Authors: David Monteagudo
—Tranquilo, tío—dice al ver la expresión horrorizada de su compañero—, sólo es un muerto, no es un muerto viviente.
—Coge... coge la chaqueta, por favor... la chaqueta... en el asiento.
—¿La chaqueta?... ¿Para qué quieres la chaqueta? ¡ ¿Qué coño te pasa ahora?!
—La cartera... la documentación—dice Ginés, señalando vagamente hacia la puerta abierta, como si un temor supersticioso le impidiese acercarse—, seguro que la lleva en la chaqueta.
—¡Pero explícame qué pasa!—protesta Eva, con una irritación que tiene mucho de temor, de creciente nerviosismo.
—¡No puede ser! ¡No puede ser!—dice Ginés con una entonación suplicante, plañidera.
Eva da un paso hacia el coche, arrebata la chaqueta del asiento, de un manotazo, y la palpa y revuelve hasta dar con el inconfundible bulto de una cartera en uno de los bolsillos. Sacar la cartera, abrirla, buscar con la vista y leer un nombre le lleva pocos segundos.
—Andrés Gómez Garrido.
Ginés se queda boquiabierto, anonadado. Con el labio inferior flojo y húmedo, y los ojos horrorizados, parece que ha envejecido diez años de golpe. Tan sólo acierta a repetir «¡No puede ser, no puede ser!», como si su pensamiento, escapando a conclusiones más terribles, se hubiera quedado atascado en ese callejón sin salida.
—Pero ¿me puedes decir...?—empieza a decir Eva airadamente, hasta que de pronto se interrumpe impactada por un recuerdo, por una sospecha—. Un momento... Andrés... ¿Andrés no era... no se llamaba así...? ¡No me digas que...!
—Está muy cambiado—dice Ginés con voz llorosa—, pero... en realidad... la cara... desde el principio me lo pareció ... y la cabeza... esa forma del cráneo, ¡ es verdad!, ya empezaba a estar calvo entonces, con veinte años... era... era una rareza, nosotros nos burlábamos de eso... ¡Nos burlábamos!
—Andrés... ¡Andrés era el Profeta! ¡Es ese tipo... es el Profeta... es vuestro jodido Profeta... y está muerto!
Eva se ha animado súbitamente, como si el descubrimiento fuese para ella una excelente noticia. Negando con la cabeza, con alegre incredulidad, se apoya en el lateral del coche, a la altura de la puerta de las plazas traseras. Ginés en cambio ha retrocedido un paso más. Él también niega, pero su forma de negar es la del niño que intenta, sin fe, escapar de la jeringa que prepara el médico.
—¿Cómo puede ser?... Él no...
—¡Ésta sí que es buena!—dice Eva—. ¿Así que el famoso personaje...?
—Pero él... ¿Cómo es que él no... ? ¡ Es el único que no ha desaparecido!—dice Ginés, como el que se agarra a un clavo ardiendo—. ¿Y por qué lo hemos encontrado? ¿Por qué nosotros...?
—¡Por casualidad, hombre, por puñetera casualidad! Como todo lo demás que nos ha pasado, como el orden en que ha ido desapareciendo la gente...
—Te equivocas—dice Ginés con ansiedad, atropelladamente—, tiene que haber alguien, una inteligencia, aquí... aquí hay un plan, un plan preestablecido y además... ¿Por qué él... por qué... por qué lo hemos encontrado?
—¡Y dale!
Con un brusco movimiento, Eva se asoma al interior del coche y saca una hoja de papel, y se pone a leerla inmediatamente. La hoja podría ser una carta: tiene un breve encabezamiento, y después unos cuantos párrafos de apretada letra de ordenador que ocupan casi toda la página. Eva empieza a leer con un gesto de incredulidad, de incomprensión, con el ceño fruncido, y luego nace en su boca un gesto de vaga repulsión, una sonrisilla despectiva; después niega con la cabeza, resoplando por la nariz, con suficiencia, y de pronto levanta la mirada del texto y se queda unos segundos inmóvil, pensativa.
—¿Qué pasa? ¿Qué pone ahí?—dice Ginés suplicante, casi lloroso, al ver que Eva empieza a rodear el coche, sin soltar la cuartilla, hasta llegar junto a la puerta del conductor.
Eva mira a través de la ventanilla, en la parte más baja de ésta, haciendo pantalla con ambas manos para evitar los reflejos de la luz del sol. Pero al parecer no ha conseguido ver lo que buscaba, porque ahora abre la puerta —que en este caso se abre sin dificultad—y mira directamente en el interior. Su rostro refleja por un instante una expresión de triunfo, pero luego tuerce el gesto y cierra la puerta bruscamente, tapándose la boca y la nariz con ambas manos.
—¿Sabes por qué éste no se ha esfumado?—dice rodeando de nuevo el coche, ahora sin prisas, y enarbolando la hoja de papel retadoramente—. Iba a la fiesta, tenía preparado un discurso, se lo estaba estudiando... iba a la fiesta «puntualmente» pero se estrelló, el muy idiota, por el camino. Iría leyendo, repasando...
—No... puntual no... saldría muy tarde... el apagón.
—No se mató en el apagón: se mató antes, unas horas antes. Por eso no ha desaparecido. Es la primera persona que vemos que murió antes del apagón... estamos en un jodido mundo de muertos... se ve que los muertos no desaparecen.
—Eso no puede ser... ¿Y cómo lo sabes? ¿Cómo sabes cuándo...?
—Llevaba las luces apagadas, Ginés. Nadie va a la una de la noche con las luces apagadas... no en medio de la carretera, en una zona despoblada...
—Las luces... apagadas... y... ¿Y por qué lo hemos encontrado? ¿Por qué precisamente hemos tenido que ir a pasar...?
—¿Qué pasa? ¿Estabas mejor creyendo en tu dios particular... en tu todopoderoso ángel exterminador...?
—¡Responde a lo que te he dicho!
—Lo hemos encontrado porque debe de vivir por aquí, en uno de estos pueblos... estas urbanizaciones que hay por aquí... Es lógico, iba para allá, al refugio, estaba a punto de coger la carretera por donde hemos venido nosotros. Es el camino más corto.
—Pero... esto es una broma...
—¿Una broma?
Eva empieza a reírse. Se ha detenido de camino a Ginés, junto a uno de los faros del coche, y ha empezado a reírse, primero discretamente, tapándose la boca, con cierta ironía, y luego cada vez de forma más ruidosa, más espontánea, hasta que la risa se ha hecho incontenible, jocunda, casi grosera.
—¿Así que éste era vuestro temible Profeta?—dice Eva con la voz deformada por la risa, conteniéndola en parte por el esfuerzo de articular las palabras—. ¿Éste era el temible personaje que había adquirido un... un poder sobrehumano? ¡Vamos hombre! Un tipo que lleva un coche de hace veinte años, un coche de seiscientos euros... un tipo que va con calcetines blancos y con esa mierda de... un tipo que escribe esto...
—¡Está muerto... deberías respetar...!
—¡Pero si es verdad!—replica Eva, pasando de la risa a la rabia—. Era un tontito, un taradito... y por temor a este tío os habéis amargado la vida... por temor a este... pobre infeliz... Por temor a este tío ayer... no... no me quisiste hacer el amor... ¡hacer el amor! ¡ El único acto de amor que...! Pero ahora ya no, ahora te vas a joder...
—¡Basta, por favor! No... no puede ser... ¿Y cómo es que nadie lo vio? Eso: ¿cómo es que nadie fue a socorrerlo hasta... hasta la hora del apagón?
—¡Y yo qué sé! Porque no lo verían. Nosotros lo hemos visto porque le daba el sol. ¿Tanto te cuesta admitir la verdad. .. admitir que el terrible Profeta no era más que un... un colgado de mierda... ?
—¡Por favor, Eva!
—¡Pero si es verdad! ¿Quieres ver lo que pone? ¿Quieres que te lo lea?
Eva extiende la hoja, que había arrugado parcialmente, y se dispone a leerla; pero el sol da directamente en la hoja y le deslumbra, y le obliga a girar sobre sí misma hasta darle sombra con su propio cuerpo.
—«Inolvidables amigos: cuando llega un momento de tu vida que... que las cosas...», ¡su padre qué mal escrito está!—dice Eva interrumpiendo la lectura para mirar fugazmente a Ginés—. Cuesta leerlo de lo mal redactado que está, «...que las cosas han cambiado para uno, y se da cuenta de los errores que ha cometido, aunque no siempre por mi culpa, porque quizás unos padres demasiado protectores también tienen alguna culpa, y el ambiente religioso en que me educaron, que ya no se lleva con nuestros tiempos, produjeron un joven INCAPAZ DE MANIFESTAR SUS SENTIMIENTOS...», lo pone en mayúsculas, el tío, «... y al que una broma normal hecha sin mala intención podía hacerle mucho daño...». ¡Olé! ¿Para qué poner comas? ...Bla bla bla, bla bla bla, sigue así un buen rato... ah, sí, aquí: «... pero creo que ha llegado el momento de perdonar, perdonar a los que yo creía que me odiaban aunque en verdad...», bla bla bla, «... y por eso decidí organizar esta fiesta, para que conozcáis al nuevo Andrés, y también alegremente...», ¡olé!,«... para que veáis que recuerdo un montón de cosas que nos pasaron, porque aunque tuve algunos disgustos la verdad es que los mejores momentos de mi juventud los pasé con vosotros...». Es igual, es lamentable... Pero lo mejor es lo del final: «... he conocido a una persona que me ha hecho ver las cosas diferentes, bueno, no la he conocido ahora, en realidad ya hace años que la conozco, porque es una vecina, y siempre nos habíamos saludado, pero ahora al fin me ha dado a entender, con palabras y con actos que yo creo que sólo pueden significar una cosa, y es que yo le importo algo, porque incluso hemos quedado para ir al cine dentro de unos días. Se trata de una persona atractiva, y muy sexi...», ¡de verdad, lo escribe así, es increíble!, «... y aunque aún no hemos llegado a ningún contacto...», bueno...
Eva se ha callado de golpe al levantar la vista del texto y mirar a Ginés. La sonrisa irónica y resabiada se ha borrado de su rostro a toda velocidad, como vuelve la forma a una almohada que estaba siendo apretada, como si los secretos hilos que tiraban de sus facciones y las contraían hubieran sido cortados de golpe, simultáneamente, y la piel tardara unos segundos en recuperar su posición de reposo. Ginés ya no está allí. Ella se ha vuelto a mirarle unas cuantas veces mientras leía, la penúltima hace unos pocos segundos, mientras se refería a la palabra «sexi», pero todavía ha leído una frase más, y la última mirada se ha encontrado con el vacío, con el paisaje, en el espacio que antes ocupaba Ginés.
Ahora es Eva la que niega, primero con la cabeza y después con la voz, con una voz que se convierte en un gemido angustioso, lloriqueante. Todavía tiene una última reacción, una loca esperanza, y rodea el coche frenéticamente, e incluso mira debajo de éste. Pero no hay lugar para la esperanza: el paraje, aunque angosto, es descampado, sin árboles, y nadie es capaz de recorrer cien metros de subida en tres segundos.
Eva sigue un rato caminando alrededor del coche, erráticamente, empujada tan sólo por la inercia de sus piernas.
—¡No, no, por favor, ahora no!—dice con voz llorosa—. ¡No me hagas esto! ¡Yo te quería! ¡Te quería! Te habría perdonado, es que estaba... es que estaba enfadada... ¡No, no me hagas esto!
Eva se detiene y se tapa la cara con las manos. Está un momento en silencio, en esa posición, y de pronto lanza un grito horrísono y prolongado, uno de esos gritos que nacen como un gemido que va creciendo y acaban estrangulados por su propia intensidad animal, dejando la garganta ronca y dolorida.
El grito cesa. No hay eco en el paisaje abierto, tapizado de pequeños arbustos. En un segundo ha renacido el silencio, el silencio opaco y persistente de la naturaleza inhabitada. Eva aparta las manos lentamente, y se queda unos instantes inmóvil, con la mirada fija y vidriosa. A su lado, el coche reposa serenamente como si nada hubiese ocurrido, iluminado por la alegre luz matinal, con su rígido ocupante sereno e indiferente, ajeno a todo lo sucedido.
Ahora se empiezan a notar los sonidos que en realidad pueblan el silencio: hay un pequeño zumbido, intermitente: el zumbido de las moscas que empiezan a entrar en el coche. De pronto Eva se pone bruscamente en movimiento y se abalanza sobre la pistola, que sigue encima del capó, donde la dejó hace unos minutos.
De pie junto al coche, respirando agitadamente, Eva abre la boca y dirige hacia ésta el tembloroso cañón de la pistola. El cañón se introduce unos centímetros en la boca abierta, y entonces Eva cierra los labios, con la mandíbula separada para no tocar el metal con los dientes. Luego cierra los ojos, primero con suavidad, expulsando el aire con un gesto casi de relajación, y después con mucha fuerza, apretando los párpados, crispando todas sus facciones al tiempo que las dos manos se cierran en torno a la culata, y uno de los pulgares se posa en el gatillo, y todavía Eva modifica la posición del arma elevando el cañón que ahora sí debe de estar tocando el paladar. Está así unos segundos, agitada por un tenso temblor que no es otra cosa que el resultado del esfuerzo estático que realizan sus músculos, de la terrible batalla que se está librando en su cabeza.
Pero al final la tensión se afloja. La boca se abre y la pistola sale lentamente, y desciende, como si de pronto se hubiera vuelto muy pesada, hasta quedar colgando inerte a la altura de los muslos, al borde de los dedos inútiles, incapaces ya del menor esfuerzo.
Y Eva empieza a llorar con los ojos todavía cerrados, con un llanto silencioso y convulso que agita sus hombros espasmódicamente, al ritmo creciente de los sollozos, que deforma su rostro en una mueca pueril, y lo moja con el caudal de las lágrimas, imparables, cada vez más copiosas.
La autopista asciende en suave pendiente, en una interminable recta flanqueada a ambos lados por el verde pulcro y ajardinado, por los edificios de viviendas o de oficinas de los primeros suburbios residenciales. Las rayas que dividen la cinta oscura de la autopista convergen en la lejanía hasta perderse de vista en el remoto cambio de rasante, allí donde el asfalto reverbera bajo el sol abrasador del mediodía con un vapor tembloroso, como si el horizonte ardiera con un fuego limpio y transparente. Pero el espejismo sólo se produce a ras del suelo; más arriba el aire es diáfano, sin asomo de contaminación, y los bloques de pisos, los cerros de los alrededores, se dibujan nítidamente en la pureza del aire, con todos sus detalles y sus colores. La quietud es total, insólita en ese paisaje, tanto que da la impresión de estar viendo una foto, una imagen fija. En el silencio denso, envolvente, surcado tan sólo por la brisa, se transmite de pronto, con estremecedora nitidez, el chillido de algún ave rapaz que vuela en lentos círculos, muy arriba, en el azul del cielo.
Eva avanza trabajosamente por la subida, caminando por el centro del asfalto. No es que ande muy despacio, pero su marcha se eterniza en las dilatadas proporciones de la autopista, concebida—por su anchura, por el tamaño ciclópeo de sus rótulos, por la longitud de sus rectas—para vehículos que circulan a gran velocidad.