Fortunata y Jacinta (97 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

BOOK: Fortunata y Jacinta
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—Si quiere usted, le haré un preparado de peptona.

—Gracias... Veremos lo que dice mi médico.

—Poco mal y bien quejado —afirmó el otro Rubín, dándole palmadas en el hombro.

—Pero ustedes estaban hablando de algo que debía de ser interesante —dijo Feijoo—. Por mí no se interrumpan.

—Estábamos... pásmese usted... en las regiones etéreas.

—Nada, es que me quiere convencer —manifestó Maximiliano con calor—, de que todo es fuerza y materia. Yo le digo una cosa, «pues a eso que tú llamas fuerza, lo llamo yo espíritu, el Verbo, el querer universal; y volvemos a la misma historia, al Dios uno y creador y al alma que de él emana.

Don Evaristo, en tanto, miraba a Refugio, examinándole el rostro, la boca, el diente menos. La muchacha sentía vergüenza de verse tan observada, y no sabía cómo ponerse, ni qué dengues hacer con los labios al llevarse a ellos la cucharilla con leche merengada.

—Eso, eso... por ahí duele —dijo el ex—coronel, arrimándose al partido de Maximiliano—. ¡El alma!... Estos señores materialistas creen que con variar el nombre a las cosas han vuelto el mundo patas arriba.

—Pero si ya te he dicho... —argüía sofocado Juan Pablo.

—Déjame que acabe...

—No es eso... ¡Qué cuña!

—Volvemos a lo mismo. ¿No me conozco yo en mí, uno, consciente, responsable?

—¡Otra te pego! Pero ven acá...

—Aguarda. Si yo me reconozco íntimamente en la sustancia de mi yo...

Se expresaba con exaltación sin dejar meter baza a su hermano, y este, en cambio, no se la dejaba meter a él, y simultáneamente se quitaban la palabra de la boca.

—Espérate un poco... no es eso.

—Allá voy... Yo vivo en mi conciencia, por mí y antes y después de mí.

—¡Ah!, pero lo primero es distinguir... Mira...

«¡Buen par de chiflados estáis los dos! —dijo para sí Don Evaristo mirando con curiosidad el portillo que en la dentadura tenía Refugio».

—¡Dale, bola!... —replicó Maxi—. Si no es eso... Yo, ¿soy yo?... ¿Me reconozco como tal yo en todos mis actos?

—No, yo no soy más que un accidente del concierto total; yo no me pertenezco, soy un fenómeno.

—¡Que yo soy un fenómeno!... ¡Ave—María Purísima, qué disparate!

—Estás tú fresco... Lo permanente no soy yo, ¡qué cuña!, es el conjunto... Yo lo reconozco así en el fenómeno pasajero de mi conocimiento.

¡Y estas cosas se decían en el rincón de un café, al lado de un parroquiano que leía
La Correspondencia
y de otro que hablaba del precio de la carne! En una de las mesas próximas había un grupo de individuos que tenían facha de matuteros o cosa tal. A la derecha veíanse dos cursis acompañadas de una buscona y obsequiadas por un señor que les decía mil tonterías empalagosas; enfrente una trinca en que se disputaba acerca de Lagartijo y Frascuelo, con voces destempladas y manotazos. Y por la escalera de caracol subían y bajaban constantemente parroquianos, dando patadas que más parecían coces; y por aquella espiral venían rumores de disputa, el chasquido de las bolas de billar, y el canto del mozo que apuntaba.

—Si se me permite dar una opinión —dijo Feijoo, que empezaba a marearse con tanto barullo—, voto con el pollo.

En esto sonó el piano, que se alzaba sobre una tarima en medio del café, con la tapa triangular levantada para que hiciera más ruido; y empezó la tocata, que era de piano y violín. La música, los aplausos, las voces y el murmullo constante del café formaban un run run tan insoportable, que el buen Don Evaristo creyó que se le iba la cabeza, y que caería redondo al suelo si permanecía allí un cuarto de hora más. Decidió retirarse, descontento de no haber encontrado solo a Juan Pablo, pues delante del farmacéutico no podía hablar del espinoso asunto que entre manos traía. Su enojo se trocó en alegría cuando Maxi, al verle en pie, dijo que él también se iba porque era hora de volver a su farmacia. Salieron, pues, juntos, y antes de llegar a la puerta, vio el anciano que le cortaba el paso una figura macilenta y sepulcral. Era
Ramsés II
, que venía en busca suya.

—Señor Don Evaristo, por Dios, hable usted de mí al señor de Villalonga —le dijo la momia, interponiéndose como si no quisiera darle paso sino a cambio de una promesa.

—Se hará, compañero, se hará; hablaremos a Villalonga —dijo Don Evaristo embozándose—; pero ahora estoy de prisa... no puedo detenerme... Hijo, vamos.

Y abriéndose paso, salió con el chico de Rubín.

—9—

A
l cual dijo en la puerta:

—¿Hacia dónde va usted con su cuerpo?

—¿Yo? A la calle del Ave María.

—¡Qué casualidad! Yo llevo esa dirección. Iremos juntos... Deje usted que me emboce bien... Ahora deme usted el brazo. Las piernas no me ayudan. Ya se ve... cinco meses... cabalitos... fíjese usted bien... sin digerir. No sé cómo estoy vivo. Desde Octubre del año pasado no levanto cabeza... ¡Pero qué ideas las de Juan Pablo! Parece mentira... ¡Un muchacho de entendimiento!... Usted sí que sabe por dónde anda. Sí; no espere usted a llegar a viejo y a ver de cerca la muerte para creer que somos algo más que montoncitos de basura animados por fuerza semejante a la electricidad que hace hablar a un alambre. Eso se deja para los tontos y perdularios, para la gente que no piensa. Usted está en lo firme, y será capaz de acciones nobles, de acciones que, por lo mismo que son tan elevadas, no están al alcance del vulgo.

No comprendía Maximiliano a cuenta de qué era aquello; pero tenía su espíritu admirablemente dispuesto para recibir toda sutileza que se le quisiera echar; estaba hambriento de cosas ideales, y la meditación, el estudio y la soledad habíanle dado una receptividad asombrosa para todo lo que procediera del pensamiento puro. Por esta causa, sin entender de qué se trataba, contestó humildemente:

—Tiene usted mucha razón... pero mucha razón.

—El hombre que como usted —prosiguió Don Evaristo—, no se deja engatusar por las sabidurías modernas, está en disposición de hacer el bien, pero no el bien de cualquier modo, sino sublimemente ¡caramba!, mirando para el cielo, no para la tierra...

Tiempo hacía que Maxi se había dedicado a mirar al cielo.

—Mire uste, señor Don Evaristo —dijo sintiéndose lleno y ahíto de aquella espiritual sustancia, acopiada a fuerza de barajar sus tristezas con las hojas de los libros—. La desgracia me ha hecho a mí volver los ojos a las cosas que no se ven ni se tocan. Si no lo hubiera hecho así, me habría muerto ya cien veces. ¡Y si viera usted qué distinto es el mundo mirado desde arriba a mirado desde abajo! Me parecía a mí mentira que yo había de ver apagarse en mí la sed de venganza, y el odio que me embruteció. Y sin embargo, el tiempo, la abstracción, el pensar en el conjunto de la vida y en lo grande de sus fines me han puesto como estoy ahora.

—Claro... ¿A qué vienen esos odios y esas venganzas de melodrama? —dijo gozoso Don Evaristo—. Para perderse nada más. ¡Dichoso el que sabe elevarse sobre las pasiones de momento y atemperar su alma en las verdades eternas!

Y para su sayo habló de este modo: «Tan metafísico está este chico, que nos viene como anillo al dedo».

—En este bulle—bulle de las pasiones de los hombres del día —prosiguió Maxi con cierto énfasis—, llega uno a olvidarse de que vivimos para perdonar las ofensas y hacer bien a los que nos han hecho mal.

—Tiene usted razón, hijo... y dichoso mil veces el que como usted, así, tan jovencito, llega a posesionarse de esa idea y a hacerla efectiva en la vida real.

—La desgracia, un golpe rudo... ahí tiene usted el maestro. Se llega a este estado padeciendo, después de pasar por todas las angustias de la cólera, por los pinchazos que le da a uno el amor propio y por mil amarguras... ¡Ay, señor Don Evaristo! Parece mentira que yo esté tan fresco después de haberme creído con derecho a matar a un hombre, después de haberme ilusionado con la idea de cometer el crimen, concluyendo por renunciar a ello. Mi conciencia está hoy tan tranquila no habiendo matado, como firme y decidida estuvo cuando pensé matar... Entonces no veía a Dios en mí; ahora sí que le veo. Créalo usted; hay que anularse para triunfar; decir
no soy nada
para serlo todo.

Feijoo, en vista de estas buenas disposiciones, se fue derecho al bulto.

—A un espíritu tan bien fortalecido —le dijo— se le puede hablar sin rodeos. ¿Doña Lupe no ha tratado con usted de cierto asunto...?

Maximiliano se puso del color de la grana de su embozo, y contestó afirmativamente con embarazo y turbación.

—Por mi parte —añadió Don Evaristo—, haré todo lo que pueda para que esto cuaje. Si ello tiene que suceder. Es lo práctico, amigo mío; y ya que usted es tan místico, conviene que sea un poquito práctico... Por una casualidad intervengo yo en esto... Le advierto a usted que ella desea volver...

—¡Lo desea! —exclamó Rubín, dejando caer el embozo.

—¡Toma! ¿Ahora salimos con eso? Pues si no lo deseara ¿cómo me había de meter yo en semejante negocio? ¿No comprende usted...?

—Sí, pero... No hay que confundir. El perdón puramente espiritual o evangélico, ya lo tiene... Pero el otro perdón, el que llamaríamos social, porque equivale a reconciliarse, es imposible.

«Vamos, que no será tanto —dijo para sí Don Evaristo, subiéndose el embozo».

—Es imposible —repitió Maxi.

—Piénselo bien, piénselo bien; pregúnteselo a la almohada, compañero... Yo creo que cuando usted madure la idea...

—Me parece que aunque la estuviera madurando diez años...

—En estas cosas hay que poner algo de caridad; no se puede proceder con simple criterio de justicia. Convendría que usted hablase con ella...

—¡Yo!... pero Don Evaristo...

—Sí, no me vuelvo atrás. Quien tiene ideas como las que usted tiene, ¡caramba!, y sabe sentir y pensar con esa alteza de miras... eso es, con esa espiritualidad de la... pues... de... claro...

—¿Y cree usted que ella me podría dar explicaciones claras, pero muy claras, de todo lo que ha hecho después que se separó de mí?

—Hijo, yo creo que las dará... pero es claro que usted no debe apurar mucho tampoco... O hay perdón o no hay perdón. La caridad por delante, detrás la indulgencia, y ver si en efecto hay propósitos sinceros de enmienda. Por lo que he oído, me parece que los hay; se lo digo a usted de corazón.

—Yo lo dudo.

—Pues yo no. Juzgue usted mi opinión como quiera. Y sepa que intervengo en esto por pura humanidad, porque se me ha ocurrido no morirme sin dejar tras de mí una buena acción, ya que en la cuenta de mi vida tengo tantas malas o insignificantes. No me gusta meterme en vidas ajenas; pero en este caso, créalo usted... se me ha puesto en la cabeza que a entrambos les conviene volver a unirse.

Ya en este terreno, Don Evaristo se descubrió más:

—Amigo —dijo parándose en la puerta de la botica—. Su mujer de usted me ha parecido una mujer defectuosísima. Aunque la he tratado poco puedo asegurar que tiene buen fondo; pero carece de fuerza moral. Será siempre lo que quieran hacer de ella los que la traten.

Maximiliano le miraba con ojos atónitos. Lo mismo pensaba él.

—Yo le eché anteayer un largo sermón, recomendándole que se amoldara a las realidades de la vida, que pusiera un freno a aquella imaginacioncilla tan desenvuelta. «Pero, hija mía, es preciso pensar lo que se hace, y dejarse de tonterías». Yo muy serio. Creo que algo he conseguido. Usted lo ha de ver, compañero. Es lástima que teniendo buen fondo, buen corazón... sólo que algo grande... y careciendo de las malicias de otras, no posea un poco de juicio. Porque con un poco de juicio, nada más que con un poco de juicio, no se pueden hacer las tonterías que ella ha hecho... En fin, hijo, usted dirá que quién me mete a mí a leñador, pero ¿qué quiere usted?, a los viejecillos nos gusta arreglar a los jóvenes y marcarles el paso de esta vida para que eviten los tropezones que hemos dado nosotros.

Dijo esto último sonriendo con tal hombría de bien, que Maximiliano se llenó de confusiones. No sabía qué contestar, y sentía que se le apretaba la garganta. Despidiose Don Evaristo, dejando al pobre chico en tal grado de aturdimiento, que durante muchos días hubo de revolver en su mente indigestada los dejos de aquel coloquio que tuvo con el respetable anciano, en una noche fría del mes de Marzo.

Al siguiente día, Don Evaristo fue en coche a ver a Fortunata, a quien encontró peinándose sola. Sentándose a su lado, y cogiéndola por un brazo, la llamó a sí y le dio un beso, diciéndole:

—El último beso... La aventura del viejo Feijoo ha pasado a la historia... Entraremos pronto en vida nueva, y de esto no quedará sino un recuerdo en mí y otro en ti... Para el público nada. Estas cenizas sólo para nosotros esconden un poco de calor.

Fortunata, que tenía en cada mano una de las gruesas bandas de sus cabellos negros, apartándolas como si fueran una cortina, no sabía si reír o echarse a llorar...

—¿Has hablado con él...? —dijo conmovida y al mismo tiempo sonriente.

—Vete acostumbrando a tratarme de usted... —replicó él con cierta severidad—. No se te escape una expresión familiar, porque entonces la echamos a perder. Yo también te trataré de usted delante de gente... Todo acabó... Fortunata, no soy para ti más que un padre... Aquel que te quiso como quiere el hombre a la mujer, no existe ya... Eres mi hija. Y no es que hagamos un papel aprendido, no; es que tú serás verdaderamente para mí, de aquí en adelante, como una hijita, y yo seré para ti un verdadero papaíto. Lo digo con toda mi alma. Yo no soy aquel; yo me moriré pronto, y...

Viéndole que se conmovía, la chulita no pudo aguantar más, y soltó el trapo a llorar. Aquellas admirables guedejas sueltas la asemejaban a esas imágenes del dolor que acompañan a los epitafios. Feijoo hizo un mohín como de persona mayor que quiere dominar una debilidad pueril, y le dijo:

—Pero no, no me avergüenzo de que se me salte una lágrima. Yo juro por Dios, en quien siempre he creído, que el cariño paternal es lo que me la hace derramar. Todo lo que en mí existía de varón, capaz de amar, ha desaparecido; todo murió, y no me queda de ello nada; ni aun siquiera lo echo de menos. Nunca he sido padre; ahora siento que lo soy... y mi corazón se llena de afectos desconocidos, tan puros, pero tan puros...

La prójima no había visto nunca a su amigo tan vencido de la emoción. Tenía los ojos húmedos y le temblaban las manos. Sujetose ella en la coronilla con una correa negra las crenchas de su abundante cabello, porque no era posible repicar y andar en la procesión; no podía peinarse y al mismo tiempo celebrar, entre lágrimas y castos apretones de mano, la santificación de las relaciones que entre ambos habían existido. Poco a poco se serenaron; Don Evaristo, la hizo sentar a su lado en el sofá, y con voz clara y firme le habló de esta manera:

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