Festín de cuervos (13 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Festín de cuervos
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«Debería marcharme ahora que puedo.» No conocía a aquellos hombres, pero no se decidía a dejarlos allí desprotegidos. Pese a lo entrado de la noche, por el camino pasaban jinetes, y entre los árboles se oían ruidos que quizá fueran de búhos y zorros al acecho, o quizá no. De manera que siguió paseando, con la espada envainada, pero siempre a mano.

Montar guardia fue fácil. Lo difícil llegó después, cuando Ser Illifer se despertó y le dijo que la relevaba. Brienne extendió una manta en el suelo, se acurrucó y cerró los ojos.

«No voy a dormir», se dijo, aunque estaba muerta de cansancio. Nunca había podido conciliar el sueño con facilidad delante de hombres. Incluso en los campamentos de Lord Renly seguía existiendo el riesgo de violación. Era una lección que había aprendido bajo las murallas de Altojardín, y otra vez cuando Jaime y ella cayeron en manos de la Compañía Audaz.

El frío de la tierra se le metió hasta los huesos. No pasó mucho tiempo antes de que tuviera todos los músculos doloridos y entumecidos, desde la mandíbula hasta los dedos de los pies. Se preguntó si Sansa Stark también tendría frío, estuviera donde estuviera. Lady Catelyn le había dicho que Sansa era una niña dulce a la que le encantaban los pastelillos de limón, las túnicas de seda y las canciones de caballería, pero aquella niña había visto como decapitaban a su padre, y luego la habían obligado a casarse con uno de los asesinos. Si se podía dar crédito a la mitad de lo que se decía, el enano era el más cruel de los Lannister.

«Si Sansa envenenó al rey Joffrey, lo hizo obligada por el Gnomo, seguro. En aquella corte estaba sola, sin un amigo.» En Desembarco del Rey, Brienne había encontrado a una tal Brella, que fue doncella de Sansa. Según le contó la mujer, no había afecto alguno entre Sansa y el enano. Tal vez estuviera huyendo de él tanto como del asesinato de Joffrey.

Si Brienne tuvo algún sueño, ya se había desvanecido cuando la despertó la aurora. Tenía las piernas rígidas como si fueran de madera por culpa del duro suelo, pero nadie la había importunado, y sus posesiones estaban intactas. Los caballeros errantes ya se habían levantado. Ser Illifer troceaba una ardilla para el desayuno, mientras que Ser Creighton se encontraba ante un árbol, echando una larga meada.

«Caballeros errantes —pensó—, viejos, vanidosos, gordos y miopes, y pese a todo, hombres honrados.» Se animó un poco al constatar que aún quedaban hombres así en el mundo.

Desayunaron ardilla asada, pasta de bellotas y encurtidos, todo ello mientras Ser Creighton los obsequiaba con el relato de sus hazañas en el Aguasnegras, donde había matado a una docena de temibles caballeros de los que Brienne no había oído hablar jamás.

—Fue una batalla extraña, mi señora —dijo—. Una refriega rara y sangrienta.

Reconoció que Ser Illifer también había luchado con nobleza en la batalla. El propio Illifer no decía gran cosa.

Cuando llegó el momento de reanudar el viaje, los caballeros se pusieron uno a cada lado de Brienne, como guardias que protegieran a una dama importante... Aunque aquella dama era mucho más fornida que sus dos protectores, y además tenía mejor armadura y armamento.

—¿Pasó alguien durante vuestros turnos de guardia? —les preguntó.

—¿Como por ejemplo una doncella de trece años con el cabello caoba? —respondió Ser Illifer
el Paupérrimo
—. No, mi señora. Nadie.

—Yo sí vi a unas cuantas personas —intervino Ser Creighton—. Un chaval granjero a lomos de un caballo manchado, y una hora más tarde, una docena de hombres a pie, con palos y guadañas. Vieron nuestra hoguera y se quedaron mirando los caballos, pero les mostré el acero y les dije que siguieran su camino. Parecían tipos duros, sí, y desesperados, pero no tanto como para enfrentarse a Ser Creighton Longbough.

«No —pensó Brienne—, ¿quién puede estar tan desesperado?» Giró la cabeza para ocultar una sonrisa. Por suerte, Ser Creighton estaba demasiado inmerso en el relato de su épico combate con el Caballero del Pollo Rojo para advertir la diversión de la doncella. Era grato tener compañía en el camino, aunque fuera la de aquellos dos hombres.

Ya era mediodía cuando Brienne oyó unas plegarias que les llegaban de entre los árboles deshojados.

—¿Qué es ese sonido? —preguntó Ser Creighton.

—Son voces; parece que están rezando.

Brienne reconoció la oración.

«Le están suplicando protección al Guerrero; le piden a la Vieja que ilumine su camino.»

Ser Illifer
el Paupérrimo
desenvainó la maltrecha espada y tiró de las riendas de su caballo para aguardar a los que se aproximaban.

—Ya están cerca.

La plegaria inundó el bosque como un piadoso trueno, y de repente, la fuente del sonido apareció en el camino, delante de ellos. Un grupo de hermanos mendicantes abría la marcha. Eran hombres barbudos y desastrados con túnicas de lana basta; unos iban descalzos y otros con sandalias. Tras ellos caminaba más de un centenar de hombres, mujeres y niños harapientos, una cerda de piel con manchas y varias ovejas. Algunos hombres llevaban hachas; los más, sólo garrotes rudimentarios y porras de madera. En medio de ellos rodaba un carromato de dos ruedas, de madera gris astillada, en el que se amontonaban calaveras y trozos de huesos rotos. Al ver a los caballeros errantes, los monjes se detuvieron, y sus rezos cesaron.

—Bondadosos caballeros, la Madre os ama.

—Y a vosotros, hermano —respondió Ser Illifer—. ¿Quiénes sois?

—Clérigos Humildes —respondió un hombretón corpulento que llevaba un hacha.

A pesar del frío del bosque otoñal, no llevaba camisa, y tenía una estrella de siete puntas grabada en el pecho. Los guerreros ándalos se habían grabado en la carne estrellas como aquella cuando cruzaron el mar Angosto para doblegar los reinos de los primeros hombres.

—Marchamos hacia la ciudad —explicó una mujer alta que tiraba de una vara del carromato—, para llevar estos huesos sagrados a Baelor
el Santo
y suplicar el amparo y la protección del Rey.

—Uníos a nosotros, amigos —les rogó un hombre menudo y flaco que vestía una harapienta túnica de septón y llevaba al cuello un cristal colgado de un cordón—. Poniente necesita de todas las espadas.

—Nos dirigíamos hacia el Valle Oscuro —declaró Ser Creighton—, pero tal vez podamos escoltaros hasta Desembarco del Rey.

—Si tenéis dinero para pagarnos por la protección —añadió Ser Illifer, que además de paupérrimo parecía práctico.

—Los gorriones no necesitan oro —respondió el septón.

Ser Creighton se quedó desconcertado.

—¿Los gorriones?

—El gorrión es el más común, el más humilde de los pájaros, igual que nosotros somos los más comunes y humildes de los hombres. —El septón tenía el rostro largo y anguloso, y una barbita corta castaña, ya algo canosa. Llevaba el pelo ralo peinado hacia atrás y recogido en una coleta, y los pies descalzos, ennegrecidos, nudosos y duros como raíces de árbol—. Estos huesos son de hombres santos que dieron la vida por su fe. Sirvieron a los Siete hasta la muerte. Unos murieron de hambre; a otros los torturaron. Hombres sin dios y adoradores del demonio han saqueado los septos, han violado a madres y doncellas, hasta han atacado a hermanas silenciosas. Nuestra Madre grita de angustia. Ha llegado el momento de que todos los hombres que han sido armados caballeros renuncien a sus señores de este mundo y defiendan la Sagrada Fe. Venid con nosotros a la ciudad, si es que amáis a los Siete.

—Les profeso un gran amor —replicó Illifer—, pero tengo que comer.

—Igual que todos los hijos de la Madre.

—Nos dirigimos hacia el Valle Oscuro —se limitó a señalar Ser Illifer.

Un monje escupió; una mujer lanzó un gemido.

—Sois falsos caballeros —dijo el hombretón de la estrella grabada en el pecho.

Otros blandieron los garrotes. El septón descalzo los calmó.

—No juzguéis; el juicio le corresponde sólo al Padre. Dejad que sigan en paz. Ellos también son humildes y caminan perdidos por la tierra.

Brienne se adelantó a lomos de la yegua.

—Mi hermana también se ha perdido. Es una niña de trece años con el pelo castaño rojizo, muy hermosa.

—Todos los hijos de la Madre son hermosos. Que la Doncella vele por esa pobre niña... Y también por vos.

El septón se echó al hombro una vara del carromato y lo empezó a arrastrar. Los hermanos mendicantes reanudaron los rezos. Brienne y los caballeros errantes contemplaron el paso lento de la procesión, que seguía el camino que llevaba a Rosby. El sonido de la oración se fue apagando poco a poco hasta morir.

Ser Creighton levantó una nalga de la silla de montar y se rascó el trasero.

—¿Qué clase de persona podría matar a un santo septón?

Brienne sabía muy bien qué clase de personas hacían esas cosas. Recordó que, cerca de Poza de la Doncella, los hombres de la Compañía Audaz habían colgado a un septón de un árbol por los pies y habían utilizado su cadáver para practicar el tiro con arco. Tal vez sus huesos viajaran en aquella carreta junto con todos los demás.

—Hay que ser imbécil para violar a una hermana silenciosa —estaba comentando Ser Creighton—. Hasta para ponerle las manos encima. Se dice que son las novias del Desconocido, y que tienen las partes femeninas frías y húmedas como el hielo. —Miró de reojo a Brienne—. Eh... Perdonadme.

Brienne picó espuelas a su yegua en dirección al Valle Oscuro. Ser Illifer la siguió un instante después, y Ser Creighton cerró la marcha.

Tres horas más tarde se encontraron con otro grupo que viajaba hacia el Valle Oscuro: un mercader y sus sirvientes, acompañados por otro caballero errante. El mercader cabalgaba a lomos de una yegua gris moteada, y los sirvientes se turnaban para tirar del carro. Cuatro se encargaban de los varales, mientras los otros dos caminaban junto a las ruedas, pero al oír el sonido de los caballos, todos formaron en torno al carro con las picas de fresno preparadas. El comerciante sacó una ballesta, y el caballero desenvainó la espada.

—Disculpadnos tanta desconfianza —les gritó el comerciante—, pero corren malos tiempos, y sólo tengo al buen Ser Shadrich para defenderme. ¿Quiénes sois?

Ser Creighton puso cara de afrenta.

—Yo soy el famoso Ser Creighton Longbough; tomé parte en la batalla del Aguasnegras, y este es mi compañero, Ser Illifer
el Paupérrimo
.

—No queremos haceros ningún daño —añadió Brienne.

El mercader la miró dubitativo.

—Deberíais estar en casa a salvo, mi señora. ¿Por qué lleváis un atuendo tan antinatural?

—Estoy buscando a mi hermana. —Sansa era una fugitiva acusada de regicidio; no se atrevía a mencionar su nombre—. Es una doncella de noble cuna, muy hermosa, con los ojos azules y el pelo castaño rojizo. Puede que la vierais con un caballero corpulento de unos cuarenta años, o tal vez con un bufón borracho.

—Los caminos están llenos de bufones borrachos y doncellas ultrajadas. En cuanto a los caballeros corpulentos, hay pocos hombres honrados que puedan mantener redonda la barriga cuando hay tanta falta de comida... Aunque veo que vuestro Ser Creighton no ha pasado hambre.

—Soy ancho de huesos —replicó Ser Creighton—. ¿Queréis que cabalguemos juntos un trecho? No dudo del valor de Ser Shadrich, pero es menudo, y tres espadas valen más que una.

«Cuatro espadas», pensó Brienne, pero se mordió la lengua.

El mercader miró a su escolta.

—¿Qué opináis vos, ser?

—De estos tres no hay nada que temer. —Ser Shadrich era un hombrecillo delgado pero fuerte, con cara de zorro, nariz ganchuda y una mata de pelo anaranjado. Iba a lomos de un alazán inquieto. No mediría ni ocho palmos, y pese a ello rebosaba confianza—. Uno es viejo; otro, gordo, y la grandullona es una mujer. Que vengan si quieren.

—Si os parece bien... —dijo el mercader, y bajó la ballesta.

Cuando reanudaron el viaje, el caballero mercenario se puso a la altura de Brienne y la miró de arriba abajo, como si fuera un trozo de carne en salazón.

—Tenéis un aspecto muy saludable, moza.

Las burlas de Ser Jaime se le habían clavado muy hondamente; las palabras del hombrecillo apenas la afectaron.

—Comparada con algunos, soy una gigante.

El otro se echó a reír.

—Lo que importa lo tengo de buen tamaño, moza.

—El mercader os ha llamado Shadrich.

—Ser Shadrich del Valle Umbrío. Hay quien me llama Ratón Loco. —Giró el escudo para mostrarle su blasón, un gran ratón de plata con ojos rojos sobre campo bandado marrón y azul—. El marrón es por las tierras que he recorrido; el azul, por los ríos que he cruzado. El ratón soy yo.

—¿Y estáis loco?

—Bastante. El ratón normal huye de la sangre y de la batalla; el ratón loco las busca.

—Por lo visto, no las encuentra a menudo.

—Encuentro las suficientes. Es cierto que no soy caballero de torneos. Me guardo el valor para el campo de batalla, mujer.

En fin,
mujer
era un poco mejor que
moza
.

—Entonces, tenéis mucho en común con Ser Creighton.

Ser Shadrich se echó a reír de nuevo.

—Eso lo dudo, pero lo que sí tenemos en común vos y yo es lo que buscamos. Una hermanita perdida, ¿no? ¿Con los ojos azules y el cabello castaño rojizo? —Se echó a reír de nuevo—. No sois la única que caza en el bosque. Yo también busco a Sansa Stark.

Brienne conservó el rostro inexpresivo para ocultar la consternación.

—¿Quién es esa Sansa Stark, y por qué la buscáis?

—Por amor, claro.

—¿Por amor? —preguntó Brienne, frunciendo el ceño.

—Sí, por amor al oro. A diferencia de vuestro bondadoso Ser Creighton, yo sí luché en el Aguasnegras, pero en el bando perdedor. Me arruiné para pagar el rescate. Supongo que sabréis quién es Varys, ¿no? Pues el eunuco ha ofrecido una buena bolsa de oro a cambio de esa niña de la que no habéis oído hablar. No soy codicioso; si alguna moza gigantona me ayudara a atrapar a esa chiquilla traviesa, compartiría con ella las monedas de la Araña.

—Creía que estabais al servicio de este mercader.

—Sólo hasta que lleguemos al Valle Oscuro. Hibald es tan rácano como cobarde. Y es muy, muy cobarde. ¿Qué decidís, moza?

—No conozco a ninguna Sansa Stark —replicó—. Estoy buscando a mi hermana, una niña noble...

—... con los ojos azules y el cabello castaño rojizo, sí. Decidme, ¿quién es ese caballero que viaja con vuestra hermana? ¿O dijisteis que era un bufón? —Ser Shadrich no aguardó su respuesta; buena cosa, porque no habría sabido qué decir—. Cierto bufón desapareció de Desembarco del Rey la noche de la muerte del rey Joffrey, un tipo fuerte con la nariz llena de venas rotas, un tal Ser Dontos
el Tinto
, procedente del Valle Oscuro. Ojalá no confundan a vuestra hermana y a su bufón borracho con la pequeña Stark y Ser Dontos. Sería una verdadera desgracia.

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