—¿Qué está pasando aquí? —exclamó Finn dirigiéndose hacia allí.
—¡Es un espía o algo así! —dijo el guardia—. Lo he pillado con las manos en la masa. Voy a llamar a la policía.
En esos casos Finn tenía que enseñar sus credenciales y alertar a su contacto de que les habían descubierto. No le gustaba tener que hacer esa llamada pero, cuando uno iba acompañado de novatos, a veces pasaba. Por lo menos Finn había entrado hasta donde necesitaba. Así habría acabado la cosa si Sam no hubiera cometido una estupidez. Aterrorizado al verse encañonado por una pistola, empujó al guardia y echó a correr.
El guardia apuntó a la ancha espalda de Sam.
—¡Alto! —gritó.
—¡No dispares! —chilló Finn abalanzándose sobre el guardia, que disparó una fracción de segundo antes de que Finn lo derribara.
En un santiamén le quitó la pistola y le plantó sus credenciales delante de las narices.
—Llama a John Rivers de seguridad, él está al corriente… —Miró hacia el pasillo. Sam estaba tendido en el suelo con una herida en la espalda—. ¡Mierda! —Finn se incorporó de un salto y corrió hasta Sam.
La ambulancia se marchó al cabo de media hora. Finn había logrado detener la hemorragia de Sam y le había practicado un masaje cardiaco cuando había dejado de respirar, quizá por la conmoción. En cuanto había llegado la ambulancia, los técnicos sanitarios se habían hecho cargo de la situación. Sam sobreviviría, pero la rehabilitación sería larga; al parecer, la bala le había dañado varios órganos.
Finn observó las luces rojas hasta que desaparecieron. John Rivers, el jefe de seguridad, estaba a su lado. Se había disculpado una y otra vez por la imprudente reacción del guardia, que había disparado a Sam por la espalda.
—Menos mal que estabas aquí, Harry —dijo Rivers—. De lo contrario ese joven estaría muerto.
—Sí, bueno, no habría recibido un disparo si yo no lo hubiera traído.
—No nos dan ni dinero ni tiempo para formar a los guardias —se quejó Rivers—. Se gastan miles de millones en tecnología para el centro y las medidas de seguridad, pero luego ponen una pistola en manos de un desgraciado que gana diez dólares la hora. Es absurdo.
Finn no le escuchaba. Nunca le había pasado una cosa así. Sam era un buen chico, pero su lugar de trabajo era sentado a un escritorio. A Finn nunca le había gustado llevar a personas inexpertas a las misiones y así lo había expresado varias veces. Quizás ahora le hicieran caso.
Regresó en coche a casa y luego llevó a Patrick al entrenamiento de béisbol. Contempló a su atlético hijo mediano, quien interceptaba y devolvía todas las pelotas que le llegaban y luego golpeaba sin clemencia los lanzamientos automatizados a la zona de bateo. Finn no habló demasiado camino a casa y dejó que Patrick, muy animado, le hablara de su jornada escolar. Esa noche, durante la cena Susie recitó los versos que diría en la próxima obra de teatro, aunque no parecía que los árboles pudieran tener un papel destacado, punto sobre el que sus dos hermanos bromearon. Ella se tomó bien las chanzas hasta que se hartó.
—¡Basta ya, subnormales!
El comentario se ganó una reprimenda de Mandy, que últimamente había estado muy ajetreada con los tres debido a la dedicación casi absoluta de Finn al trabajo.
—Oye, papá —dijo David—, ¿asistirás al partido de fútbol del viernes por la tarde? El entrenador me pondrá de portero.
—Lo intentaré, hijo —contestó distraídamente—, pero es posible que esté muy liado. —Tenía que ir a ver a su madre, y sabía que a Mandy no le gustaría.
Mandy le dio un poco de dinero a David para la excursión que haría con la clase al centro de la ciudad. Se sirvió una pequeña porción de comida y miró a su esposo, quien parecía ausente.
—Harry, ¿estás bien?
Se estremeció.
—Un problemilla en el trabajo. —El episodio no había tenido cobertura informativa, aunque la policía había acudido, porque el Departamento de Seguridad Interior había intervenido para que se echara tierra sobre el asunto. El hecho de que Finn apareciese en la prensa supondría un grave obstáculo para el trabajo que su empresa realizaba para Seguridad Interior, labor de importancia vital para los intereses nacionales. Al ver que ese departamento estaba implicado, la policía local se había marchado sin rechistar. El joven guardia de seguridad no había sido acusado de nada, sólo de ser estúpido y carecer de la formación adecuada, y le habían retirado el arma. Fue asignado a un trabajo de oficina y le advirtieron de que si contaba lo ocurrido a alguien lo lamentaría el resto de su vida.
Después de cenar fue al hospital a ver a Sam. Se encontraba en la UCI tras haber sido operado, pero su estado era estable. Bajo el efecto de fármacos muy fuertes, ni siquiera fue consciente de la presencia de Finn. Sus padres habían acudido en avión desde Nueva York aquella misma tarde y estaban en la sala de espera de la UCI. Finn les hizo compañía una hora, animándoles y explicándoles cómo había sucedido todo, sin cargar las tintas en que su hijo había cometido la estupidez de echar a correr ante un nervioso joven armado.
Después se marchó y paseó un rato en coche escuchando las noticias de la radio. Cuando las malas noticias se convirtieron en horribles y luego en atroces directamente, decidió apagar la radio. Menudo mundo dejarían a la siguiente generación.
Se dirigió al centro; todavía no tenía ganas de regresar a su casa en las afueras de Virginia. A juzgar por la expresión de Mandy a la hora de cenar, sabía que quería hablar, pero a él no le apetecía. No sabía cómo decirle que tenía que ir a ver a su madre otra vez. Con las numerosas actividades de los niños, su ausencia descargaba sobre los hombros de su mujer todas las obligaciones familiares. Pero tenía que hacerlo, especialmente después de la revelación sobre John Carr.
Cruzó el puente Theodore Roosevelt y pasó junto a la isla homónima. Siguió recto y bajó por Constitution, la segunda avenida más famosa de la capital después de Pennsylvania. Giró a la izquierda y subió hacia la Casa Blanca. Torció a la derecha en la calle F y siguió adelante por un barrio comercial congestionado por la animación nocturna. A su derecha se encontraba el esqueleto de cemento y acero de un edificio inacabado cuyo promotor había quebrado. Mientras esperaba en el semáforo, alzó la vista hacia el nuevo edificio de apartamentos a su izquierda. Recorrió siete plantas con la mirada, se desvió hacia el apartamento de la esquina del lujoso rascacielos y se tensó ligeramente. No había ido hasta allí por azar. El paseo en coche era intencionado; solía hacerlo.
Las luces estaban encendidas y vio que una silueta alta pasaba junto a una ventana.
El senador por Alabama Roger Simpson estaba en casa.
Annabelle estaba junto a su padre, que se había desplomado en un sillón de la habitación. La hija le dirigió un asentimiento de la cabeza para indicarle que descolgara el auricular.
Antes de que él marcara, ella le puso una mano en el hombro.
—¿Seguro que estás preparado para esto? —preguntó.
—Hace años que estoy preparado —repuso él con valentía y voz levemente temblorosa.
Annabelle pensó que no lo parecía. Se le veía cansado y asustado.
—Buena suerte —le deseó.
En cuanto él marcó el número, ella descolgó el teléfono supletorio y escuchó.
—Hola, Jerry. Soy Paddy Conroy. Hace tiempo que no nos vemos. Pero bueno, quizá me he enterado de que has estado bastante ocupado.
Annabelle miraba fijamente a su padre. La actitud de Paddy había cambiado por completo. Esbozaba una amplia sonrisa y hablaba con voz segura, sentado bien tieso en el sillón.
No era fácil sorprender a Bagger, pero al oír ese nombre las rodillas le temblaron un poco. La siguiente emoción le resultó mucho más familiar: el súbito impulso de aplastar el teléfono.
—¿Cómo cono me has localizado, so cabronazo? —chilló.
—Busqué en la guía de teléfonos, por la H de hijoputa.
Al oír esa respuesta, Annabelle sofocó una carcajada.
—¿Has visto a la zorra de tu hija últimamente?
—Me he enterado de que te desplumó bien desplumado. Lo suficiente para poner nerviosa a la Comisión de Control de Jersey. Por lo visto, la enseñé bien.
—Sí, a lo mejor tú eres el cerebro gris. Si es así, lo único que puedo prometerte es que dedicaré dos días enteros a arrancarte la piel a tiras.
—Deja de decir obscenidades, Jerry, me estás poniendo cachondo.
—¿Qué cono quieres?
—Ayudarte.
—No necesito ayuda de un estafador de tres al cuarto.
—No te precipites. Tengo algo que tú quieres.
—¿Qué cosa?
—A ver si lo adivinas.
—A ver si te arranco los huevos.
—Tengo a Annabelle. ¿Sigues queriéndola o ya has superado el que te haya hecho quedar como el mayor idiota del mundo?
—¿Vas a entregarme a tu hija sabiendo lo que le haré?
—No estás sordo, ¿verdad? Eso he dicho.
—¿Y por qué lo haces? ¿Porque tienes buen corazón?
—Me conoces de sobra para saber el motivo, Jerry.
—Bueno, ¿cuánto quieres por tu niña?
—Ni un centavo.
—¿Cómo dices? —preguntó Bagger con incredulidad.
—Ya no necesito dinero.
—Entonces, ¿qué quieres?
—Tu promesa de que, si te entrego a Annabelle, me dejarás en paz para siempre. Me queda poco tiempo en este puto mundo y no quiero pasarlo esquivando a tu gentuza.
—A ver si lo entiendo. ¿Me entregas a Annabelle a cambio de que te deje en paz?
—Eso es. Sé que me buscas desde que te birlé los diez mil dólares de los cojones. Y me estoy cansando.
—¡Qué te estás cansando! —gritó Bagger.
—¿Aceptas el trato o no? Y quiero tu palabra. Porque sé que eres muchas cosas, pero siempre cumples tu palabra. Consigues a Annabelle y te olvidas de mí.
Bagger clavó la mirada en el suelo mientras las venas del cuello le palpitaban.
—Quiero oírte decirlo, Jerry. Tengo que oír cómo lo dices.
—Te daré millones por ella.
—Sí, ya. Dilo, Jerry. Dilo o no hay trato. —Paddy miró a Annabelle, que contenía el aliento mientras escuchaba.
—¿Por qué la odias tanto? —preguntó Bagger.
—Porque todos estos años me ha culpado por la muerte de su madre. Tú la mataste pero yo he pagado el pato. Nadie en el mundo de los estafadores ha querido tratos conmigo desde entonces. Me ha amargado la vida. Ha llegado el momento de vengarme. —Miró a su hija y le dedicó una débil sonrisa.
—¿Cómo piensas entregármela? No tiene un pelo de tonta. Convénceme de que confía en ti.
—Déjalo en mis manos.
—Yo no he aceptado nada.
—Pero aceptarás. Eres demasiado listo para desperdiciar esta oportunidad.
—Puedo pillarla yo mismo. La otra noche me faltó poco. Y a lo mejor a ti también, con un poco de suerte.
—Pues adelante. Y dentro de dos semanas, cuando compruebes que se ha largado, no podrás decir que el viejo Paddy no quiso ayudarte. Porque, cuanto más esperes, más tiempo tiene ella para ocultarse, y los dos sabemos que la chica es buena en eso. Tómate tu tiempo y piénsatelo. Ya te volveré a llamar.
—¿Cuándo?
—Cuando quiera.
Con un único gesto sincronizado, Paddy y Annabelle colgaron sus respectivos auriculares al mismo tiempo.
Ella lo sujetó por los hombros.
—Lo has hecho muy bien. Le has tentado a la perfección.
Paddy le colocó la mano sobre la suya.
—Le daremos un poco de tiempo para que lo asimile. Eso permitirá que tu amigo se prepare. Debo reconocer que me sorprendió que accediera a ayudarnos sin hacer preguntas.
—Como te dije, no es el típico agente federal. Una cosa. —Hizo una pausa, preocupada. ¿Su padre estaba realmente preparado para aquello?—. No has intentado averiguar dónde se aloja.
Él la miró esbozando una tímida sonrisa.
—No he perdido facultades, Annie, si eso crees. No hay que pretender abarcarlo todo en el primer intento. Un viejo zorro como Jerry lo olería enseguida. En la siguiente llamada, ya me encargaré de que se delate él mismo.
—Lo siento, no era mi intención insinuar que no sabes engañar a la gente.
—El noventa por ciento de un timo depende de su preparación. El resto es pura intuición, ser capaz de adaptarse sobre la marcha.
—Pero sin el diez final, el noventa inicial no vale un pimiento.
—Exacto.
—Lo que le has dicho a Bagger… sobre que te he amargado la vida.
—La vida me la amargué yo solo, Annie. Lo único que intento ahora es recuperar una parte de ella. —Apretó la mano de su hija con fuerza. Ahora parecía viejo, enfermo y asustado; volvió a desplomarse en el sillón—. ¿De verdad crees que saldrá bien?
—Sí —mintió ella.
Vestido como un técnico de mantenimiento de las instalaciones del Capitolio, Harry Finn se situó delante del edificio Hart del Senado con el detonador remoto en la mano. Recorrió con la mirada la fachada hasta llegar al despacho de Simpson. En la otra mano llevaba un dispositivo similar a un iPod; se trataba del receptor de la cámara de vídeo inalámbrica que había escondido en el despacho del senador. Las imágenes de la pequeña pantalla eran de una nitidez absoluta. Simpson estaba reunido con varios miembros de su equipo, sin duda para informarles sobre su importante misión «investigadora» en el Caribe.
Finn esperó a que Simpson se quedara solo; él sería el único cadáver. Se puso tenso al ver que los demás se levantaban para marcharse. Acto seguido, observó que Simpson se miraba en el espejo de una pared, se ajustaba la corbata, se dirigía al escritorio y se sentaba.
El momento había llegado. Finn tenía el dedo encima de la BlackBerry. Primero enviaría el mensaje de correo electrónico. A través de la pantalla, sabría que el senador había visto la foto de Rayfield Solomon justo antes de morir.
El pulgar descendió sobre la tecla. «Adiós, Roger.»
—¡Hola, papá!
Finn se quedó paralizado.
—Maldita sea —masculló.
David corría hacia él sonriendo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó el muchacho.
Finn introdujo rápidamente los dispositivos en la mochila que llevaba colgada al hombro.
—Hola, Dave, ¿y qué haces tú aquí?
Su hijo entornó los ojos.
—¿Estás perdiendo facultades o qué, papá? Visita escolar al Capitolio. ¿No te acuerdas de que firmaste la autorización? ¿Y qué mamá me dio el dinero anoche?