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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantasía, Infantil y juvenil, Intriga

Finis mundi (13 page)

BOOK: Finis mundi
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Michel meditó aquellas palabras y las encontró muy sabias. Sin embargo, no estaba del todo de acuerdo con ella: quizá sí hubiera algo que pudiera hacerse.

—El hombre puede aprender —musitó—. Si todos supieran…

La llegada de un sonriente Mattius interrumpió sus pensamientos.

—¡Ah, estáis aquí! Muchacha, si te aceptan en el gremio serás avalada por algunos de los juglares más famosos. ¿Ves ese de la barba negra que no para de reírse? Es nada menos que Cercamón, juglar de juglares; incluso las damas de noble cuna suspiran por él, y hasta los reyes y príncipes le piden que amenice sus fiestas con sus relatos de batalla. Oirás a muchos que se hacen llamar Cercamón, porque es un nombre común entre juglares, pero sólo éste es el auténtico. Los demás son burdas imitaciones.

»Aquel de allá, el que va vestido de verde, es Orazio el Genovés, famoso no sólo por sus historias, sino también —bajó un poco la voz— debido a las juergas que se corre cuando tiene algo de dinero en el bolsillo. De todas formas, una cosa es segura: no podríais encontrar un compañero de viaje más alegre.

»El rubio de aspecto melancólico es Franz de Bohemia, el más tierno cantor de poemas y desgarradoras historias de amor imposible… Sinceramente, ése no es mi estilo, pero he de reconocer que, dentro de su especialidad, él es el mejor.

»El resto son juglares locales. Aquel de las campanillas prefiere los gestos a la voz. Le he visto actuar esta mañana, y es un gran actor de teatro. Al otro no lo conozco.

Lucía los observaba con ojos brillantes. Mattius se dio cuenta.

—De verdad, me gustaría que algún día llegases a ser como ellos —le dijo con sinceridad—, pero debes reconocer que lo tienes mucho más difícil que ninguno de los varones que se han presentado hasta ahora. La juglaría no es oficio decoroso para una mujer.

—Pero yo soy buena. Martín lo ha dicho.

—En tal caso, puede que tengas una oportunidad. Venid, la reunión va a empezar.

Los juglares se habían sentado en torno al maestro del gremio. Michel y Lucía estaban de más, y algunos les dirigían miradas interrogantes o poco amistosas. Mattius no se inmutó, y Martín no hizo nada por echar a los intrusos, de modo que nadie se atrevió a expresar en voz alta su desacuerdo.

Tras una breve oración a Santiago, que les permitía reunirse aquel día, los juglares comenzaron, por turno, a relatar las noticias que traían de todas partes del mundo conocido.

Así, Michel se enteró de que las relaciones del rey Roberto con Roma no habían mejorado; de que había guerra entre Bizancio y el zar de Rusia; de que el islam avanzaba cada vez más; de que las Treguas de Dios no se respetaban; de que las enfermedades, el hambre, la violencia y el miedo sacudían la Tierra.

El monje se entristeció. Pero lo que más le impresionó fue saber que, en aquel momento, la Iglesia tenía dos Papas.

—El arzobispo de Plasencia se ha hecho elegir Papa —explicó Orazio el Genovés—, porque nunca estuvo de acuerdo con la elección de Gregorio V, primo del emperador. Ahora, la Iglesia está dividida.

«La Iglesia está dividida», pensó Michel horrorizado. Podía sentir las miradas de los juglares a sus hábitos de monje. «Y mientras, los vikingos siguen atacando las costas francesas y luchando por conquistar las islas Británicas. Los moros llegan al mismísimo Santiago, se rompen las Treguas de Dios, la gente pasa hambre… efectivamente, éste es el fin del mundo».

Los juglares habían terminado de contar noticias. Guiados por Martín, comenzaron a recitar cantares y relatos que habían aprendido recientemente.

Michel y Lucía nunca habían visto nada semejante. El espectáculo de los juglares ampliando su repertorio, preguntándose unos a otros acerca de tal o cual canción o leyenda, escuchando con atención para memorizar letras ritmos, melodías…, era impresionante.

Siempre se había menospreciado el oficio de juglar. Se decía que el juglar lo era por rebeldía o necesidad. Antes de conocer a Mattius, a Michel no podía pasarle por la cabeza la idea de que hubiera juglares por vocación.

Así pasaron algunas horas. Ya era noche cerrada cuando María trajo la cena para todos y se tomaron un descanso.

—Esto es sorprendente —le dijo Michel a Martín—. Alguien debería ponerlo todo por escrito.

El maestro se sintió ofendido.

—¿Por escrito? ¿Por qué? ¿No te fías de nuestra memoria?

—No, no quería decir eso. Pero debería conservarse para… para cuando vosotros ya no estéis. Puede que otros no tengan tan buena memoria.

—No es buena idea. Un cantar está para ser cantado. Si lo escribes, la gente que lo lea en un futuro no conocerá la música, los gestos, la actuación… Un cantar no es sólo la letra. Poner por escrito algo que circula por el aire es como encerrar un pájaro silvestre en una jaula.

Michel no estaba de acuerdo.

—Pero alguien tuvo que escribir el cantar antes de que los juglares lo recitaran. ¿Quién fue el primero?

—Eso no importa. La gente quiere escuchar el poema, no saber quién lo escribió. Y ten por seguro que un juglar sólo conserva un manuscrito hasta que se lo ha aprendido de memoria.

—Pero sería más fiel al original si permaneciera escrito.

—¿Fiel? Los cantares son como gotas de agua. Cambian según la forma del recipiente. No importa el recipiente; el cantar seguirá siendo en esencia el mismo, aunque cada juglar lo recite de manera diferente. Ninguna de las versiones es la verdadera, y todas lo son.

Esto dejó muy confundido a Michel.

—Pero tuvo que haber un original…

—Mira, chico —cortó Martín, que empezaba a perder la paciencia—. No hay ningún amanuense dispuesto a copiar la mitad de las historias que conocen los hombres que están hoy aquí reunidos. Y no existe suficiente pergamino, papel ni vitela en toda Europa para escribir todo lo que sabemos en el gremio de juglares.

Michel enmudeció. Aunque la afirmación del maestro le parecía un tanto exagerada, tenía razón en cuanto a que los manuscritos eran un bien sumamente escaso. Los sabios sólo prestaban atención a los cantares cuando éstos relataban acontecimientos históricos importantes; entonces, si no existía otra fuente, los incorporaban a sus crónicas.

Mattius había oído por casualidad parte de la conversación y sonrió. Martín y Michel pertenecían a dos culturas distintas. El joven monje había crecido entre libros; el veterano juglar, aunque sabía leer, prefería confiar más en su oído y en su memoria que en la palabra escrita.

Después de cenar, el maestro del gremio de juglares los reunió a todos de nuevo en torno a sí y les anunció que la joven Lucía quería entrar en la sociedad. Nadie le contradijo, pero a los labios de los juglares asomó una sonrisilla escéptica.

Lucía decidió no hacerles caso. Consciente de lo que aquellos hombres pensaban, se plantó frente a ellos con su pandereta y recitó un poema sobre la leyenda de la batalla de Clavijo, en la que —se decía— Santiago Matamoros había aparecido a lomos de un caballo blanco para ayudar a los cristianos en la lucha contra el infiel. Concluyó su actuación con un elocuente grito:

—¡Santiago y cierra España!

Y esperó, conteniendo el aliento. Estaba segura de haberlo hecho bastante bien; su voz había vibrado en los momentos cumbre y apenas se había quedado en blanco.

Pero la expresión de los juglares no había cambiado.

—Has desafinado en la parte final —comentó Cercamón.

—Y has perdido el ritmo varias veces —añadió otro juglar, cuyo nombre ignoraba Lucía.

—Gesticulas poco.

—Y no cambias la voz cuando hablan distintos personajes.

—Decididamente —concluyó Franz de Bohemia, encogiéndose de hombros—, la voz de una mujer no es apropiada para un cantar épico. Mejor dedícate a las baladas de amor.

Lucía no sabía si llorar de frustración o estallar de indignación.

—Pues a mí me ha gustado —dijo entonces Mattius suavemente—. Para ser una novata no recita mal.

Todos enmudecieron y lo miraron, pasmados.

—¿Es esta joven protegida tuya? —inquirió Orazio el Genovés; era una forma suave de preguntar si mantenía una relación sentimental con ella.

Lucía enrojeció. Iba a decirle cuatro cosas, pero Mattius se le adelantó:

—Es la tercera vez que veo a esta chica en toda mi vida —respondió con calma—. Me salvó la vida en una ocasión y ya aquella noche me dijo que quería ser juglaresa. No la escuché entonces ni pensaba hablar en su favor, hasta que la he oído cantar hoy. Amigos, tenéis que reconocer que hemos oído cosas mucho peores.

—¡Hum! —dijo Orazio, rascándose la barba—. Tienes razón… ¿Le has advertido que muchas empiezan como ella y terminan de prostitutas?

—¡Yo no pienso…! —empezó Lucía, pero el juglar la interrumpió con un gesto:

—Eso dicen todas, muchacha. Pero son tiempos difíciles, y una mujer está mucho más segura si tiene un techo sobre su cabeza.

—Aunque si eres buena y sabes cómo hacerte respetar, quizá tengas una oportunidad —añadió Cercamón.

—Necesitaría un buen maestro —admitió Lucía; evitó mirar a Mattius, pero éste se sintió aludido de todas formas.

Los juglares dirigieron entonces su mirada a Martín, para que decidiera.

El maestro había estado considerando la situación.

—Yo la admitiría como aprendiz —dijo finalmente—, si hay alguien dispuesto a enseñarle y ser su maestro y mentor. Cuando la joven esté preparada, habrá de volver aquí y la examinaremos de nuevo para aceptarla como miembro de pleno derecho. Merece al menos esa oportunidad. ¿Alguien la adopta como aprendiz?

Nadie dijo nada, pero Mattius asintió con la cabeza.

—Yo lo haré —dijo, con un suspiro resignado—. Ya sabéis lo poco que me gusta la compañía, pero, gracias a mi amigo el monje, ya me voy acostumbrando a ella. Además, la muchacha me salvó la vida. Si sigue empeñada en ser juglaresa a pesar de nuestras advertencias, creo que lo menos que puedo hacer es guiarla y protegerla.

Martín asintió, mientras Lucía se contenía para no dar un grito de alegría.

—Me parece justo. ¿Alguien tiene algo que objetar?

Nadie dijo nada.

—Entonces —concluyó el maestro—, la joven Lucía queda admitida como aprendiz en el gremio de juglares. Aprenderá de Mattius el arte juglaresco hasta que esté preparada para presentarse aquí otra vez.

Los juglares se miraron unos a otros, por si alguien tenía alguna cosa que añadir. Mattius hizo una seña a Martín con la cabeza.

—Una última cuestión —dijo el anfitrión—. Mattius se encuentra en unas circunstancias muy peculiares y tiene una extraña historia que contaros.

Mattius vio que la atención de sus compañeros se centraba en él y relató una vez más todo lo que le había ocurrido desde el año anterior.

No le interrumpieron en ningún momento. Cuando acabó, las reacciones fueron diversas. Orazio el Genovés cruzó los brazos con escepticismo. Otros, como Franz de Bohemia, se sintieron intimidados ante las visiones apocalípticas que había descrito Mattius. Y Cercamón se mostró vivamente interesado por el Eje del Presente, y le pidió a Michel que se lo enseñara.

La joya circuló por toda la habitación; los juglares se guardaron mucho de tocar la piedra tras las advertencias del muchacho y cogieron el eje por el engarce.

—He oído hablar de esa cofradía —dijo entonces Cercamón—. Aunque su sede esté en Aquisgrán, tienen seguidores en muchos sitios. Pero son discretos; si el Papado no tuviera tantos problemas, ya los habría excomulgado por herejes. Se dice que adoran al diablo y que van predicando el fin del mundo.

—¿Qué pides, Mattius? —preguntó Orazio—. ¿Que os acompañemos para que os podáis proteger mejor de esa gente?

—En realidad no. Sólo quería escuchar vuestra opinión. No se me había pasado por la cabeza la idea de que vinierais conmigo. Llamaríamos mucho la atención.

—O no. No tiene nada de extraordinario que una compañía de juglares viaje de pueblo en pueblo. Yo iría contigo si me lo pidieras.

Mattius le dirigió una mirada dubitativa.

—Yo también quiero acompañaros —dijo Cercamón.

Martín sondeó al resto de juglares, pero todos bajaron los ojos ante su mirada. Sólo Orazio y Cercamón parecían resueltos a seguir adelante con su decisión.

Mattius consultó a Michel con la mirada. Éste se encogió de hombros. Los dos juglares eran altos y fuertes.

—El problema es que, después de la ermita —dijo Michel—, no sabemos adónde tendremos que ir a buscar el Eje del Pasado. A menos que alguien sepa qué es el Círculo de Piedra y dónde se encuentra.

Los juglares se miraron unos a otros, interrogantes. Nadie había oído nunca hablar de algo semejante.

—Nosotros te acompañaremos hasta donde podamos —afirmó Cercamón, y Orazio asintió para corroborarlo.

—Muy bien —decidió Mattius—. Partiremos mañana, pues.

Lucía observaba la escena con cierta preocupación. María, la esposa de Martín, creyó adivinar sus pensamientos.

—Te tratarán bien —le dijo en voz baja—. Ahora eres miembro del gremio. Estos hombres tienen un curioso sentido del honor. Sólo son fieles a sí mismos… y al gremio.

Lucía intentó sonreír. En aquella habitación no sólo se trataba su futuro y seguridad. Por primera vez oía íntegra la historia de Mattius y Michel, y acababa de enterarse de que, por lo que parecía, faltaba poco más de un año para la llegada del fin del mundo. No era una noticia tranquilizadora, pero a María no parecía preocuparle. Era una mujer sencilla que, como esposa de un ex juglar, había oído cientos de historias sorprendentes.

Cuando Mattius salió de la casa al día siguiente, estaba lloviendo.

El juglar se estiró bajo el umbral. Michel estaba desayunando aún, y Cercamón había ido a arrancar a Orazio de debajo de las sábanas; como de costumbre, el Genovés había prolongado su velada en la taberna más cercana. Mattius sonrió, contemplando la lluvia. Cercamón tardaría bastante en conseguir que Orazio se pusiera en pie.

Protegido por la cornisa, avanzó hacia el establo, pegado a la fachada de la casa. Se detuvo un momento en la puerta, al ver que había alguien junto a sus caballos: un muchacho delgado que estaba terminando de ajustar las alforjas al lomo del animal. Debía de ser un sirviente de Martín, pero Mattius no recordaba que los tuviera. Entonces el joven se volvió hacia él y Mattius se sintió estúpido. No era la primera vez que cometía aquel error. Estaba demasiado acostumbrado a ver a las mujeres con faldas.

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