Authors: David Monteagudo
—¡Pero si ya lo hemos intentado!—dice Ibáñez franqueando la puerta y deteniéndose de pie junto a Hugo—. Te hemos intentado despertar y no había manera. Es como despertar a un oso, igual de difícil... Y de peligroso.
—¿Dónde está Cova?
—Con las chicas. Han bajado hasta el río, todas juntas, las cinco...
—¿Al río?
—Sí, van a ver si encuentran a los escaladores y de paso...
—Un momento, un momento. ¿Qué escaladores?—dice Hugo mirando directamente a Ibáñez.
—Los escaladores... ¿no te acuerdas que ayer lo hablamos, cuando lo de los coches?
—No, no me acuerdo.
—A saber lo que estarías pensando... o haciendo, cuando lo dijimos. Bueno, da igual; son unos chicos que vi ayer, antes de que llegarais, unos tipos de esos que van con todo el equipo, y con unas mallas ajustadas. Ya era de noche, me dijeron que iban a acampar al río.
—¿Y para qué queréis ver a esa gente?
—Hombre... dada la situación en que estamos... no estaría de más encontrarse con algún ser humano. De momento sólo hemos visto perros. Y un corzo.
—¡¿Un corzo?!
—Sí, una especie de ciervo, se metió aquí al lado, en la sala; supongo que buscaba comida.
Hugo se queda unos momentos pensativo, silencioso. Las horas de sueño le han dejando unas bolsas grisáceas, arrugadas, bajo los ojos.
—¿Y no se perderán las chicas por ahí abajo?
—¡Hombre! Nieves y Amparo conocen bien el terreno, y Maribel. El camino tampoco tiene ningún secreto. Y además necesitaban...
—¿Y los coches?—dice Hugo, animándose repentinamente—. Hay que probar... a lo mejor ahora conseguimos...
—Ya lo hemos probado. Ginés se empeñó en que lo intentáramos; yo le decía que esperara a que tú...
—¿Y no han funcionado?
—Igual que ayer: el de Ginés ni siquiera se abre; de los diesel, ni hablar. Incluso probamos con el tuyo... bueno, el de tu mujer. Lo empujamos por la bajada, y... no veas...
—¿Qué? ¿Qué ha pasado?
—No, el coche está bien... pero casi nos matamos, bueno, Ginés, que era el que conducía. Resulta que es antiguo, tu coche, pero no tanto: casi no frenaba, y el volante iba durísimo; tiene dirección asistida, y los frenos igual. Si no va el motor no funciona todo eso.
—¡Jooooder! ¿Y qué pasó?
—Nada, al final nada; se metió por un camino que subía a la derecha y allí pudo frenar. Dio algún bandazo y rozó unas hierbas, pero hubo suerte, al final no tiene ni un rasguño; lo hemos dejado más o menos aparcado.
—¿Y no sabía Rafa eso de los frenos? ¿Cómo permitió que...?
—Es que Rafa no estaba.
—¿Cómo? ¿No fue con vosotros?... ¿Aún está enfadado?
—Debe de estarlo... Esta noche se ha largado, sin avisar a nadie.
—¿Cómo? ¿Que se ha ido...? ¿De verdad?
—De verdad.
—Pero... ¿y Maribel...?
—No, no, se fue solo.
—Pero... ¿se ha ido así, sin...?
Hugo interrumpe la frase y mira hacia la litera en la que está el saco desocupado. También hay una bolsa, a los pies: una bolsa de deporte bastante grande, con la cremallera abierta.
—Sí, es su litera—confirma Ibáñez—. Maribel no ha querido ni tocarla; está hecha polvo, la pobre.
—Pero... se ha dejado sus cosas...
—Se ha ido con lo puesto. No se ha llevado ni el anorak, como no hacía frío... Ah, ni el móvil: lo ha dejado aquí. Aunque al fin y al cabo para lo que servía...
Hugo se queda un momento pensativo, como si se hubiera olvidado de la presencia de su acompañante.
—Es muy raro eso de Rafa—dice finalmente—, irse así, a pie...
—A lo mejor pensaba que podría encender el coche. Las llaves sí que se las llevó.
—Pero el coche estaba en el mismo sitio, ¿no?
—Sí, lo intentaría, pero moverlo no lo movió.
—No sé, hay algo que no... No me cuadra que Rafa haga eso; él depende mucho de Maribel.
—Es lo que he pensado yo, pero resulta que... se ve que no estaban muy bien últimamente. Ella, Maribel, está muy disgustada, por eso las chicas se la han llevado de paseo.
—¿Qué quieres decir con lo de que no estaban bien?
—Se ve que ayer discutieron, cuando se fueron a acostar. Rafa decía que quería irse, y ella intentaba convencerle, con muy buen criterio, por otra parte, de que no eran horas... Supongo que Rafa se sentía atacado por todos, después de lo que pasó con la discusión que tuvo con Nieves y todo eso, y le debió parecer que Maribel se ponía de nuestra parte.
—A pesar de todo no me cuadra.
—Pues a Maribel sí que le cuadra. Ya te digo que no... que se ve que la cosa no va muy bien entre ellos dos.
—¿Y qué pareja va bien después de veinte años? En todas partes cuecen habas. Pero irse así, a lo bruto... precisamente con el tiempo, con el paso de los años, aprende uno a aguantarse y a no montar numeritos.
—También puede ser que vuelva.
—Pandilla de locos—dice Hugo como conclusión, dejándose caer de través en el colchón en el que está sentado.
—¡No, no, no, nada de eso!—se apresura a decir Ibáñez, al ver que Hugo vuelve a la posición horizontal—. Vístete y sal cuando puedas. Las chicas volverán en cualquier momento, y si ellas no traen alguna buena noticia, que lo dudo, tendremos que decidir entre todos qué es lo que hacemos...
—¿Buena noticia?—dice Hugo levantando la cabeza desde su posición tumbada—. ¿Qué buena noticia van a traer?
—Pues, por ejemplo, que los escaladores tienen un móvil que funciona, o un coche.
—Es verdad, es verdad, los escaladores, me lo has dicho antes.
Hugo se incorpora hasta quedar de nuevo sentado en la litera, pero no hace ningún intento de levantarse: se queda inmóvil, con la mirada fija, absorto en sus pensamientos.
—Va, date prisa—le dice Ibáñez—, se nos está pasando la mañana y... a lo mejor nos toca andar unos cuantos kilómetros.
Hugo mira a Ibáñez a los ojos, pero la suya es la mirada ausente, distraída, de quien ha oído sin atender a lo que le han dicho.
—Venga, que Cova te ha guardado un poco de café... no te quejarás.
—Ah... café... bien, bien...
—¡Joder, tío! Pensaba que eso te alegraría; Cova nos ha dicho que te despertarías bramando por una taza de café: «A coffee! My kingdom for a coffee!», que diría el de Stratford.
—Es igual—añade Ibáñez al ver que Hugo continúa ensimismado—, de todas formas el café está frío. Es del termo de ayer...
—Oye, podríamos—dice Hugo, dando forma por fin a sus pensamientos—podríamos subir hasta la urbanización. Está cerca; a lo mejor encontramos a alguien en alguna de las casas.
—Bien, bien, esa mente empieza a trabajar. Tampoco es el colmo de la originalidad, la propuesta, pero es un inicio. Venga, arréglate; te esperamos fuera. La verdad es que la mañana está estupenda para salir a andar; lástima que hayamos perdido las horas más fresquitas... Ahora empezará el calor.
Hugo se pone en pie y se estira todo él, desentumeciendo sus músculos. Y de pronto se encoge de nuevo, bruscamente, golpeado por una tos inoportuna que se prolonga en constantes sacudidas y que le acompaña mientras camina hacia su litera, mientras rebusca entre sus ropas hasta encontrar el paquete de tabaco, y luego busca todavía un rato más, con los hombros todavía agitados por la tos, con el cigarro colgando ya entre los labios, hasta que su mano emerge de un bolsillo triunfalmente, empuñando el encendedor; y por fin lo pulsa, a un instante del placer de la primera calada, y lo vuelve a pulsar, una vez y otra, cada vez más irritado; y de pronto se detiene mirando a la nada, iluminada su mente por una amarga revelación, e inmediatamente mira en derredor ávidamente, entre las literas, como el náufrago busca la tabla entre las olas.
—El encendedor
que funciona
está a buen recaudo—dice Ibáñez con expresión divertida, asomando de nuevo por la puerta—. Además no se puede fumar dentro del refugio.
Ibáñez y Ginés están acodados en el muro, en una esquina de la plaza embaldosada. Se han ido allí a esperar el regreso de las mujeres, porque desde esa esquina se avizora el sendero que sube desde el río, y además es el único lugar de la plaza que queda en sombra, al recibir la que proyecta un enorme roble que crece a escasos metros del muro. Pero el sol ya está bastante alto, y su luz empieza a cegar al rebotar en la piedra caliza del edificio, en las baldosas del pavimento, descoloridas por la intemperie. Ibáñez, sin ninguna protección, entrecierra los ojos hasta convertirlos en dos rayitas negras, rodeadas de arrugas. Ginés, en cambio, lleva una gorra roja y blanca, con una larga visera que le da un aire vagamente americano.
—¿Y no había un grupo de casas allá abajo, antes de cruzar el río?—dice Ibáñez, haciendo visera con la mano sobre las cejas para mirar a Ginés—. Estoy harto de verlas desde la carretera, cuando se acaba aquella recta bastante larga y empieza la bajada...
—Sí, una especie de granja o algo así—dice Ginés—, pero yo diría que está abandonada, desde hace años. Yo no he visto ningún síntoma de actividad en esa granja.
—También es mala suerte—dice Ibáñez—. Todo esto está despoblado... lo típico: el éxodo hacia las ciudades de hace unas décadas. Pero aquí, para colmo, aún no han descubierto el maná del turismo rural, como en otras zonas; y mira que hay parajes bonitos por aquí: solamente el desfiladero...
—¿Y
el bar ése que había en la carretera? El que tenía un cobertizo...
—Ah, pues... a lo mejor sí, podría ser que estuviera abierto—dice Ibáñez sin mucho entusiasmo—. No me fijé ayer cuando pasamos. Lo que pasa es que... para eso ya te plantas en Somontano; que no está ni a cinco kilómetros.
—¿Tan para atrás está ese bar?
—Sí, hijo, sí; además en domingo no creo que abra ningún bar de carretera. Aquí es al revés que en las zonas turísticas.
—Da igual, no nos anticipemos—dice Ginés—. Primero hay que probar en la urbanización.
—Si es que no se soluciona antes la cosa.
—¿Quieres decir que ellas...?
—O que vuelva la luz—sugiere Ibáñez.
—No sé... tengo un presentimiento...
—Los presentimientos son pura superstición—dice Ibáñez—. Yo más bien creo en el azar, el «redondo y seguro azar»...
—Tampoco es un pensamiento muy científico, que digamos.
—Científico no, pero racional sí. El azar rige la mayoría de...
—Buenos días. ¿Quién tiene el encendedor?
Los dos hombres interrumpen la conversación y miran en dirección al refugio. Es Hugo el que ha hablado; acaba de salir por la puerta y camina en dirección a ellos, con los ojos ocultos tras unas gafas de sol. Tiene mejor aspecto que en el momento de levantarse. Se ha afeitado y se ha puesto ropa nueva, de tonos más claros que la que llevaba anoche. En su mano izquierda blanquea la línea de un cigarrillo inmaculado, todavía sin encender.
—Buenos días—dice Ginés.
—¡Vaya!—dice Ibáñez—. Has podido aguantar sin ponerte a frotar dos maderitas para conseguir fuego.
—Generalmente soy capaz de arrancar con un café bien caliente. O con un cigarro... encendido, por supuesto. Venga ¿dónde está el encendedor?
Ginés mete la mano en un bolsillo y le da el encendedor a Hugo, que se ha acercado unos pasos más hasta llegar a él.
—No me mires de esa manera—dice Hugo mientras enciende el cigarrillo, levantando sus gafas hacia Ginés—. ¿Tú no has fumado?
—No, hoy no.
—Entonces es que no eres fumador.
—Yo fumo por aburrimiento—dice Ginés—. Y hoy no estoy aburrido: más bien estoy preocupado.
Hugo expulsa con delectación la primera calada, al tiempo que lanza el mechero al fondo de un bolsillo de su pantalón con un movimiento rápido, distraído, con total naturalidad.
—¿Qué pasa ahora?—dice Hugo al ver la extraña expresión con que le contempla Ginés—. ¿Tampoco se puede fumar en el recinto de la plaza?
—¿Guardarás tú el encendedor?—dice Ginés.
—Ah, ¿era eso? Toma, hombre, toma, quédatelo tú —dice Hugo sacando el encendedor y alargando el brazo hacia Ginés—, Se ve que ya han elegido al jefe y yo no me he enterado.
—No hay ningún problema en que lo lleves tú—dice Ginés—. Sólo quería decir que... que seas consciente de que lo llevas...
—Y que de momento es la única fuente de energía que tenemos—remacha Ibáñez—aparte de la solar.
—¡A la mierda, estoy rodeado! Todo son normas, hasta mis amigos me imponen normas. Es como lo de fumar: antes fumaba uno tranquilo, los hombres fumaban, tu padre fumaba, ya se sabía, era lo normal. Ahora... ahora te hacen sentirte un delincuente por encender un cigarro, te quieren convencer de que te estás matando. Por eso se enferma la gente, porque ya fuma uno a disgusto, y eso no puede sentar bien. Antes la gente no se moría tanto de cáncer de pulmón y todo eso...
—Algo de razón tiene Hugo—apunta Ibáñez—. En nuestra civilización occidental llevamos quinientos años fumando como carreteros, y tampoco es que haya degenerado la raza ni haya bajado la población. El control demográfico ha venido de la mano de métodos bastante más expeditivos...
—Mira, ves: aquí, el intelectual me apoya.
—Nadie te ha atacado—dice Ginés pausadamente—. Es una cuestión de educación, simplemente: si molesta a una mayoría de personas es mejor no hacerlo.
—Ya, pero ¿por qué molesta?—dice Hugo—. Porque la gente lo siente así de verdad, o porque los políticos están constantemente diciéndolo?
—La gente no hace mucho caso de los políticos—recuerda Ginés.
—Bueno, pues porque se ha puesto de moda... porque ahora todo el mundo, de repente, no puede soportar...
—Porque las sociedades evolucionan—dice Ginés—y en este caso hacia formas más respetuosas. En realidad... el tuyo es un pensamiento sumamente conservador.
—¿No estarás en contra de las mezquitas?—dice Ibáñez dirigiéndose a Hugo.
—No, yo... por cierto... ¡ qué pasada lo de Rafa, ¿no?!
—Sí, nos hemos quedado todos... impresionados. —dice Ginés—. Y tú... ¿qué opinas tú de eso?
—¿De que Rafa se haya ido?
—¿De qué va a ser si no?—dice Ibáñez.
—Yo qué sé... de todo, de que Rafa se haya ido, de la escena que tuvo ayer con Nieves, de que no funcione ni una sola máquina...
—Mira—dice Ginés mirando hacia el sendero—: las chicas... ya vuelven. Y parece que se lo están pasando mejor que nosotros.