son.

—Con frecuencia, un rostro dulce oculta un corazón pecador.

—¿De qué ofensa se acusa a esas jóvenes doncellas? —preguntó Lord Merryweather, que estaba sentado a la mesa del consejo—. Y ¿quién las acusa?

—Megga y Elinor Tyrell están acusadas de impudicia, fornicio y conspiración para cometer traición —respondió la septa—. A Alla Tyrell se la acusa de presenciar su deshonra y ayudarlas a ocultarla. A la reina Margaery se la acusa de lo mismo, así como de adulterio y alta traición.

Cersei se llevó una mano al pecho.

—¡Decidme quién difunde semejantes calumnias sobre mi nuera! No creo ni una palabra de todo eso. Mi querido hijo ama a Lady Margaery con todo su corazón; ella jamás tendría la crueldad de traicionarlo.

—El acusador es un caballero de vuestra propia Casa. Ser Osney Kettleblack ha confesado su relación carnal con la Reina ante el Septón Supremo, delante del altar del Padre.

En la mesa del consejo, Harys Swyft dejó escapar una exclamación, y el Gran Maestre Pycelle apartó la vista. Un zumbido llenó el aire, como si hubieran soltado un millar de avispas en el salón del trono. Varias damas de las galerías empezaron a marcharse, seguidas por un reguero de señores menores y caballeros situados al fondo de la estancia. Los capas doradas los dejaron salir, pero la Reina había dado instrucciones a Ser Osfryd para que tomara nota de todos los fugitivos.

«De repente, la rosa Tyrell ya no huele tan bien.»

—Ser Osney es joven y lujurioso, no lo ignoro —replicó la Reina—, pero también es un caballero fiel. Si dice que participó en esta... No, no puede ser. ¡Margaery es doncella!

—No. Yo misma la examiné por orden de Su Altísima Santidad. Su virginidad no está intacta. Las septas Aglantine y Melicent os lo confirmarán, al igual que la propia septa de la reina Margaery, Nysterica, que ha quedado confinada en una celda de penitencia por tomar parte en la deshonra de la Reina. También examinamos a Lady Megga y Lady Elinor. Ninguna de las dos estaba intacta.

Las avispas zumbaban tanto que la Reina casi no podía pensar.

«Espero que la pequeña reina y sus primas disfrutaran de sus cabalgadas.»

Lord Merryweather dio un puñetazo en la mesa.

—Lady Margaery prestó juramento solemne delante de Su Alteza la Reina y de su difunto padre; juró que era doncella. Muchos fuimos testigos. Lord Tyrell también testificó sobre su inocencia, al igual que Lady Olenna, cuya reputación es intachable. ¿Queréis hacernos creer que todas esas nobles personas nos mintieron?

—Tal vez también estuvieran engañadas, mi señor —respondió la septa Moelle—. No podría decíroslo. Sólo puedo dar fe de la veracidad de lo que descubrí yo misma cuando examiné a la Reina.

La imagen de aquella vieja amargada metiendo los dedos arrugados en el coñito rosado de Margaery era tan cómica que Cersei estuvo a punto de echarse a reír.

—Insistimos en que Su Altísima Santidad permita que nuestros maestres examinen a mi nuera para determinar si hay algún rastro de verdad en estas injurias. Gran Maestre Pycelle, acompañaréis a la septa Moelle al septo de Baelor
el Bienamado
y volveréis para traernos la verdad sobre la virginidad de Margaery.

Pycelle se había puesto del color de la leche cortada.

«El viejo imbécil no se calla nunca en las reuniones del consejo, y ahora que necesito que diga cuatro palabras se queda mudo», pensó la reina.

—No hace falta que examine sus... partes íntimas. —dijo al fin el anciano, con voz temblorosa—. Me duele tener que decirlo, pero... la reina Margaery no es doncella. Me ha pedido que le prepare té de la luna, y no una vez, sino muchas.

El rugido que siguió a sus palabras fue mayor de lo que Cersei Lannister se había atrevido a esperar.

Ni el heraldo real que golpeaba el suelo con la pica consiguió acallarlo. La Reina se dejó bañar por el sonido unos instantes, saboreando las palabras que marcaban la caída en desgracia de la pequeña reina. Cuando calculó que ya había durado suficiente se levantó y, con rostro pétreo, ordenó a los capas doradas que despejaran la sala.

«Es el fin de Margaery Tyrell», pensó henchida de júbilo.

Sus caballeros blancos la rodearon cuando salió por la Puerta del Rey, situada tras el Trono de Hierro: Boros Blount, Meryn Trant y Osmund Kettleblack, los últimos hombres de la Guardia Real que quedaban en la ciudad.

El Chico Luna estaba junto a la puerta, con la matraca en una mano y los grandes ojos redondos llenos de confusión.

«Será un bufón, pero un bufón honrado. Maggy
la Rana
también debería haberse vestido como él, visto lo que sabía del futuro. —Cersei rogaba por que la vieja estafadora estuviera padeciendo en el infierno. La joven reina cuya llegada había predicho estaba acabada; si esa profecía podía ser errónea, las demás también—. Nada de mortajas doradas, nada de
valonqar
. Por fin estoy libre de tu maldad.»

Los que quedaban de su consejo privado la siguieron. Harys Swyft parecía estupefacto. Dio un traspié en la puerta, y se habría caído si Aurane Mares no lo hubiera sostenido por el brazo. Hasta Orton Merryweather parecía nervioso.

—El pueblo le tiene cariño a la pequeña reina —dijo—. No se lo va a tomar bien. Temo lo que pueda suceder a continuación, Alteza.

—Lord Merryweather tiene razón —señaló Lord Mares—. Si a Vuestra Alteza le parece bien, botaré el resto de los dromones. Cuando los vean en el Aguasnegras, con el estandarte del rey Tommen en los mástiles, todos recordarán quién gobierna en la ciudad, quién los protege si la chusma organiza otra revuelta.

No le hizo falta añadir que cuando navegaran por el Aguasnegras, sus dromones impedirían que Mace Tyrell bajara por el río con su ejército, igual que Tyrion había detenido a Stannis en su momento. A aquel lado de Poniente, Altojardín no contaba con potencia naval. Dependían de la flota de los Redwyne, que en aquellos momentos regresaba al Rejo.

—Una medida muy prudente —anunció la reina—. Hasta que pase la tormenta, quiero todos los barcos tripulados y en el agua.

Ser Harys Swyft estaba tan pálido y sudoroso que parecía a punto de desmayarse.

—Cuando Lord Tyrell reciba la noticia, su ira no conocerá límites. La sangre correrá por las calles...

«El caballero de la gallina —pensó Cersei—. Vuestro blasón debería ser un gusano, ser; la gallina es demasiado valerosa para vos. Si Mace Tyrell no se atrevió siquiera a atacar Bastión de Tormentas, ¿cómo creéis que osará enfrentarse a los dioses?»

—No debe correr la sangre; me encargaré de ello —dijo cuando terminó de farfullar—. Iré en persona al septo de Baelor para hablar con la reina Margaery y con el Septón Supremo. Sé que Tommen los quiere a los dos, y deseará que los ayude a hacer las paces.

—¿Paz? —Ser Harys se secó la frente con una manga de terciopelo—. Si es posible que haya paz... Es muy valiente por vuestra parte.

—Hará falta algún tipo de juicio —continuó la Reina—, para refutar esas calumnias y mentiras, y demostrar al mundo que nuestra querida Margaery es tan inocente como todos sabemos.

—Sí —asintió Merryweather—, pero puede que el Septón Supremo quiera juzgar él mismo a la Reina, como hacía antaño la Fe.

«Eso espero», pensó Cersei. Semejante tribunal no se mostraría magnánimo con las reinas traidoras que se abrían de piernas a los bardos y profanaban los sagrados ritos de la Doncella para ocultar su deshonra.

—Lo importante es averiguar la verdad; estoy segura de que todos estamos de acuerdo —dijo—. Disculpadme ahora, mis señores. Tengo que ir a ver al Rey. No debería estar solo en un momento así.

Cuando su madre volvió con él, Tommen estaba pescando gatos. Dorcas le había hecho un ratón con trocitos de piel y se lo había colgado de un cordel atado a una vieja caña de pescar. A los gatitos les encantaba perseguirlo, y el niño disfrutaba sacudiéndolo por el suelo mientras corrían tras él. Se sorprendió cuando Cersei lo estrechó entre sus brazos y le dio un beso en la frente.

—¿Qué pasa, madre? ¿Por qué lloras?

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